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de Arturo Reyes


La mañana era espléndida; doraba el sol el brillante escenario, y una brisa fresca nos compensaba de las abrasadoras del expirante estío.

-Buenos días -exclamó Dolores la larampera, colocando su cántaro sobre los bordes del pilón de piedra, donde aguardaban turno, en correcta formación, los de sus compañeras, que sentadas sobre el muro que sirve de parapeto al Arroyo de los Ángeles en sus poco frecuentes crecidas, charlaban alegremente luciendo al sol, a más de los atractivos con que las dotara el Supremo Hacedor de todas las cosas, sus vestidos de pobre urdimbre y de tintas tan vivísimas, que bien podían competir con los de las fragantes flores con que adornaban sus bien alisadas cabelleras.

-¿Cómo tan tarde? ¿Es que has estao esta noche de imaginaria? -preguntole la señora Rosario la Lechuguina, una de las más caracterizadas ex buenas mozas del barrio, hembra que apenas si conservaba ya huellas visibles de sus pasados esplendores.

-Calle usté, si es que esta mañana, casi entre dos luces, se me vino a la reja mi pájaro bobo y pegó la hebra, y como cuando empieza nunca arremata, ¡pos velay usté!

-Y hasta ahora no ha izao el ancla ese guasón de cuerpo entero, ¿verdá?

-¡Que si quieres! Allí está aguardándome. ¡Cualquier día se va él sin que yo le dé la consirna!

-Y oye tú, a propósito de tu Don Perma -díjole la señora Rosario, llevándose aparte a la muchacha-. ¿Me quieres tú jacer el favor de decirme ya de una vez si tú quieres o no quieres al Niño de los Espolones?

-¿Que si yo quiero a mi Niño? ¡Qué pregunta, chavó! ¡Pus no lo he de querer! ¡Más que a mi vía! ¡Señá Rosario, más que a mi vía!

-Pus entonces, so arrastrá, ¿por qué eres como eres? ¿Por qué te gusta tanto jacerle perder el punteao a toítos los que te salen por carceleras o por siguirillas gitanas? ¿Por qué le has de jacer cara a toíto er mundo? ¿No comprendes, loca der to, loquita perdía, loquita de remate, que eso es jacer méritos pa que un día tenga el de los Espolones un enganche con cualisquiera Y pase una esaborición entre dambos y al tino le tengan que racionar en la cárcel y al otro que pespuntearlo en donde to lo mangonean los forenses? ¿No comprendes tú que eso es cargarse lo que se llama una malita faena?

-Pero ¿a qué viene to eso, señá Rosario? ¿Quién la ha pensionao a usté hoy pa que me alevante tantísimo farso testimonio?

-Es que como te quiero mu bien, muchas veces sueño con tu presonita, y esta noche pasá he ensoñao contigo.

-¿Y qué es lo que ha ensoñao usté, seña Rosario?

-Pos lo que he ensoñao ha sío que un tal don Paco, un injerto de litri y de matón, un mozo más malo que un tiro en la ingle, un mixto de gótico y macareno, que lo mismo se baila un chotis que se da dos cortes u dos mil con el lucero matutino, un martes en día trece, una mala hora, en fin, te había puesto los puntos, y que tu, sin saber con quién te dibas a gastar los cuartos, y por vaniosa que eres, empezabas a darle cuartel, y yo, naturalmente, al ensoñar esta malita cosa, como es mucha la voluntá que te tengo, pos empezó a rejelearme la boca saliva, y si no hubieras vinío hoy por agua a la fuente, hubiera dío yo en busca tuya, pa decirte lo que te digo, que sa menester que cortes por lo sano, no vaya a ser cosa que aluego resurte más grande lo roto que lo hilvanao. ¿Tú te enteras?

-Por entera, señá Rosario, y estimando. ¡Y yo le juro a usté que en cuantito se me vuelva a arrimar ese mal guitarro, se le va a saltar la prima y se le van a aflojar los bordones!

-Eso es lo que sa menester, y asín no pasará lo que podría pasar, que no es el de los Espolones ni manco ni triste, y menos tratándose de ti, que eres pa él las alas de su corazón y la alegría de su pensamiento.

-Tiene usté razón, muchísima razón. Pero yo le prometo que de hoy pa lante no va usté a tener que darme más buenos consejos, señá Rosario.

-Pos vámonos ya pa allá, que está ese enjambre que rabia por enterarse de lo que estamos platicando.

Y la señora Rosario miró a hurtadillas el animado corro de mozas, todas las cuales, sin duda, hubieran dado un ojo de la cara por enterarse de lo que hablaban la señora Rosario la Lechuguina y Dolores la Jarampera.


II

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Ya habíale tocado el turno a Dolores, y ya había ésta colocado su cántaro bajo el chorro cristalino que arrojaba por entre sus labios de piedra una maltratada cariátide, cuando...

-Por allí viene don Paco -dijo Pepita la Bullanguera al ver desembocar por la esquina al famoso injerto de litri y de marqués de quien, de modo tan poco lisonjero, acababa de ocuparse la señora Rosario la Lechuguina.

-¿Qué será lo que traerá por estos aguaeros ese pajarraco? -exclamó la Tripicallera.

-Pos pa comerse la partía de lo que busca no sa menester preguntárselo a ninguna jechicera -repúsole, al par que miraba maliciosamente a Rosario, una chavalilla escuálida y de ojos negrísimos y luminosos.

-Buenos días, prodigios -exclamó en aquel momento don Paco llegando frente al pintoresco grupo, y después, dirigiéndose lenta y gallardamente hacia Lola, se detuvo ante ésta, echose el sombrero atrás y díjole, entornando los ojos y poniendo en su voz las más dulces y acariciadoras de sus inflexiones-: ¡Lo que yo he corrido por llegar a tiempo de que me dé beber en su cántaro la más graciosa de toítas las Samaritanas!

Dolores fue a contestarle, pero tropezaron sus ojos con los de la señora Rosario, posados en ella con severa expresión, y dando media vuelta dijo con acento desdeñoso y sin dirigirse, al parecer, a don Paco:

-¡Vaya una mañanita con mal arate, chavó! ¡Vamos, ven tú acá, prenda mía!

Y esto se lo dijo al cántaro, disponiéndose a sacarlo del enorme pilón de piedra.

-¡Eso si que no lo consiente mi persona! -exclamó en aquel instante don Paco, y abalanzándose a la muchacha, arrancó de sus manos el cántaro y se lo colocó torpemente en la cintura.

Una explosión de risas acogió el inesperado arranque de aquél, el cual, sin entretenerse en disfrutar el éxito de su galante humorada, salió calle arriba, sordo a la voz de Dolores, que le gritaba:

-¡Pero, hijo mío, que aluego no voy a tener yo con qué pagarle el mandao!

-Déjalo, tonta, eso te jallas -díjole la Tripicallera con acento irónico.

-¡No; yo que he de dejarlo! -gritó, poniéndose repentinamente pálida Dolores-. ¡Qué he de dejarlo yo!

Y al decir esto, fue a salir en seguimiento de don Paco, cuando le dijo, deteniéndola por un brazo, la Lechuguina:

-Sí, déjalo, mujer; déjalo que se lo lleve.

-Pero no ve usté que el de los Espolones está en mi casa aguardándome y que si ve llegar a ese gachó con el cántaro se va a armar una que ni la del Gurugú, señora.

-Déjalo. Vamos a ver, ¿me vas a pagar daños y perjuicios si yo te arreglo este mal negocio?

-Er corazón, si me saca usté con bien de esta mala encrucijaíta.

-¿Y no le volverás tú a dar alas a esa balita perdía?

-¡No, señora; antes me paso al moro!

-¿Me lo juras?

-Por toíto lo que usté quiera, señá Rosario; por toíto lo que usté quiera.

Y algunos minutos después, cuando ya el famoso don Paco, jadeante y cubierto de sudor, veía destacarse a lo lejos el pequeño balcón lleno de flores y enredaderas, donde solía ver luciendo sus gallardías a la hembra de sus pensamientos; cuando ya divisaba cercano el fin de la fatigosa caminata y disponiase a gozar de su triunfo, vio, lleno de asombro y de ira, pasar por su lado, suelta y gallarda, rápida y sonriente y llevando su cántaro al cuadril, a Dolores la Jarampera.

-¡Pero qué es esto, chavó, qué es esto! ¿De quién es ese cántaro? -exclamó con acento colérico.

-De quién ha de ser sino de usté y mío -repúsole la señora Rosario, deteniéndose junto a él y mirándole con implacable ironía.

-Por argo hice yo que me prometiera Dolores pagarme daños y perjuicios -exclamaba momentos después la Lechuguina contemplando con filosófica resignación el cántaro hecho pedazos, mientras, corrido y maldiciente, alejábase don Paco coreado por la mal disimulada rechifla de los vecinos, que en el arroyo de la calle comentaban en pintorescas agrupaciones, de modo chispeante y graciosísimo, la corrida en pelo que acababa de sufrir uno de los más caracterizados injertos de chulo y de marqués de los barrios de Andalucía.