Ir al contenido

En el merendero

De Wikisource, la biblioteca libre.
En el merendero
de Arturo Reyes


Penetrado que hubieron en el cenador, defendido de la curiosidad de los que transitaban por la polvorienta carretera, por una a modo de tupida y laberíntica red de trepadoras y de campanillas azules, sentáronse aquellos tres próceres de los barrios andaluces alrededor de la amplia mesa, no sin antes haberse despojado de las americanas y de los amplios paveros.

El día era espléndido; desde el cenador en que habíanse guarecido nuestros tres famosos prohombres, situado a espaldas del ventorrillo en una de las accidentaciones del monte -un monte pelado y rojizo sobre el que sólo verdegueaban los rústicos pabellones-, divisábase la carretera de la que cada ráfaga de viento arrancaba un remolino de polvo de oro, la arenosa playa donde morían las olas desdoblándose con plácido murmullo; la vía del ferrocarril, que pone en comunicación algunos de los pueblos de la costa levantina, y el mar que fulgía bajo un cielo espléndido, como un inmenso zafiro, surcado por cien barcas pescadoras de blanquísimo velamen.

-¿Quiénes son los que se han metío en el merendero? -preguntó el señor Paco el Berrinche a Perico el As de bastos, mozo del establecimiento.

-Pos los que están allí son el Oblea, el Temblores y el señor Pepe el Castizo.

-Está bien -repúsole con expresión complacida el ventorrillero al ver honrada su casa por tres de los de más fama de los hombres garbosos de la capital, y después continuó:

-Pos a servir a esos tres patriarcas como si ca uno de ellos me fuera a dejar al morir una renta vitalicia.

-Como que tó se lo merecen, como que sueltan esos gachones los chuscos como si fueran bombones.

-¿Qué han pedío?

-Pa encomenzar seis botellas de la Pastora y un ciento de langostinos.

Con razón sintióse satisfecho el señor Paco al ver honrada su casa por aquellas tres altas personalidades, la flor y nata de los hombres jacarandosos y macarenos entre los cuales figuraba como glorioso abanderado el señor Pepe el Castizo, hombre de más de cincuenta años, de pelo gris, de facciones enérgicas, de cuerpo aún lleno de vigor y elasticidades y hombre que, no obstante los deterioros inevitables de sus cinco décadas, aún no dejaba de meter los cimbeles, a veces todavía con no adversa fortuna, cuando alguna hembra hacía llamear los rescoldos en su corazón apasionado.

Durante algunos minutos permanecieron en silencio nuestros tres protagonistas contemplando la perspectiva, silencio que fue interrumpido por la llegada del As de bastos, el cual exclamó colocando sobre la mesa las botellas y la limpia cristalería.

-Vaya seis botellas de bársamo de Podendó, que cura hasta el salpullío.

-Te advierto que como no sean de las de chipé, vas a tener que salir pa la Argentina.

-Si usté supiera lo que le he temío yo siempre a la mar -repúsole al Castizo el As de bastos al par que descorchaba las botellas.

Cuando se hubo ido el mozo, llenó las copas el señor Pepe cerrando los ojos para probar su maestría como escanciador y sin que se derramara una gota al hacerlo, y después de entregarle una a cada uno de sus amigos, exclamó levantando la suya y contemplando al trasluz su contenido que brillaba como un topacio:

-Por ustedes, caballeros.

Sintióse el choque del cristal contra el cristal y un momento después apuraban los tres las copas con toda la elegante pulcritud que pudiera exigir el más primoroso y pulido de todos los bebedores.

-No es maluquillo der tó -dijo el Oblea atusándose el recio y negrísimo bigote.

-Ya sabe el señó Paco quién se gasta los cuartos.

-Güeno -dijo sacando la petaca el Temblores y ofreciéndosela a sus amigos- haremos un prajendí, y tan y mientras echamos humo les diré a ustedes qué es lo que yo quería consultarles, caballeros.

-Me parece a mí -repúsole sonriendo maliciosamente el Castizo- que antes que tú nos lo digas me sé yo de memoria tó lo que tú quieres decirnos.

-A clavito pasao me lo sé yo también -dijo el Obleas sonriendo también maliciosamente.

-No diré yo que no sepan ustedes argo del negocio, pero no lo saben toíto.

-Tú lo que ties que jacer es platicar como si nosotros acabáramos de llegar de una de las estaciones de la luna.

-Pos bien -dijo el Temblores, con acento reposado y expresión meditabunda- ustedes saben mú bien que yo ando cuasi en relaciones con Rosarito la Belonera, la hija mayor del señor Curro el Belones.

-Eso jase ya la mar de tiempo que se lo sabe toito er mundo de memoria.

-Pero lo que no se sabe de memoria toito er mundo es que en dispués de estar medio comprometío con ella me he medio comprometío también con Angustias la Serrana.

-Eso no lo sabía yo -dijo el Obleas sorprendido.

-Yo tamién lo sabía -murmuró el señor Pepe mirando socarronamente a su amigo- lo mismo que sé que tú nos has reunío porque tú mismo no sabes si echar pechos arriba u pechos abajo, porque si bien la Belonera es la que más te gusta y a la que tú más quieres, en cambio la Angustias te quiere a tí más que tú a ella y que te quiée la Rosario, y si no es tan güena moza como la Rosario, en cambio tiée tres lagares en la sierra y una casa en el Perché y otras dos en Martiricos.

-Esa es la chipé -exclamó el Temblores al par que llenaba de nuevo las copas- y por eso ha sío el querer yo consultar con ustedes, porque dambos se yo que me habéis de platicar con el corazón en la mano.

-Pos vamos por puntos -dijo el Obleas con reflexiva expresión-; a tí cuál te gusta más de las dos, ¿la Angustias o la Rosario?

-Sus diré; a mí la cara de la Rosarillo me marnetiza, pero me desmarnetizo cuando veo lo alegre de ojos que es con toitos los hombres de güen ver y de güen empaque, y me pongo a echar la cuenta de los guantazos que voy a tener que dar por mor de ella y ná que me parece a mí que si me caso con ella se me va a gastar el pulpejo.

-¿Y la Angustias qué?

-Pos la Angustias no tiée el perfil que la otra, pero en cambio tiée unas jechuras que no puée uno mirarla sin que se seque a uno el velo del paladar y sin que se le corte a uno la respiración, pero lo cierto es lo que dice Pepe, que a mí me quiere más la Angustias, y además que me parece a mí que la Angustias tié los centros de raso tan y mientras la otra los debe tener de muselina morena.

-¿Y dices tú, José, que la Angustias habillela más parneses que la Rosario?

-Pos de juro; si la Rosario no tiée más rentas que la espuma de la mar.

-Pos yo, a cierra ojos me casaba con la Angustias -dijo con aire decidido el Obleas.

-Y yo tamién me casaba con la Angustias -murmuró el señor Pepe repiqueteando con los dedos en una de las botellas.

-Es que -dijo el Temblores- yo le temo más que a un tiro al casarme con una gachí que me traiga más de dos camisas y más de dos pares de chaponas, porque si a mí algún día mi mujer me echase en cara...

Y el Temblores enmudeció arrugando el entrecejo al par que sus ojos fulgían con amenazadora expresión.

-Es que -dijo el Castizo- si la Angustias no tuviera pa costearse una corcheta y la Rosario tuviese una mina en el Perú, yo te aconsejaría lo mismíto porque, tenlo tú mú presente, pa que un hombre sea feliz casándose sa menester que mos quiera nuestra mujer más que nosotros a ella.

-Pero y si algún día vinieran las cosas mal y yo les jurgara a las lagares y a ella se le desazonara el cuerpo...

-Queriéndote como ella te quiere ya puées tú jacer lo que te dé la repotentísima gana, que pa la gachí que quiee a su hombre, pa esa no hay más colores que el rosa si es de su hombre de quien se trata; y conste que no te hablo yo de memoria, que esto que te aconsejo yo, yo lo jice en su día, que parneses y no pocos parneses tenía tamién mi probetica María de los Dolores.

Y al decir esto un hondo suspiro brotó en labios del Castizo por cuyos ojos resbaló una ráfaga de melancólica tristeza.

-¿Y no te echó nunca ná en cara tu María de los Dolores?

-¿Ella en cara a mí? Yo entonces era un chaval cuasi, un chaval más loco que una yegua y aficionáo a tó lo que más le gusta al cuerpo, y por tanto creo inútil decírles a ustedes que a los dos años de casao había hecho polvo un corralón y dos solares y un almendral en Almogía, y que mi probe gachí que estaba acostumbrá a que le llevaran cuasi la cola, tuvo que andar durante una temporá pasando más fatigas que un asmático, y fregando y barriendo y lavando y jasta quitándose el pan de la boca pa que no me lo comiera.

-¿Y nunca te dijo naíta? -le preguntó el Tembloroso al Castizo, cuyo acento parecía brotarle del corazón empapado en lágrimas.

-¡Decirme!, ¿qué diba a decirme a mí la probetica mía? Pa saber quién era mi María de los Dolores no hay más que preguntárselo a mi compadre el Tocinero, que por haberse metío una vez en camisa de once varas, desde dos años antes que recogiera Dios a mi María no pudo volver a poner un pínrel en mis cubriles.

-¿Y eso? -le preguntó al Castizo el Oblea mirándolo con interrogadora expresión.

-Pos eso pasó porque un día que fue a buscarme, cuando yo ya había vendío jasta los clavos, en una temporá en que ni pa Dios acertaba yo una carta, llegó mi compadre a mi rincón y como al hombre le dió pena de ver a mi María que era más bonita que el sol, cuasi como estaba Eva en el Paraíso y sin tener ni una silla en que sentarse...

-Vamos, no platiquemos de esas cosas -exclamó en aquel momento el Temblores al notar cómo se le humedecían los ojos al señor Pepe el Castizo.

-Güeno -dijo éste con voz más firme tras un breve silencio-, lo cierto es que a mi compadre al ver aquello se le ablandaron las entrañas y encomenzó a decir que aquello era un contra Dios y que yo estaba pidiendo a voces un grillete, y, camará, nunca lo hubiera dicho; al oírlo mi María se revolvió contra él como una fiera diciéndole que yo era más güeno que San Juan Evangelista, y que sí yo me había gastáo los cuatro ochavos que tenía, no había sío en vicios, sino que lo había perdío en malos negocios y que ella era tan feliz que no se cambiaba ni por la reina de España, y que no quería golver a verlo a él en mi casa, y ná, que no púe yo conseguir que lo indurtara, camará; tan no lo conseguí que no gorvió a cruzarse su palabra tan y mientras vivió con la de mi compadre Antonico el Tocinero.

-Por vía e la Virgen, que no hemos venío aquí a que se nos errita el corazón exclamó el Oblea empuñando una de las botellas.

-Sí, jéchame vino -díjole el Castizo con acento emocionado.

-Pos no se platique más del asunto -dijo el Temblores con acento decidido, y ya saben ustedes que de aquí a dos o tres meses me caso con Angustias la Serrana.

Y resonó de nuevo con argentinas vibraciones el cristal al chocar contra el cristal, y una hora más tarde no hubiera sido prudente penetrar en aquel merendero defendido de las miradas curiosas de los transeúntes por un a modo de laberíntico cortinaje de verdes trepaderas y de campanillas azules.