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En el agua

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En el agua
de Enrique Fernández Iturralde
Publicado en 1870 en la revista española La Moda Elegante Ilustrada, Madrid
EN EL AGUA
I

En aquel momento era yo completamente feliz.

Hacía una temperatura de treinta y tantos grados lo que pudiera muy bien dar al traste con la felicidad de cualquiera, que como yo, sea poco aficionado al calor.

Pero me hallaba zambullido en una cómoda pila de mármol, y la frescura del agua me acariciaba suavemente.

Entre otra infinidad de defectos y vicios, poseo uno que no deja de ser algo original. Y es el no poder ir en coche o ferrocarril, ni estar bañándome, sin recitar versos o cantar desaforadamente.

Aquel día había empezado por declamar aquel conocido cuanto magnifico soneto de Calderón, que empieza:

Estas que fueron pompa y alegría.
Despertando al albor de la mañana...

Después había cantado la serenata de D. Juan, de Mozart:

Deh vieni alla finiestra,
oh mío tesoro....

Y acababa, por último, de recitar aquellos versos de Ayala:

Produce mortal dolencia
amor secreto y profundo,
pero es placer sin segundo
secreta correspondencia.

Yo tu amorosa clemencia
de mí mismo ocultaré,
y cuando alcance mi fe
ser de tu hermosura dueño,
creeré siempre que lo sueño,
pero nunca que lo sé.

Una vez acabada la relación, había empezado a cantar el racconto de tenor del primer acto de La Favorita:

Una virgine un cugiol di Dio...

cuando unos fuertes golpes, dados en la pared, me hicieron callar. Habiendo cesado los golpes, seguí mi canta, pero repitiéndose aquellos con más violencia, y una voz bronca y destemplada preguntó:

—¿No podría V. bañarse en silencio?

—Imposible, vecino; el baño no me sentaría bien.

—Es que a mí me encocora la música de Verdi.

No pude menos de admirar los conocimientos musicales de mi interlocutor.

Si al menos, continuó este, cantara V. algo de La Gran Duquesa o de Barba Azul....

—Voy a complacer á V. —respondí.

Y me puse a cantar el Cujus Animam del Stabat Mater de Rossini.

Mi hombre se quedó tan satisfecho.

Pero al final del canto di un gallo estupendo, fenomenal, nunca oído.

Una sonora y franca carcajada dejóse oír en el momento, por el lado opuesto al en que se hallaba el aficionado a La Gran Duquesa y Barba Azul.

Esta vez fui yo quien se puso a dar golpes en la pared.

—¡Vecino!

—Se equivoca V., diga V. vecina y acertará. —Pues, vecina de mi alma ¿le disgusta a V. la música?

—No por cierto, lo que me disgusta son los gallos.

—¿Ni con arroz?

—Con arroz los patos.

—¿Y los pollos?

—Esa ya es mucha curiosidad.

—¡Bah! Supóngase V. que estamos en carnaval y que V. y yo tenemos las caretas puestas y nos estamos embromando. ¿Qué mejor careta que una pared de cal y canto?

—Es verdad.

—Y a propósito. Para embromarme es de rigor el franco y cariñoso, en vez del ceremonioso y etiquetero V. ¿Quieres que sigamos la costumbre?

—Como quieras.

—Ay, vecina, que fresca va estando el agua.

—Yo estoy dando diente con diente.

—Yo tengo cada tiritón... ¡Huuuy! entre paréntesis, ¿eres bonita?

—Dicen que así así.

—¿Es rubio o moreno?

—¿Quién?

—Quien lo dice.

—¿A ti qué te importa?

—Mucho. Suponte que voy entrando en curiosidad de conocerte, porque se me figura que debes saber mas que Lepe.

—Pues tú, debes ser un pez, pero qué pez.

—No lo sabes bien. SÍ tuviera un birbiquí.

—¿Qué harías?

—Un agujero.

Aquí se dejó oír un ligero grito y poco después una risa contenida.

—Vecina —dije.

Pero nadie contestó.

En el cuarto de la vecina se oía algún ruido como de una persona que se está vistiendo.

Pero después la puerta se abrió, sonaron en el corredor algunas palabras, y en seguida el cuarto quedó en silencio.

Calculé que mi vecina había acabado de bañarse, y a mi vez me apresuré a vestirme y salir.

—¿Quién había en el baño inmediato al mío? pregunté

—¿A la derecha o a la izquierda.

—A la izquierda.

—Una señorita, que viene todas las tardes.

—¿Viene sola?

—Con una criada.

—¿Siempre a la misma hora?

—A la misma, poco mas o menos.

Hubiera podido preguntar al mozo si la joven era bonita o fea, pero no me fiaba gran cosa de su gusto, y además ¿qué me importaba que aquella muchacha fuese fea o bonita?

Así es que me marché sin hacer más preguntas.

II

Faltaban aún dos horas para la en que tenía costumbre de bañarme.

Esto era al día siguiente de lo que acabo de referir.

Por ocupar aquellas dos horas, entré en una peluquería a que me cortaran el pelo.

Pero después que yo, llegó al indicado establecimiento un respetable señor más bien grueso que delgado, bajo más bien que alto y dotado de una fisonomía redonda, mofletuda, subida de color y rebosando salud por todos sus poros.

Nada de esto llamó mi atención, pero había en aquel caballero un no sé qué particular, extraño.

Pero lo mas extraño y particular era que yo no caía en lo que podía ser aquel no sé qué.

El buen señor se sentó con la mayor gravedad del mundo a que le cortaran y rizaran el pelo. A cada momento interpelaba al moxo, encargado de la operación, diciéndole que le hacía daño, que trataba su cabello con excesivo desenfado, que Ie daba tirones demasiado fuertes y otra porción de advertencias, que me hacían presumir o que aquel bendito señor era lo más impertinente del mundo, o que el mozo se hallaba dotado de una torpeza mayúscula.

Pero el mozo, en vez de picarse, se contentaba con sonreírse maliciosamente a cada una de las interpelaciones, que le hacía el descontentadizo parroquiano.

—¿Quién es ese caballero? —pregunté en voz baja al individuo que me cortaba el pelo.

—Un indiano, a quien el azúcar se le ha subido a la cabeza.

—¿El azúcar?

—Si, señor; comerciaba en ese género, realizó grandes ganancias y su nueva posición le ha trastornado la cabeza.

—¡Pobre hombre!

—Pero ¿no ha notado V.?

—Encuentro en él algo extraordinario, pero no consigo darme cuenta de lo que constituye ese algo.

—Pues bien, ese algo es ni mas ni menos que ese buen señor, que tanto se queja de que le hacen daño y le tiran del pelo... Pero ¿no cae V,?

—No, hombre.

—Pues, lleva peluca.

—Es verdad, ahora caigo. Vaya una ocurrencia donosa, hacerse cortar el pelo llevando peluca.

Mientras tanto el buen señor, concluida la operación, había pagado y salido. Habiendo acabado también de cortarme el pelo, salí casi al mismo tiempo que él.

Entrome curiosidad por saber quién era aquel tipo, y disimuladamente fui siguiéndole y estudiando sus ademanes, su fisonomía, las personas a quienes saludaba.

Al ir a entrar mi hombre en una casa de la calle del Arenal, salía una muchacha de unos diez y ocho a veinte años, acompañada de una larga y macilenta aya, importada a no dudar de Inglaterra.

No era la joven bonita, pero tenía su rostro tal expresión, había en sus ojos una mezcla de infantil travesura y de ingenuidad y tenían sus movimientos tal gracia y donosura, que inspiraba una simpática atracción que muchas veces la belleza plástica, fría y glacial no logra producir.

Hablaron un momento la joven y el aya con el señor de la peluca, y enseguida este penetró en la casa mientras aquellas continuaron su camino.

Aproximábase la hora del baño, y me dirigí hacia el establecimiento, en que tenía costumbre de tomarlo.

La joven y el aya iban por el mismo camino, y marchaban a pocos pasos delante de mí.

Llegadas a la puerta de la casa de baños, entraron sin vacilar.

—Tiene V. que esperar un momento, dijo el bañero a la joven, la que se sentó en el patio y sacó un libro, mientras el aya desenvainaba otro.

—Cuando V. guste, me dijo el bañero: su baño de V. está desocupado.

En cuanto me convertí en anfibio, empecé a cantar a voz en cuello, a ver si por casualidad la vecina del día anterior reconocía mi voz y quería continuar la conversación, interrumpida

Todo fue en vano, nadie se dio por aludido por mis romanzas, y solo contestaron a mi voz los resoplidos de cetáceo que daba el individuo o individua, que se bañaba a la derecha de mi cuarto.

Estaba ya acabando de bañarme cuando sentí ruido en el cuarto de la izquierda, y a los pocos instantes una armoniosa voz, que me era conocida , se puso a tararear el Cujus Animam.

—Buenas tardes, vecina,

—Buenas tardes, vecino.

—¿Tienes por costumbre el despedirte a la francesa?

—¿Por qué?

—Porque ayer te marchaste sin decir "vuelvo."

—Es que Miss Kate me dijo que era hora de volver a casa.

—¿Sería, por ventura, esa Miss Kate ese espárrago con faldas y tirabuzones, que ha entrado delante de mi?

—De manera que eres la preciosa muchacha del vestido gris, que ha venido delante de mí desde la calle del Arenal. ¿Sabes que me estás gustando?

—Calla, socarrón.

—Callaré, si me dices como te llamas. Tengo una curiosidad espantosa por saber tu nombre. Porque has de saber que todas las rubias me gustan, y que por ti el non plus ultra de las rubias, haría una barbaridad. Con que, ¿cómo te llamas?

—¡Curiosón!

—Vamos, no te hagas de rogar. Si no me lo dices, meto la cabeza bajo el agua y me dejo ahogar estóicamente. Así pues, tu nombre o la muerte.

—Un suicidio. ¡Qué horror!

—Mira que soy tozudo como un aragonés, y que en diciendo una cosa....

—Pues bien, me llamo Eduvigis.

—Vaya un nombre feo que tienes. ¿No es un cargo de conciencia que una niña tan bonita como tú...!

—Gracias, amado pueblo,

—Tenga un nombre de esa calaña.

—Vamos a ver, y tú ¿cómo te llamas?

—Filiberto, para lo que gustes mandar; ni mas ni menos que aquel famoso personaje de la casa de Saboya.

—Me dan tentaciones de escribir una novela, que se titule "Eduvigis y Filiberto, o los misterios de una casa de baños."

—Ya que me has dicho tu nombre, ¿serías tan amable que me dijeses igualmente si el caballero con quien has hablado en la calle del Arenal es pariente, amigo o testamentario tuyo?

—Es mi padre.

¡Sua figlia!

—¡Qué! ¿Le extraña el que sea hija de mi padre?

—No; cosas mas raras que esa suelen verse. Pero ¿se puede saber cómo se llama el autor de tus días?

—Wenceslao Trespicos.

—Como los sombreros de ídem.

—Hazme el favor de no hacer burla de mi padre.

—Con mucho gusto, pero di a ese buen señor que es de mal tono el irse a cortar el pelo, cuando se tiene la cabeza ni mas ni menos que la rodilla.

—Mira que me enfado.

—Bien, me callo; pero dime de una vez ¿dónde vives?

—En la calle del Arenal. ¿No has comprendido que Miss Kate y yo salíamos de casa para venir al baño, cuando mi padre entraba en ella?

—No llega hasta ahí mi penetración.

—Pero ¿qué te importa el nombre de mi padre y la casa en que vivimos?

—Vaya si me importa; como que mañana, sin ir más lejos, tendré el honor de ir a pedir al señor D. Wenceslao Trespicos la mano de su linda hija Eduvigis.

—Ja, ja, ja.

—No te rías; es la pura verdad lo que te digo, y mañana tendrás la prueba de ello.

—Y ¿qué sabes tú, si yo diré que ?

—Eso es cuenta tuya: allá te las hayas con tu conciencia, que no te remorderá poco si dices que no.

—No me remorderá.

—Te digo que sí. Pues es una friolera, mandar con cajas destempladas a un pretendiente, y ¡qué pretendiente! nada menos que D. Filiberto Chaskás, periodista, literato, propietario en Chinchón y miembro de varias sociedades científicas y literarias. Eso sin contar con que el susodicho Filiberto Chaskás, una vez despreciado por ti y no pudiendo soportar la desesperación que le producirá su amor mal correspondido, buscará en la muerte un lenitivo a sus penas.

—Me llama Miss Kate. Beso a V. la mano, señor D. Filiberto Chaskás.

—A los pies de V., señorita doña Eduvigis Trespicos.

III

Por supuesto que lo mismo se llamaba ella Eduvigis Trespicos que yo Filiberto Chaskás.

Aquella misma tarde, hallándome sentado en el Prado, la vi pasar en una elegante victoria con la indispensable Miss Kate. Un vestido color de malva y una diminuta capota de igual color, realzaban la esbeltez de su talle el primero y la segunda la gracia picaresca de su rostro.

Al pasar se mordió los labios por no sonreírse.

Uno de los que estaban conmigo hizo un ceremonioso saludo, que fue contestado con una graciosa inclinación de cabeza.

—¡Qué guapa va Anita Gutiérrez! —dijo uno del corro.

—¿Está pignorada? —preguntó otro.

—Cómo, pignorada!

—Quería decir si es que tiene relaciones?

—Relaciones creo que no pero candidatos a su mano muchísimos.

—A su mano o a las talegas de D. Desiderio, su padre.

Y se dio el punto por suficientemente discutido.

Lo confieso ingenuamente, estaba enamorado de aquella, mujer, con la que nunca había hablado sino a través de un tabique, la que había visto dos solas veces.

A la tarde siguiente dos jóvenes hallábanse sentados a uno y otro lado de una mesa del saloncito de la Pastelería del Suizo: sobre la mesa veíanse dos copas y una botella de pale ale, ya casi vacía. Uno de ellos Iba vestido de mañana; el otro llevaba pantalón y chaleco negro y el ligero gabán gris dejaba ver las solapas del frac.

Debo confesar que el que iba con el ceremonioso traje de etiqueta, era mi humilde persona.

—¿Con que estás decidido?

—Hasta la pared de en frente. Ya sabes mis teorías acerca, de este punto: la mayor parte de los matrimonios son desgraciados, porque los contrayentes han agotado todos los recursos del amor espiritual en unas largas relaciones de muchos meses o tal vez de muchos años, y una vez casados, su imaginación se entrega al descanso como si hubiera ya terminado su misión, y de ahí que el amor sin esas dulces flores, y esos suaves aromas, y esas encantadas melodías, que son su esencia, vaya agotándose poco a poco hasta desaparecer por completo. Yo abrigo la convicción de que el hombre debe hacer el amor a la mujer después de casado.

—Convenido; pero de eso a casarse con una mujer que no conoce uno...

—Es una debilidad el creer que porque uno tenga un año de relaciones con una mujer ha llegado a conprenderla. Así, pues, me parece lo más razonable el que una vez conocidas las buenas condiciones de la familia y de la muchacha, cierre uno los ojos y dé el gran paso.

—Y como eres como Dios te ha hecho, en cuanto te han dicho que Anita Gutiérrez es una muchacha perfectamente educada y de una familia excelente, te plantas el frac y vas a pedir una audiencia solemne a su padre.

—Olvidas el decir que estoy perdidamente enamorado de ella.

—¡Bah! un capricho como otro cualquiera y que pasará en cuanto yo te diga una sola palabra.

—Imposible. Un amor como el mío nada puede vencerle.

—Pues bien, sábelo de una vez. Ese ángel de luz, esa rosa de la mañana....

—¿Es coqueta?

—Mucho peor.

—¿Es... ?

Y me temblaban las piernas al decirlo.

—¿Es poetisa?

—Precisamente.

—Me has muerto. Eso es el colmo de lo horrible.

—¿Vas a pedir su mano?

—Lo que voy es a arreglar mi equipaje para no parar hasta el kilómetro 545.

Averigüe el lector, si quiere, a dónde pensaba yo largarme.

Salí de la Pastelería decidido a hacer inmediatamente mis preparativos de viaje, pero equivoqué el camino y me encontré sin saber cómo en la casa de baños. A los cinco minutos me hallaba en la pila.

—Vecina, dije.

—¿Qué ocurre?

—¿Te gusta Safo?

—¿La ópera o la poetisa?

—Las dos.

—Pues la ópera es la que prefiero entre todas, y en cuanto a la poetisa es un tipo que admiro como sublime.

—¿Serías tú por ventura de la cofradía?

—¿De cuál?

—De la de las poetisas.

—Si el haber hecho algunos versos....

—No digas más. ¡Con que es cierto! ¡Y yo no quería creerlo! ¡Horror! ¡Abominación!

—¿Estás loco?

—Yo creía que eras una mujer, y eres una poetisa, esto es, un ser híbrido, una aberración de la naturaleza. ¡Tres y cuatro veces horror!

Y yo te amaba delirante y ciego. Poetisa infernal, ¡maldita seas!

—¿Te se ha pasado? preguntó Anita-Eduvigis después de Un rato de silencio.

—¿Qué? ¿La desesperación? No. ¿El amor? Sí.

—¿Con que ya no me quieres?

—Si eres poetisa: si eres la musa número ciento veinticinco mil trescientos cuarenta y dos.

—¡Ingrato!

—¡Serpiente de cascabel!

Y se puso a hacer que lloraba.

Yo por mi parte canté aquello de

Eres turco no te creo aunque digas la verdad.

—Calla, troglodita.

—Esta noche me marcho para no volver.

—Pues, adiós.

—Adiós para siempre.

—Apropósito. A las nueve se toma el té en casa. Miss Kate lo prepara de una manera admirable.

—Lo celebro.

—Buen viaje, señor de Chaskás,

—Hasta el valle de Josafat, señorita de Trespicos.

A las siete y media tomé el billete del ferrocarril. pero eso no impidió que a las nueve entrase encasa de D. Fleriberto Gutiérrez, padre de la musa número ciento veinticinco mil trescientos cuarenta y dos, siendo presentado en toda regla por un íntimo amigo de la casa.

Como Anita Gutiérrez y Eduvigis Trespicos son dos perdonas distintas y una sola poetisa verdadera, trató aquella noche al nuevo presentado como si fuese el mismísimo Filiberto Chaskás, literato, periodista y miembro de varias sociedades científicas y literarias.

¿En qué pararán estas misas?

Sábelo Dios, pues yo no digo ni una sola palabra de amor a Anita. Solamente que, algunas veces, cuando ella se sienta al piano y yo me acerco a volverle las hojas, suele preguntarme, con la misma intención de un toro de ocho años, si mi amigo Filiberto Chaskás conserva la misma antipatía por las musas con polisón; y yo la pregunto si su amiga Eduvigis Trespicos sigue haciendo tan preciosos versos como antes.


ENRIQUE FERNANDEZ ITURRALDE.

Enrique Fernández Iturralde Doctor en Administración por la Universidad Central de Madrid (1861). Escritor de cuentos, narraciones costumbristas y poeta. Autor de "Cuentos agridulces" (1870), "Mis Elodia" (1875) y "Por qué está soltero Juan" (1879). En las décadas de los 60 y 70 del siglo XIX publicó diversos cuentos en revistas como El Museo Universal, La Guirnalda y El Globo.

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Nota: los acentos han sido modernizados.