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En la cárcel

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En la cárcel
de Teresa Claramunt

He padecido tanto, no se si podré coordinar mis recuerdos; pero mi buen deseo seguramente me permitirá llenar este penoso cometido, procurando que mi relación sea exacta y lo más concisa posible.

El día 14 de Junio de 1896 tuve que abandonar la humilde casa en que vivía con mi compañero Antonio Gurri. La guardia civil nos detuvo en Camprodón y practicó en mis muebles un minucioso registro, que más bien parecía un saqueo. Este acto produjo en nuestro ánimo una impresión penosa y no pude contener mis lágrimas al ver que se nos trataba como si fuésemos unos facinerosos, de los que no se podía esperar nada bueno.

Cuatro días después de mi detención y cuando se hubieron cansado de marearme con preguntas irritantes, llevándome del juzgado al gobierno civil y de ceca en meca, me vi separada de mi compañero é ingresé en la cárcel. En ésta me hallé con unas infelices mujeres detenidas como yo á consecuencia del crimen de la calle de Cambios Nuevos.

Los hierros candentes aplicados á los muslos del infortunado Nogues no le causaron quizá un dolor tan horrible como el que padecieron aquellas desgraciadas mujeres, que en su mayoría eran madres.

-¡ Mis hijas en la calle sin pan ni albergue ! exclamaba una de ellas, presa de mayor desesperación. Se perderán, se perderán y no volveré a verlas ! repetía llorando con desconsuelo.

- ¡ Las mías también! Gritaba otra, derramando abundantes lágrimas. ¡ Las llevarán al Hospicio y las matarán porque no saben rezar! ¡ Pobres hijitas, pobres pedazos de mí corazón!... Y sin poderlas ver... y seguía sollozando.

Todo esto lo presenció sor Juana, superiora de las hermanas de la cárcel; pero no se inmutó siquiera demostrando la perversidad de sus sentimientos, que aun se evidencia mejor con lo que vamos á transcribir.

Y fué el caso que una de aquellas mujeres se dirigió á la superiora en tono de súplica, diciéndole:

-Por Dios, sor Juana, déjenos ver á nuestros pequeñuelos! ¡Somos inocentes !

-No puede ser, es imposible, respondió fríamente la hermana; no son Vds. casadas, son malas y es menester se vuelvan buenas...

Se nos trataba peor que á depravados criminales . Para nosotras no había cama, ni comunicación, ni enfermería, ni respeto, nada.

¡Cuánto sufrí moralmente durante los tres meses estuve en la cárcel! ¡ No puede concebirse! Mucho se ha hablado y con razón de los tormentos materiales, pero de los morales no hay nada escrito y sin embargo han causado muchas víctimas y han dejado profunda huella en muchos organismos.

¡Cuánto sufrí y cuánto sufrieron mis compañeras durante nuestro cautiverio! Un día entró en calidad de presa una pobre vieja, más muerta que viva, y que lloraba amargamente.Nosotras las que estábamos detenidas como anarquistas fuimos a prestarle toda clase de consuelos, que bien los necesitaba. Calmada algún tanto, nos preguntó:

- ¿Por qué están Vds. presas?

- Por un crimen que no hemos cometido. Por una bomba que la policía debe saber quien la echó.

- ¡Qué! ¿son Vds. de las que suben á Montjuich ? ¡ Virgen santa! dijo con pena la anciana ¡ si supierais como les martirizan! Mi hija tiene relaciones con un militar que está en el castillo, y se halla ahora enfermo por haber presenciado los martirios que se hacen con unos hombres que están á disposición de la guardia civil.

El efecto que nos produjo el anterior relato no es para ser descrito. Aquella noche tuve una horrible pesadilla. Mis compañeras me despertaron y noté que alguna lloraba.

Después oí la voz de la anciana que nos había comunicado lo que ocurría en Montjuich y que decía: ¡Pobres muchachos! ¡ qué gritos daban de ¡asesinos! ¡soy inocente! ¡ no me atéis tan fuerte! ¡vosotros sois los autores!.Yo no me acordaba de nada, y noté que había llorado; el pecho me dolía, tenía fiebre.

EN MONTJUICH

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Al día siguiente, á las ocho de la noche, fui trasladada al castillo de Montjuich. Una pareja de la guardia civil de á pie y tres de á caballo, al mando del teniente Canales, me custodiaban.Llegué muy pronto, con mi escolta al castillo, y estuve unos instantes de pie ante unas puertas que creí serían calabozos.Como presumía que allí estaba mi marido, tosí con toda mi fuerza. Al poco rato contestaron con una tos parecida a la mía y por la que reconocí la voz de mi esposo.

El teniente Canales hizo entrega de mi persona al capitán ayudante. Este miserable había comprendido lo significativo de mi tos, y con muy talante me dijo que le siguiera y me encerró en un inmundo calabozo, señalado con el número 2.

Maquinalmente me senté en un jergón que había encima de unas tabla y empecé á sentir un cansancio que aun no había notado. Había subido la cuesta sin descansar, llevando á hombros un grueso lío de mi ropa y otros efectos, y dado mi estado débil y la sensación que experimenté al entrar en el castillo, me hallaba en extremo abatida.

Largo rato llevaba sentada y casi aletargada cuando de pronto oí una voz que llamaba muy quedo: Señora, señora... Levanté la vista y noté que por el postigo de la puerta se asomaba un rostro varonil, y pude observar que de los ojos del que me venía a verme se escaparon algunas lágrimas. A renglón seguido me preguntó:

¿Por qué la han traído presa?.

No lo sé, respondí. También lo están mi esposo y otros.Por temor á que nos sorprendieran nos despedimos, prometiendo mi visitante darme noticias de mi esposo y que si era reservada me comunicaría datos de gran interés.

Aquella misma noche se abrió de nuevo el postiguillo. Era mi visitante que me traía noticias de mi marido y de mis compañeros y me explicó a grandes rasgos los tormentos á que habían sido sometidos algunos presos.

<<Ya han hecho el autor y los cómplices.>>

Pasé dos ó tres días relativamente bien. Sentía cierto bienestar por haberme sustraído al yugo de las hermanas de la cárcel. Mi calabozo era malísimo, húmedo, lleno de ratones y moscas, el jergón tenía muchos piojos y otros insectos repugnantes que en verdad confieso que me molestaron mucho; pero así y todo, prefería esto á la cárcel porque estaba cerca de mi esposo, tenia noticias suyas y contaba con un protector que me había prometido visitarme y darme detalles siempre que le fuera posible. Esto hacía que, en medio de mis congojas, y mi afán por saber la desgracia que les cabía á mis compañeros y el temor de que á mí me tocara la misma suerte, estuviese animada, sintiéndome con fuerza para sufrir con serenidad todos los contratiempos que viniesen.

Una vez, cuando aún no habían transcurrido tres días, estuve toda la noche de pie y junto á la puerta; sentía y tenía sueño. Cuatro noches hacía que no había cerrado los ojos con el miedo a quedarme dormida y no poder recibir las noticias del día.

Transcurrió la noche y mi comunicante no vino; al día siguiente tampoco y esto me tenía turbada. Desde este día noté‚ que en la guardia había más movimiento, más ruido.

Así pasaron seis noches

¡Que sufrimiento el mío! ¡Que ideas más tristes acudían á mi mente! ¿Sería una estratagema de los inquisidores para tener un motivo de acusación y someterme al tormento? ¿Ó estaría él castigado? ¿ Ó sería que el centinela paisano suyo que vigilaba mientras él hablaba le había traicionado? ¡ Que tortura tan horrible!...

A los seis días me cambiaron de calabozo; estaba muy enferma. Tres días hacía que estaba en el nuevo calabozo y oí llamar la puerta. Eran las dos de la mañana. Me incorporé‚ y fijé en la puerta una mirada. Llamaron de nuevo, salté del lecho y me acerqué‚ presurosa al ventanillo. Era él; ¡pobre muchacho! La alegría que sintió al verme no puede imaginarse; la mía no fue menor.

Lo primero que hizo mi amigo fue disculparse. Díjome que habían sido castigados dos soldados por el delito de hablar con los presos; que su paisano había tenido que ir al hospital, y que por este motivo no había podido venir.

<<Hoy he procurado me tocase de centinela aquí y lo he logrado.>>

¿Por qué repetir lo que hablamos durante las dos horas que duró nuestra conversación? Estoy segura de que mientras viva no habrá olvidado los consejos y advertencias que le hice, pero yo tampoco olvidaré jamás las demostraciones de respetuoso cariño que me prodigaba; están grabadas en mi corazón estas palabras que con ingenuidad me dijo:

<<La quiero á V. como á mi madre; se le parece á V. mucho; haré por V. lo que pueda, lo que haría por ella.>>

-Gracias, le dije, estrechándole la mano, que con dificultad pasaba por la reja.

A los quince días me trasladaron á la capilla; el calabozo que yo dejé lo ocuparon después Gana y Juan Bautista Ollé.

Otra impresión muy dolorosa fue para mí el verme encerrada en aquel tétrico lugar, donde pasaron su última noche los desgraciados seres sobre cuyos cuerpos pesa aquella fatal sentencia. Al pie de mi cama pude leer las firmas de mis compañeros en ideas, Archs y Sabat. Detrás de una puerta y escritas con lápiz, había algunas líneas firmadas por Sirero ! ; al extremo de otro cuartito, también estaba impreso en la pared, al parecer con un vidrio, un ¡ viva la vida! ¡viva la anarquía! En los primeros días de estar encerrada en aquel calabozo, lloré mucho; y no era el miedo el causante de mis lágrimas, sino el recuerdo de mis malogrados compañeros asesinados vilmente en los fosos maldita fortaleza . (sic)

A los pocos días llegó hasta mí el rumor de que iba á ser fusilada por inductora; llegué á creerlo: mas no por eso desmayé un momento, al contrario, tal creencia avivó más mi amor del ideal querido.

Sentía la pena que experimentan los vencidos, y lamentaba también que mi joven existencia me fuese arrebatada sin habérsela antes disputado á los verdugos.

Se me olvidaba decir que á los pocos días de mi entrevista con aquel buen muchacho, cambiaron la guarnición, y que por tanto estuve unos días sin recibir noticia alguna. Pero á medida que nuestra inocencia iba acreditándose, salían de las filas de aquellos autómatas vestidos de rojo, seres de corazón y conciencia, hombres al fin, que, conocedores de la horrible tragedia que se representaba en las mazmorras de aquel castillo, exponían, con una generosidad sin límites, su carrera y hasta su cabeza para servir á los que impíamente se quería sacrificar el odio del moderno Santo Oficio. Los periódicos llegaban hasta nosotros, las noticias eran transmitidas de un calabozo á otro con una rapidez extraordinaria. Horas tan angustiosas pasábamos, tales impresiones dolorosas recibíamos, que á buen seguro hubieran minado nuestra existencia, á no ser aquellos ratos de grata emoción que sentíamos, satisfechos de poder burlar la vigilancia de que éramos objeto gracias á un buen jefe que hizo cuanto pudo en pro de la justicia.

En una ocasión vi á nuestro compañero Gana y pude apreciar los tormentos á que había sido sometido, pues presentaba los dedos gordos de ambos pies, el uno con la uña arrancada y amoratada la del otro, y muchas heridas producidas por el látigo y las manillas. Me enteré además de otros detalles del crimen de lesa humanidad cometido por los representantes de la ley. Gana y yo nos pusimos de acuerdo para podernos comunicar impresiones (Hay que advertir que casi siempre fuimos vecinos de calabozo).

Llegó el día del careo con mi acusador. La presencia de aquel desgraciado fué para mi un golpe terrible. Aquel ser que ante los infames Portas y Marzo repetía la... acusación, se hallaba convertido en un espectro; esta acusación carecía de fundamento.

¡Y pensar que aún hay quien se atreve á negar los tormentos! No había más que ver al que nos acusaba... Su cara abotagada, su mirada completamente extraviada, su boca partida, sus muñecas descarnadas, su cuerpo... ¡cómo estaría su cuerpo, que ni un ligero movimiento podía hacer que no le obligase lanzar un gemido, ni siquiera pudo encorvarse para firmar su declaración! probaban hasta la evidencia aquel aserto. La dura impresión que sentí ante tan desgarradora escena, sólo propia de la época de Torquemada, me produjo un accidente nervioso que me duró muchas horas.

Llegué al calabozo, caí al suelo y al volver en mí me hallé fría; á duras penas, arrastrándome, pude llegar hasta el jergón y cubrirme con la sucia manta.

Fui trasladada después á otro calabozo, en el que estaba algo mejor. Un día noté gran movimiento y ví que mi esposo y otros compañeros eran conducidos disposición de los.....civiles. ¡Qué espanto el mío! comprendí que nos tenían un odio terrible, porque no sabían como nos las componíamos para hacer salir y entrar tanta cosa á despecho de la vigilancia y rigor desplegados; así es que me incliné á creer que aquellos hombres serían martirizados para hacerles declarar los nombres de los que nos protegían. ¡ Qué sufrir ! ¡qué desesperación la mía ! Un nuevo incidente puso en peligro mi vida. Tan enferma y sola, sin tener quien me trajera un poco de agua para calmar mi ardiente sed ocasionada por la fiebre... Por fin gracias á un alma generosa, un sargento, al que por sus heroicos hechos á nuestro favor, Gana y yo llamábamos el Angel, pues además de servicial y desinteresado era de aspecto simpático, más bien hermoso; por él, pude saber que no había novedad, para conocer tan grata noticia tuve que estar dos noches sin dormir, en pie y casi pegada á la pared del calabozo. Sensación tras sensación, unas que suavizaban algo las otras, y por fin llegamos al día en que ponerse en escena la tragedia, llamada consejo de guerra.

¡Qué acto incalificable! ¡cuánta razón nos daba á los que consideramos absurdo todo eso que hoy impera! La farsa más infame y la cobardía más refinada quedaron allí. El segundo día tuve que pedir á los verdugos reservado, pues sentía una necesidad, que no podía ejecutar delante de los hombres que estaban en mi calabozo. Entonces el verdugo Parrillas llevóme al cero, donde había un zambullo. Al verme en este lugar, que era donde se aplicaban los martirios, sentí que la sangre afluía á mi cabeza, y por el estado nervioso en que me encontraba, no pude efectuar la necesidad por la cual me condujeran allí, y estuve muchos días sin que se borrase de mi mente la dolorosa impresión que me había causado la vista de aquella mazmorra inquisitorial.

Cuando estuvimos en presencia del fiscal, éste, que de seguro debía desconocer hasta los más rudimentarios principios de humanidad, nos insultó llamándonos monstruos y dijo que cerraba los ojos á la razón.

Tuvimos que hacer uso de todas nuestras fuerzas para aparecer impasibles los cinco días que duró aquella triste comedia.

Durante el tiempo que estuve esperando el fallo del tribunal, sufrí lo que no es decible... y llegó, pero terrible, condenando á cinco inocentes á la última pena. ¡Que alegría para los verdugos! ¡La burguesía quedaba complacida!

Entonces me trasladaron á la torre del vigía, quizá con el objeto de que presenciara la escena final del repugnante drama. ¡Miserables!.

Pocas horas después de haber puesto en capilla á los inocentes reos, el cabo Botas y Estorqui subieron á la azotea con el desdichado. Por una de las rejas de mi improvisado calabozo vi á Ascheri, en el momento en que sus verdugos estaban tendidos sobre el borde de la azotea contemplando los huertos. Ascheri me miró y yo 1e hice una seña significativa y entonces se echó á llorar, y como los sayones advirtieran algo, lleváronsele al momento.

Por la tarde las familias de los cinco reos subieron á dar el último beso á sus queridos deudos, y un enjambre de policías se colocaron junto al puente levadizo que da entrada a la fortaleza. La familia de Más y la hermana de Nogués al salir del castillo se vieron asediadas por los polizontes, á los que dieron larga audiencia. Yo sufrí tanto al ver aquello que de buen grado hubiera reñido á las desgraciadas mujeres. En esto llegó un coche que conducía á dos monjas y otras tres mujeres que debían realizar cierto acto para dar gusto á varios jesuitas de levita y al tigre Marzo, que con rostro placentero habían entrado ya en el castiIlo. Supe lo que se preparaba y lamenté mucho la debilidad de aquellas tres pobres mujeres. Sentía coraje, pena, compasión; no sé lo que pasó por mi mente.

A las nueve salió el coche con las tres mujeres; una de ellas merced a su compañero, no se había prestado a dar gusto á los asesinos.

Al día siguiente, dos horas antes de la fijada por la ley, ya estaban hechos todos los preparativos. Los verdugos, conscientes ó no, estaban dispuestos realizar su vergonzosa obra. Tressols había prometido al inocente Alsina que iría á presenciar la ejecución... y cumplió su palabra. Sólo en casos tales suele ejecutar Vinagret lo que promete. Al entrar en el castillo el jesuita que debía acompañar á las víctimas, se tropezó con ese inspector y se abrazaron cordialmente. ¡Qué de cosas no significaba el tal abrazo!.

Salieron los reos de la capilla y al pasar frente al cuerpo de guardia, que es cuando yo pude verles, noté que Ascheri iba como un autómata, Nogués muy alentado, Molas también valiente, pero vacilaba algo, y Alsina pálido y bastante tembloroso. Más se mostraba tranquilo, pero al acercársele el jesuita con el Cristo, reveló asustarse y se puso nervioso hasta llegar al sitio designado para el fusilamiento... Pocos minutos después, sonó una terrible descarga que me hizo i llevar las manos á la cabeza, porque creía que también en mi cráneo había penetrado el plomo asesino; algunos tiros más remataron las inocentes víctimas del odio jesuítico-burgués... El aire nos transmitió el eco de las montañas que repetían un ¡muera la inquisición! y un ¡viva! al ideal por el que aquellos hombres se habían sacrificado valientemente."