En la sangre/Capítulo VIII
Capítulo VIII
Apresurándose a seguir los consejos de su abogado, temprano en la mañana siguiente, hizo la viuda levantar a su hijo de la cama, diole a vestir el mejor de sus trajes, la ropa que había comprado éste el día del entierro del padre. Ella misma sacó su velo nuevo, su vestido de ir a misa -un vestido de seda negro con volados- y, prontos ambos, salieron a la calle, dirigiéronse hacia el centro.
Abstraída la madre, reflexiva, perdida en sus desvaríos, mecida por la dulce voz de su esperanza.
Imaginábaselo grande a su Genaro, hombre ya, prestigiado su nombre con el título de doctor.
Los doctores eran todo en América, Jueces, Diputados, Ministros... ¡por qué, debido a la sola fuerza de su saber y su talento, no podría llegar a serlo él también, a ser Ministro, Gobernador y acaso hasta Presidente de Buenos Aires, que le habían dicho que era como rey en Italia... su hijo un rey!
O bien médico, un gran médico que realizara curas milagrosas, cuya presencia fuera implorada como un favor en el seno de las familias ricas y que asistiese gratis a los pobres, como una providencia, como un Dios...
¡Quién sabía si, con la ayuda del Señor, no le estaba reservado sanarla a ella misma de su tos, de esa tos maldita que desde años atrás le desgarraba el pecho!...
Y en su calenturienta exaltación de tísica, como si idealizara su mal los sentimientos de su alma a medida que demacraba las carnes de su cuerpo, complacíase en forjar así un porvenir de grandezas para su hijo, en acariciar todo un mundo de visiones, entrevistas al través del velo mágico de sus ilusiones de madre.
Dejábase llevar por ella Genaro, como arrastrado la seguía en silencio, cabizbajo, hinchados los párpados de sueño.
Habíase vuelto regalón y perezoso desde la muerte del padre, habituado ahora a las molicies de la vida, consentido, mimado en todo por la madre.
La ropa que llevaba consigo, además, comprada hacía un año ya, resultaba serle pequeña; las costuras le incomodaban bajo los brazos, los botines, nuevos y estrechos, apretábanle los pies, le lastimaban la punta de los dedos, le sacaban ampollas en los talones.
Luego, y no obstante la especie de secreta vanagloria que sentía despertarse en él a la idea de poder decirse estudiante de la Universidad, presagiaba con el cambio de colegio una larga serie de desagrados y fastidios.
¿Cómo serían los maestros? Había oído que lo primero que se enseñaba era latín; ¡para lo que le importaba el latín a él!... ¿Qué otros muchachos iría a haber? Una punta de orgullosos, sin duda, que lo mirarían en menos y se creerían más que él... Alguna le iban a armar, era seguro, alguna historia, alguna agarrada a trompadas iba a tener de entrada no más. Habían de querer probarlo largándole de tapado algún gallito.
Insensiblemente, cavilosos ambos, llegaron así después de largo rato de camino, a la plazoleta del Mercado, se detuvieron frente a la Universidad en cuya puerta, mostrando un grueso manojo de llaves colgado de la cintura, estaba de pie el portero, un gallego ñato de nariz y cuadrado de cabeza.
Tímidamente, acercóse la viuda y en voz baja, desde la vereda, dirigiéndose a él y llamándolo Señor, lo impuso del objeto que la llevaba.
-Allí -limitóse a hacer el gallego secamente, indicando con un gesto de sus labios la puerta de entrada a la Secretaría, la primera puerta a la izquierda.
Bajo, grueso, rechoncho y como por error metido en una levita negra en vez de vestir sotana, trabajaba el secretario entre un cúmulo de libros y papeles, papeles viejos, legajos, libros grandes, como a guisa de libros de comercio.
Abandonó su asiento al ver entrar a la viuda, se apresuró a atenderla, comedido, movedizo y locuaz, con una locuacidad sonriente y falsa de jesuita.
-Es de práctica, mi buena señora, que los jóvenes sufran, como paso previo, un examen de gramática castellana, sin cuyo requisito indispensable me vería, muy a pesar mío, en el caso de no poder otorgar matrícula a su hijito.
Precisamente atinaba a pasar el profesor de primer año, un hijo del país, zambo, picado de viruelas y vestido de levita color plomo:
-Catedrático -exclamó el empleado al verlo, avanzando algunos pasos e interpelándolo alegremente, en un tono de compañerismo amable-
¿Quiere tener la bondad de permitir?... Un minuto, nada más.
Se trataba de examinar al niño; con el objeto de abreviar, podía hacerlo en ese mismo instante; a lo que el otro accedió declarando a Genaro en estado de ingresar al aula desde luego, por haber sabido contestar que pronombre era el que se ponía en lugar del nombre.
Afuera, en el ancho y profundo claustro, cuyos pilares, enormes, se enfilaban bajo la masa aplastada de las paredes, como piernas de gigante en el cuerpo de un enano, los estudiantes esperando la hora se paseaban, estacionaban en grupos, hablaban, peroraban, discutían, juntos los de la misma clase.
Había grandes, había chicos, bien vestidos, otros pobres, acusando una pobreza franciscana en sus personas, de ropa lustrosa en los codos y agujeros en las rodillas.
Habían salido varios al patio, habíanse puesto a pulsear sobre el brocal del pozo, o bien hacia el otro extremo, frente a la escalera del museo, distraía su tiempo uno que otro en fumar cigarrillos de papel, a caballo sobre huesos de ballena acá y allá dispersos por el suelo, semejantes a alguna monstruosa vegetación de enormes hongos que hubiesen brotado entre las piedras.
De pronto sonaba un grito, ahogado, tímido, solo desde un rincón; ya el maullido de un gato en celo, un canto de gallo o el ladrido ronco de un mastín.
Luego de nuevo se hacía el silencio, un silencio hosco, solemne, preñado de amenazas, como el que en un día de combate precede al estampido del cañón, y un áspero rumor se sucedía, subía un gruñido de fieras enjauladas, crecía, aumentaba, abultábase poco a poco, redoblaba de violencia, arrancaba de mil pechos a la vez, acababa por romper en un alarido de indios, inmenso, infernal, atronador, rebotando en las paredes con la furia de un viento de huracán.
Era que la silueta del bedel aparecía, que cruzaba éste el vasto patio, deslizábase a lo largo de los claustros, malo, viejo, flaco.
Con mano airada, de un tirón calábase la visera, encasquetábase la eterna gorra de paño gris hasta llevar dobladas las orejas; y un coro de maldiciones y reniegos se adivinaba entre los pliegues filosos de su boca, y en sus ojuelos verdes de bruja, desde el fondo del doble pelotón de arrugas de sus párpados, un resplandor siniestro de llama de aguardiente centelleaba.
-¡Canallas, muchachos miserables... muchachos cachafaces!...
Ceñudo, torvo, provocante, mas no sin que, al través de sus aires postizos de matón, dejara de apuntar una sombra de recelo, con la andadura oblicua de un lobo que cruzara por entre perros atados, dábase prisa a seguir, a llegar al otro extremo, a sustraerse de una vez a los desbordes del torrente popular que amenazaba anonadarlo, buscando asilo en el refugio seguro de alguna puerta hospitalaria.
Y todo tornaba entonces a su quicio, las formidables iras se acallaban, la calma como por encanto renacía, una atmósfera reinaba de paz y de concordia. Era el rayo portentoso en la serena placidez de un día de sol...
Los de primer año de latín, sin embargo, acababan ese día de entrar a clase. Poseído de instintivo encogimiento, intimidado y confuso, buenamente redújose Genaro a ir a ocupar uno de los últimos asientos, solo en un banco de atrás, junto a la puerta de entrada.
Quiso, desde luego, darse cuenta, seguir el curso de la lección, hizo por comprender, para eso había ido él. Imposible; por turno, a un llamado del maestro y poniéndose de pie, hablaban los otros una cáfila de cosas que él no entendía y que seguramente debían ser cosas en latín.
¡Cómo estarían de adelantados, cuando lo sabían así y cuánto tendría que estudiar él para alcanzarlos!
Pero cansado, fastidiado a la larga, distraída su atención, impensadamente, en una mirada errante, alzó los ojos. La bóveda del techo, blanqueada a cal, mostraba una rajadura en el centro, larga, corría de un extremo a otro. Por las dos grandes ventanas, que provistas de barrotes gruesos de hierro, en la profunda oblicuidad de la pared alumbraban desde lo alto, alcanzábase a divisar la mancha negra de un tejado. Observó Genaro que eran muchos los vidrios y pequeños; vio que estaba comido el marco por la polilla.
Con gesto maquinal, paseó enseguida la vista en torno suyo. Tenían los bancos profundas incisiones: desvergüenzas de los estudiantes, cortajeadas en la madera con ayuda de sus navajas de bolsillo; otras escritas o garabateadas con lápiz en la pared, a la altura de la mano; insolencias, injurias contra maestros, versos en boga, canciones sucias, de esas que suelen andar de boca en boca en las eternas corrientes de la humana estupidez.
Le gustaba, lo atraía, lo absorbía todo aquello, era muy lindo, muy gracioso; lo repetía entre dientes, se empeñaba en aprenderlo de memoria para poder darse aires después, andar "pintando" con los otros muchachos de su barrio.
Pero la hora de reglamento acababa entretanto de sonar. Dejando señalada el profesor la misma lección para otra vez, fue la clase despedida, no sin antes declarar aquél que eran todos una tropa de haraganes y encender a la vez tranquilamente un paraguayo con anís.
Trató Genaro a la salida de hacerse de relaciones, de crear amistad con los demás; se acercó a un grupo: ¿costaba mucho aprender eso, lo que había estado oyéndoles en clase, qué significado tenía, qué quería decir en español?
No tardaron entonces en emprenderla con él los otros. El más grande, veterano de la casa, una especie de chinote, hacía cabeza. ¡Qué difícil había de ser... lo más sencillo, lo más fácil!... Y mientras sus compañeros agrupábanse en torno de Genaro, se apresuraban a rodearlo, púsose él a soltarle a quemarropa un atajo de indecencias, una parodia inepta, consonantes de palabras latinas y españolas que, con tono grotesco de magister, intercalaba en el texto de Nebrija.
Y el alboroto aumentaba en derredor del neófito infeliz; se reían ahora, descaradamente se burlaban de él, se le echaban encima, lo empujaban, o, haciéndose los distraídos, le pisoteaban los pies.
Uno por detrás, estimulado, enardecido, fue hasta "sumirle la boya"; otro, de una zancadilla, largo a largo, lo hizo caer.
Interesados en la broma, acudían de todas partes, en un empuje malsano de torpe curiosidad, un enjambre se agolpaba, y perseguido, acorralado, acosado como las moscas en los hormigueros, sacáronlo al fin en andas hasta la puerta de salida, arrojándolo a empellones a la calle.
No había llegado aún a cruzar a la otra acera, cuando oyó que sin querer soltar la presa, encarnizados sus contrarios se desgañitaban gritando:
-¡Cola, dejá a ese hombre; cola, dejá a ese hombre!...
La alegría de los transeúntes hacía coro, el alboroto, las carcajadas de las cocineras saliendo del mercado con sus canastas, la rechifla de los changadores parados en la esquina.
Rabiosamente entonces, de un revés se arrancó Genaro un enorme muñeco de papel que le habían colgado los otros del faldón en la chacota.