En la sangre/Capítulo XII

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Capítulo XII

Esos arranques violentos, hijos de un estado de nervioso heretismo provocado por la misma constante exacerbación de su moral, no tardaban luego en dar lugar a momentos de intolerable hastío, de desaliento profundo en el ánimo de Genaro.

¿Por qué obstinarse, a qué luchar, querer dar cima a una tarea ímproba, ardua, para la cual no había nacido, inapropiada a la medida de sus fuerzas, superior al paciente empeño de su voluntad? solía decirse, cuando en medio del tumultuoso desbande de sus condiscípulos, tristemente al salir de clase, alejábase cabizbajo y solo él, llevando en el alma un desencanto, apurando la hiel de alguna nueva decepción.

Llamado a hacer la exposición del tema, obligado a tomar parte en el debate, comprometido a pesar suyo en una réplica habíase visto, habíase sentido poco a poco vacilar, enredarse, perder pie en la discusión, dominado por un creciente aturdimiento, el espíritu suspenso en un extraño e inexplicable torpor, como aferrado en su vuelo por una mano brutal.

El fuego de la vergüenza había subido entonces a su rostro, una nube roja lo había envuelto, los latidos de su corazón, con un ruido de redoble de tambor, martillábanle la sien, y al través del zumbido turbulento de sus orejas, y entre el revuelto torbellino de sus ideas, como empujadas por un vértigo de ronda, habíase abierto camino la voz de su adversario, clara, sonora, cruel, implacable, en su lógica de fierro, semejante al golpe seco de una maza que sobre él se descargara, que lo ultimase, que lo hundiese en una zozobra desesperada de ahogado.

¿Qué desenlace, qué término había llegado aquel horrible suplicio?

Lo ignoraba; se había sentido renacer, tornar a la conciencia de sí propio, tal cual despierta un borracho de su sueño, sin recuerdo, sin reminiscencia siquiera de los hechos.

Acaso había acudido en su auxilio, había llegado a prestarle una ayuda salvadora esa sagacidad hereditaria, innata en él y que era como el refugio supremo de su espíritu, como un agente extraño y misterioso que gobernara sus actos, como un segundo instinto de conservación que poseyese sólo en defensa de su ser moral.

Sí, esa última esperanza le quedaba, una palabra, una interrupción lanzada a tiempo, un oportuno momento de silencio, un gesto afectado de impaciencia, una sonrisa de fingido menosprecio, una repentina inspiración, un rasgo, en fin, de su esencial astucia, ajeno al juego de la inteligencia, involuntario, impensado, hasta inconsciente en él, había operado tal vez el milagro de salvarlo, le había sido dado así escapar por la tangente, salir airoso del difícil paso, eludiendo la cuestión, rozando apenas la dificultad sin tropezar con ella, como guiada por la aguja costea el escollo la mole ciega de una embarcación.

Pero... ¿y si, abandonado a los recursos de su solo alcance intelectual, hubiérase mostrado tal cual era, fuerza para él hubiese sido dejarse arrancar la máscara, librar a los otro su secreto? -pensaba luego con la azorada angustia de quien se ve rodar al fondo de un abismo.

Le parecía ya estar oyéndolos a sus espaldas, antes de separarse y emprender cada cual por su camino, alegres y juguetones al pedirse el fuego:

¿Habían visto, se habían fijado como había estado de bien el tacherito?... Para la edad que tenía el nene. Dios lo perdonara, iba mostrando cada vez más la hilacha el mozo, era decididamente un poco bastante bruto... ¡para qué estudiaría ese pobre! Le estaban robando la plata los maestros, fuera mejor para él que se largase a sembrar papas...

¡Y cuánta y cuánta razón tenían!

¡Bruto, sí, mil veces bruto; más que bruto, insensato, loco, de ir a estrellarse estérilmente contra la insalvable valla de lo imposible!...

¡Ganas le daba de pronto de echar a rodar con todo, de salir de una vez de aquel infierno, de tirar los libros, agarrar el campo por suyo y meterse a cuidar ovejas!...

¿No era lo más sensato y lo más cuerdo, si no servía para otra cosa?

¿Pero, y sus planes heroicos, sus proyectos, sus propósitos, la promesa solemne que se había hecho?

¿No importaba, acaso, para ante los demás, para ante él mismo, el mayor de los vejámenes, la más grande de las vergüenzas, declararse vencido de antemano?

Y tan solo ante la idea de renuncia semejante, de un desistimiento tal de su parte, herido de muerte su orgullo y su amor propio, en una brusca reacción sublevábase entonces indignado, se insultaba, se injuriaba, acumulaba palabras afrentosas sobre su propio nombre, se llamaba débil, ruin, cobarde, y sacando nuevo aliento, retemplando su valor y su entereza al calor de la pasión enardecida, todo ese mundo de bajos sentimientos fatalmente encarnados en su pecho, el rencor, la envidia, el odio, la venganza, acababan por despertarse más vivaces, por primar de nuevo en él con la invencible exclusión de lo absoluto.