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En la sangre/Capítulo XL

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Capítulo XL

Una primera, una segunda vez, luego tres, cuatro veces halló a Máxima dispuesta, pronta a acceder a los deseos por él manifestados.

Sin observación alguna ni reservas, sin indagar, sin saber a punto fijo, sin idea clara del alcance de sus actos, buenamente escribía ésta su nombre, prestaba a ciegas su firma.

Papel sellado, rúbricas, escribanos, testigos... Nada comprendía ella de todo eso, ni hacía por comprender, ni le interesaba tampoco.

¿Qué podía importarle un puñado de dinero a trueque de que la dejara en paz, de que la librase de su presencia Genaro? Sí, que para nada se ocupase, que nunca llegase a acordarse de ella él, como si no existiese en el mundo tal mujer, vivir tranquila, retirada y sola, era lo único que pedía, lo que sí entendía que fuese así, lo que sí exigía de su marido.

¡Con tal de tener a su hijo allí, a su lado, de que el cielo se lo conservase!...

En presencia sin embargo de crecientes exigencias por parte del primero, de nuevas demandas de dinero, reiteradas sin cesar, y habiéndole anunciado su marido un día que algo le llevaría más tarde a objeto de ser firmado por ella, quiso al fin, despertándose en su alma una sospecha, cavilosa y alarmada, tratar de darse cuenta, de ver, de cerciorarse por sus propios ojos.

Era la escritura de venta de la casa de la calle San Martín.

-¿Cómo, pretendes, vas a venderla?

-Sí, mi hijita; ofrecen por ella un precio loco y he creído no deber cavilar.

-¡Pero vender eso tan luego, la casa paterna, nuestra, de mi familia, donde tantos años hemos vivido con papá y mamá!...

-Son zonceras, hija, preocupaciones; ¿qué más tiene ésa que otra cualquiera?... Paredes viejas, ladrillos al fin.

La cuestión, lo que debe interesarnos, es el precio, saber si conviene, lo que se puede sacar, y se trata, te lo repito, de un espléndido negocio.

-Todo lo que tú quieras, Genaro, no lo dudo, así será. Pero, francamente, te declaro que me contrariaría sobremanera, que mucho me disgustaría, ver en poder de extraños la casa donde he nacido yo y a la que tanto cariño tenía mi padre.

-Debo prevenirte que no es una venta definitiva, que he puesto una condición, que hay una cláusula que establece lo que llaman pacto de retroventa, un artículo del contrato que nos da acción a quedarnos de nuevo con la finca, dentro de cierto tiempo y por el mismo precio.

Ya ves que nada se pierde y que estaríamos siempre en tiempo de recuperarla, si quisieras.

-¿A qué venderla, entonces? No es tan bueno el precio, tan espléndido el negocio, como dices, cuando te reservas tú mismo la facultad de deshacerlo...

-¿Eh?... este... es que nunca puede uno contar sobre seguro, de una manera absoluta, tú comprendes, y por precaución nada más, por un exceso de prudencia, he juzgado conveniente dejar esa puerta abierta...

Pero, en fin, si te fastidia, si tanto desagrado te causa, doblemos la foja y que no se hable más. Buscaré comprador para alguna de las otras propiedades.

-Lo que quiere decir que necesitas dinero aún, más dinero todavía... Oye, Genaro, escúchame. No estoy al cabo de tus cosas, ni menos te pido ni pretendo que me impongas de ellas. Repetidas veces ya, me has visto ceder sin resistencia a tus deseos, me he mostrado contigo sumisa y complaciente, he firmado lo que ha sido tu voluntad que firme, sin preguntarte por qué ni para qué.

¡Pero hasta cuándo, por Dios!... todo tiene su límite y me parece que basta ya.

No extrañes que te hable así, ni te sorprenda mi actitud resuelta y decidida... A qué querer intervenir, a qué mezclarme en lo que es ajeno a nosotras, las mujeres, en asuntos de ustedes los hombres, dirás tú y acaso no carezcas de razón. Es cierto, no paso de ser una pobre muchacha ignorante yo; pero una cosa sé, sin embargo, es que soy madre, que pesan, en tal carácter, deberes sagrados sobre mí y que eso me basta.

Lo que he recibido de mi padre, quiero dejárselo a mi hijo, es suyo, le pertenece, y, sin que importen mis palabras un reproche, permíteme que te recuerde que estamos tú y yo en la obligación de conservar y trasmitirle intacto el patrimonio que le viene de su abuelo.

-Cualquiera que te oyese, mi hijita, creería que trato de despilfarrar yo, de tirar a la calle lo que tenemos... que soy un miserable o un loco, un inconsciente por lo menos...

-No, no digo tanto, no digo eso; pero lanzado en los negocios como te hallas, pueden salir errados tus cálculos, puedes llegar a equivocarte por desgracia, sufrir pérdidas, reveses y aun animado de las más sanas intenciones, comprometer así con tu conducta la fortuna y el porvenir de tu hijo.

-La fortuna... la fortuna... -exclamó Genaro con un vehemente gesto de impaciencia- como si fuese todo la fortuna, plata únicamente lo que debe uno dejar a sus hijos... ¿Y el nombre que heredan éstos de sus padres, y si no se tratase sólo de dinero, si hubiese una cuestión de honor y de decoro para mí, de llenar ineludibles compromisos bajo pena de faltar a mi palabra y de comprometer mi crédito, de aparecer como un tramposo ante el público, como un ladrón?...

-¡Tú!...

-Es lo que no sabes y lo que conviene que sepas sin embargo, lo que te hago saber ya que me pones en el caso de decírtelo, ya que me obligas con tu necio y mezquino proceder para conmigo, tu marido al fin.

Sí, yo debo, debo mucho. Largo sería explicarte por qué. Negocios, operaciones en que he entrado, que tienen forzosamente que producirme, de un día a otro, cien veces lo que en ellas he invertido, pero que no me conviene por lo mismo realizar, mientras no llegue el momento y un cambio no se opere; algo con que cuento de una manera indudable que no puede dejar de producirse, que es seguro, fijo, infalible.

Ahora, resuelve tú misma, elige tía. La riqueza por un lado, ya que tanto hablas de riqueza y de fortuna; la ruina y la deshonra por el otro, si te obstinas y persistes en negarme la miserable suma de dinero que solicito de ti.

Hubo un momento de silencio entre ambos. Iba y venía Genaro a lo largo de la pieza, una violenta agitación al parecer lo dominaba.

Como si la duda hubiese surgido en su espíritu y la hiciese a pesar suyo vacilar, obstinadamente Máxima lo observaba.

Mentía su marido, era farsa la de aquel hombre, comedia como otras veces, o llevaba impreso su acento el sello de la verdad, ¿qué creer, qué pensar? llegaba ella a preguntarse, poseída, a la vez que de una tenaz y sorda desconfianza, de un extraño sentimiento de compasión:

-¿Cuánto te hace falta, en suma, cuánto dices que necesitas? -bruscamente acabó por exclamar.

-Con trescientos mil pesos me bastaría.

-¡Tómalos y quiera Dios que sean los últimos!

¡Había caído en el garlito, se había pisado, le había pegado en el codo y hecho abrir la mano a la muy pava! ... Pava... pava... aunque no tanto, no tenía trazas de haberse quedado tan convencida que se dijera... Más bien por verse libre de él, como de un dolor de muelas, se conocía que había aflojado.

¿Ni cuando era tan mentira, tan cuento tártaro lo de los montes y maravillas que le había pintado? El mismo conservaba una esperanza, estaba en el fondo de que, tarde o temprano, un vuelco se operaría, llegaría a producirse la reacción consiguiente a toda crisis.

¡Pues no que, de no ser por eso y de no creerlo así, se habría mostrado tan listo, se habría puesto tan en cuatro él por pagar!... Como no hubiese ido hasta echarle la capa al toro. Estaba muy bueno, muy bonito, sonaba muy bien lo de la honra, pero el provecho quedaba en casa...

En fin, lo que por el momento interesaba, eran los trescientos mil de la otra, vería de brujulearse, de maniobrar con ellos.