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En la cama y en la cárcel

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En la cama y en la cárcel
de Arturo Reyes


No era el convencimiento que tenía Curro de que aquella pícara enfermedad concluiría por llevárselo en la tertulia al camposanto, lo que le causaba más pena. Su pena más profunda causábasela su pensamiento, que le decía:

-Ya puedes despedirte, medio cojo, medio manco, medio ciego y medio paralítico de todito cuanto era tu gusto y tu recreo. Dile ya adiós para siempre a tus tan jaleadas gallardías, a los ímpetus belicosos de tu carácter, a la banca donde pagaban sin regateos la habilidad suprema de tus manos; a las hembras de tronío que al verte pasar entornaban graciosa y maliciosamente el párpado y decíanse las unas a las otras con ponderativas expresiones:

-Valiente vivo va por ahí. ¡Aónde caiga ese aguacero!

Muchos días llevaba en cama y pocos, bien pocos, amigos habían ido a darle un apretón de manos; esto demostrábale al pobre Curro el Cachete que su dolencia debía de ser de las que concluyen por pedir a voz en grito los auxilios espirituales; además, la Gorgoritos íbase convirtiendo en otra para él. Cuando le llevaron, a puñados casi, al darle el ataque los amigos a su casa, según le decían, por poquito si se desmaya la Gorgoritos, creyendo que se trataba de tina puñalada en el hígado o en una ingle o en mitad de la tabla del pecho; pero cuando se enteró de que se trataba de un simple ataque de parálisis, se templó algo su congoja.

Después, durante varios días, no tuvo queja de ella el Cachete: la Gorgoritos no separábase de su lado más que para ocuparse al galope de sus más indispensables quehaceres domésticos; no se acostaba, dormía a ratos en una mecedora junto a la cama, confortábale el espíritu hablándole de cosas agradables, entreteniéndole con los chismes de la vecindad, y hasta, desde una tarde en que él púsose mohíno al verla encorsetada y con flores en el pelo, había renunciado a toda coquetería y veíala siempre de trapillo y sin avalorar con adorno alguno sus irresistibles encantos.

Después había notado el Cachete un cambio brusco en su conducta: la Gorgoritos estaba alegre, brillábanle los negrísimos ojos como en los días más felices, como en los días aquellos en que él cantábale sus amores en murcianas y soleares en el hondilón del Canela; además, procuraba acercársele lo menos posible; siempre tenía un motivo para justificar su alejamiento; era mucho lo que tenía que hacer; la pólvora íbase acabando de modo alarmante; ya las reservas estaban casi todas en casa del boticario; además, las cuatro joyas de alguna valía estaban a buen recaudo en casa de agüelito y pronto, de seguir la cosa como iba, tendrían que irse el uno al hospital y la otra a que le diera el relente en Martiricos.

Curro comprendía todo esto, presentía algo que le llenaba el corazón de frío, y una tarde en que a solas con sus amarguras pensaba lleno de ira y sentimiento en el desvío de la hembra que tan mal le pagaba sus sacrificios:

-¿Se puée pasar?-preguntó desde la puerta el señor Juan el Cachiporra, el cual, al oír la voz gutural y ronca del paciente dándole la solicitada venia, penetró en la estancia, con paso torpe y lentísimo, como si costárale ya trabajo arrastrar el peso de su piel arrugada y de su ya caduca osamenta, y llegado que hubo junto a Curro, posó en éste sus ojillos grises con expresión de piedad infinita y exclamó con acento quejumbroso y sin poder ocultar sus impresiones:

-¡Por vía e la Malena, Curro de mi corazón, y lo que son las enfermeaes y cómo se ha comío la tuya lo mejor de tu presona!

Curro, no obstante la alegría que le causaba la inesperada visita de su viejo pariente, no pudo evitar, al oirlo, un gesto de desagrado.

-Sí, estoy muy cambiao. ¡Pero que de plata en cobre!-murmuró con acento ronco y sombrío.

Sentóse el Cachiporra, y tras mirar de hito en hito durante algunos instantes al enfermo con aire preocupadísimo, díjole a éste con acento un tantico tembloroso:

¿A que no sabes tú por qué he vinío yo hoy? Y pos bien-continuó al ver que el enfermo permanecía silencioso-: si yo he vinío, he vinío porque la Gorgoritos acaba de dir a mis cubriles...

-¿A su casa de usté?-exclamó Curro, incorporándose bruscamente en la cama-.¿Pos aónde está la Gorgoritos?

El tío Cachiporra se hizo todo orejas para poder entender lo que el Cachete le decía con voz gutural y ronca, y con los ojos bajos y alisando con las uñas el ribete del mugrientísimo sombrero y con acento un tantico emocionado le repuso:

-Pos sí, a mi casa. Y es natural y eso no tiée na de extraño: la probe ha llegao aonde ha podío llegar..., y no hay reló ar que no se le arremate la cuerda... Y como no era cosa de dejarte solo..., por eso fue a mi cubril y me dijo: «Yo no pueo aguantar más y me largo a Cáiz... y...»

Y el tío Cachiporra tuvo que cerrar los labios en aquel momento: el Cachete habíase incorporado rígido, descompuesto, en lucha tremenda con su organismo en ruinas; de una manotada había despedido de sí la cobertura y descubierto su cuerpo escuálido y sudoroso, haciendo desesperados esfuerzos por arrojarse de la cama.

En las jieles, como él decía, viose el pobre señor Juan para meter en cintura al Cachete, el cual, vencido al fin, se dejó caer sobre el lecho, y un sollozo profundo brotó de su garganta, y las lágrimas surcaron sus demacradas mejillas.



II

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El señor Juan, al salir de la casa de Curro, dirigióse a casa de Rosario, la abandonada mujer del Cachete. Rosario vivía en calle de los Cristos, cerca del lavadero donde se ganaba honradamente la vida desde la noche aquella en que su Curro hubo de izar el ancla para irse a vivir con la Gorgoritos.

Rosario, a querer, hubiera podido vivir sin tener que pasarse los días, lloviera o venteara, sobre uno de los lebrillos del lavadero; el Cachete había querido pasarle un diario, pero a la primera remesa habíaselo devuelto ella con un mandadero al que ella habíale pagado previamente el mandado.

Y a querer también, hubiera podido vengarse Rosario de su marido, que como dueña y señora que era de su cuerpo gentil y lleno de tentadoras arrogancias, de ojos oscuros, grandes y acariciadores; de pelo rubio y abundantísimo, de tez ligeramente atezada y, además, de una cara llena de ángel y de rocío, de una voz grata y rítmica, fueron muchos y de los de más cartel los mozos del barrio que habíanse dedicado a cimbelearla sin lograr elevar sus pendones en la inexpugnable fortaleza.

Rosario, que había nacido para ser buena y que no lograba arrancarse del corazón la imagen del único hombre amado, refugióse en brazos de su madre a llorar sus amarguras, y cada vez que algún rondador empezaba a zumbarle en los oídos promesas tentadoras y acariciadores propósitos, revolvíase iracunda y desdeñosa, y respondíale de modo tal que no quedábanle ganas a ninguno de sus pretendientes de volver con el recado.

Y desdeñando ofertas y llorando sus pesadumbres en los brazos de su vieja, ganándose el sustento en el corralón de Los Cristos seguía Rosario, cuando una noche en que, rendida por el trabajo y acongojada por la enfermedad del Cachete, de la cual desde un principio había tenido noticia, dormitaba reclinada contra la pared sin osar hablar a su madre de lo que le dolía en el corazón, empujó suavemente la puerta de la sala el Cachiporra y sin, en aquella ocasión, solicitar el necesario permiso, colóse de rondón en ella, con el sombrero encasquetado hasta casi los ojos, las manos en los bolsillos de la cien y cien veces zurcida chaqueta y la cara triste y la expresión meditabunda.

-Que Dios se las dé a usté mu güenas-exclamó la señora Frasquita con acento malhumorado-. ¡Pos ni que entrara usté en un gallinero!

-¿Qué es lo que le trae a usté por aquí?-preguntóle Rosario, algo alarmada por la inesperada visita del Cachiporra.

Este sentóse sin responder entre ambas mujeres, y después, dirigiéndose a la segunda, díjole con acento triste y embarazada actitud:

-Vengo a platicar contigo. Yo sé que tú tiées er corazón del de dieciocho quilates, y como lo sé..., pos velay tú..., por eso he vinío.

-¡Pos como no platique usté más claro, agüelito!

-Más claro platicaré. ¿Tú sabes de aónde vengo ahora mismito?

-Der Coto de quitarse la caspa-refunfuñó la vieja con acento desapacible.

-¿De aónde viene usté?-preguntóle, mirándole con angustiada expresión, Rosario.

-Pos vengo de jacer una obra de cariá, de visitar a un enfermo -repúsole el anciano sin parar mientes en lo dicho por la vieja.

-¡Pos que se alivie u que se muera u que se lo lleve el río! A mosotras qué nos importa-exclamó ésta mirando con ojos centelleantes al recién llegado.

-¿Y cómo está ese enfermo?-preguntóle Rosario tras brevísimo silencio y con voz trémula y como asustada por la presentida respuesta.

-Mal, mu mal, pero que mu mal que está el pobretico mío. A mí, al verle, me han dolío las entrañas; quien le conoció, no le conoce: está jecho un espartico, to en la cara se le güerven ojos y orejas, y aluego como se ve er probe sin naide que le consuele ni le cuide, y se morirá solito en su rincón.... solito, pero que más solo que un palmar, pero que como un perrito abandonao.

-Pero ¿qué me está usté diciendo?... ¿Morirse? Pero ¿está pa morirse? ¿Y dice usté que solito?... Pero ¿y esa mala mujer y esa malita jembra?

-Tú lo has dicho..., ésa es una mala mujer, una malita jembra; en cuantico ha visto la cosa sin compostura... ha agüecao el ala y se ha dío esta misma noche a Cáiz... ¡Probetico Curro, probetico e mi corazón, probetico!

Un silencio preñado de penas imperó en la estancia. Rosario lloraba silenciosamente; la vieja indignábase contra su corazón, en que la piedad vencía a sus justísimos rencores; el señor Juan acariciaba el triunfo.

Curro el Cachete habíase quedado dormido por fin, aún llena de sollozos la garganta, de lágrimas los ojos y pensando en Rosario, en aquella que tanto le quería, y en la Gorgoritos, en aquella a la que tanto quiso.

Y dormido seguía, agitado aún en sueños por el tremendo martillar de sus pesadumbres y su abandono, cuando abrióse silenciosamente la puerta de la sala, por cuyo balcón penetraba la luz de plata de la luna invadiéndolo todo con sus celestes claridades, y entró en ella Rosario. Pálida y temblorosa, acercóse al lecho, y tras contemplar el semblante del hombre amado durante algunos instantes,

-¡Pobretico, pobretico mío!-exclamó, no pudiendo aguantar los impulsos de su pena y su cariño, y aprisionando a Curro entre sus brazos, besóle con desesperado ahínco en la sudorosa y calenturienta frente.

Y abrió sus ojos Curro, y a la luz de plata de la luna vió el rostro bellísimo y conmovido de la que fue su compañera, y no pudo proferir una frase, y se reclinó llorando en su seno, mientras también en la puerta de la sala enjugábase los ojos el señor Juan el Cachiporra en la manga de la zurcidísima chaqueta.