En la muerte de una joven
Ir a la navegación
Ir a la búsqueda
No muere el sol en el cenit, ni el río entre los anchos campos, que fecunda con sesgo curso, agota su sonoro caudal, ni el cierzo frío las verdes frondas del abril azota. ¡Bien tras del monte arde vaga la luz del día cuando declina la callada tarde; bien por la estéril playa sus turbias aguas la corriente envía donde la ola del mar gime y desmaya; bien en las ramas, que al pasar despoja de su retoño tierno, silba el viento en los árboles sin hoja en las noches glaciales del invierno! ¡Bien a la vejez trémula la amarga ley de fenecer!... Sucumba quien, del poder vital roto el imperio, la cana frente dobla, y de la tumba, triste asilo de paz, ama el misterio; que ese lúgubre asilo, cuando a él se llega con la frente mustia, sitio es en donde la sufrida angustia cede y descansa el ánimo intranquilo. Sólo tras de la suerte de esa transformación, dulce y divina, hacia el dintel oscuro de la muerte la ancianidad camina, desatando los lazos con que aduna su doble ser la desigual fortuna; y a par que fluye al corazón más lenta la sangre, cobra el corazón más calma, y es más lodo la carne macilenta, más espíritu el alma. Pero, cuando temprana la edad corona con los negros rizos la clara frente, y brilla en la tersa mejilla el sonrosado albor de la mañana; forman nido en el seno los hechizos; sonora la voz canta; vela el naciente amor casto los ojos; mueve la danza alegre la ágil planta; vive la risa entre los labios rojos, y todo al soplo de la muerte espira, ¡ah!, la energía brava del alma estalla en impotente ira, de un loco azar al comprenderse esclava. ¿Quién sabe?... Del ignoto porvenir, ella, los tupidos velos ya con su mano juvenil ha roto. ¡Feliz si halló en el término remoto la puerta azul de los cristianos cielos!