En la sangre/Capítulo XVII
Capítulo XVII
La acción incesante y paulatina del tiempo, la verdad, la realidad palpada de día en día, de hora en hora, lentamente habían ejercitado su ineludible influencia sobre el ánimo de Genaro familiarizado más y más, avezado, hecho por fin a la idea de eso que a sus ojos había alcanzado a tener la brutal elocuencia de los hechos: su falta de aptitudes y de medios, la ausencia en él de toda fuerza intelectual.
Y un desaliento, una indiferencia profunda, completa, llegó a invadirlo, un sentimiento de fría conformidad que, más que la resignación del vencido, era la indolencia del cínico.
Tiró los libros, dejó, cortó su carrera en derecho. ¿Para qué, si no podía, qué le era dado esperar en el mejor de los casos, en el supuesto de que a trueque de seguir llevando una vida de bestia de carga y merced sólo a la indulgencia de sus maestros, le fuese en fin otorgado su diploma? ¡Defender pleitos de pobres, ganar apenas para no morirse de hambre, esquilmar al prójimo, explotar a algún dejado de la mano de Dios que tuviese la desgracia de caer en poder suyo, vegetar miserablemente en calidad de adscrito a algún otro estudio, a la sombra de la reputación y del talento ajenos, relegado al último plan, haciendo de tinterillo, de amanuense y por cuatro reales que le pagasen!...
O, cuando más, que en eso solían ir a parar los de su estofa, conseguir a fuerza de pedidos y de empeños algún nombramiento de Juez y resolverse a vivir entre la polilla de los expedientes y a quemarse las pestañas diez o doce horas por día, para que nadie, en suma, se lo agradeciera ni se acordase de él.
No, maldito lo que la cosa le halagaba, y últimamente, maldito lo que le importaba tampoco... ¡Estaba cansado, fastidiado, dado a los diablos ya!...
Buen zonzo sería buen imbécil, con semejante perspectiva por delante, de estar devanándose los sesos, perdiendo los mejores años de su vida, cuando se hallaba en edad de gozar, de divertirse, y no le faltaba, por lo pronto, con qué poder hacerlo.
La vieja tenía sus pesos, su renta, su casa; ¡para qué servía la plata, sino para gastarla! Mañana se moría uno... Pero no le había de suceder a él, eso no, que se le fuese la mano, no había de ser como muchos de sus conocidos, que agarraban y la tiraban, sin mirar para atrás, sin ton ni son... ¡hasta por ahí nomás y gracias!...
Sin embargo, comer puchero y asado, beber vino carlón del almacén y vivir en los andurriales, en medio de la chusma, entre el guarangaje del barrio del alto... Le habría gustado una casa, aunque hubiese sido chica, en la calle Florida como entre Cuyo y Temple, por ejemplo, a esas alturas, en el barrio de tono, donde no se veían sino familias decentes, estar allí él también, vivir entre esa gente, poder mostrarse, salir, pararse en la puerta de calle los domingos, a la hora en que pasaban las pollas al Retiro.
Soñaba con tener tertulia en Colón, con ir en coche a Palermo, hacerse vestir por Bonás o Fabre, ser socio de los dos clubs, el Plata y el Progreso, de este último sobre todo, cuyo acceso era mirado por él como el honor más encumbrado, como la meta de las humanas grandezas, y frente al cual, al retirarse a su casa de Colón, solía pasar en noches de baile, contemplando desde abajo la casa bañada en luz, como contemplaba las uvas el zorro de la fábula.
¡Oh, si pudiera, si de algún modo llegara a conseguir, si alguno de sus condiscípulos quisiera encargarse de presentarlo, de apadrinarlo, de empeñarse en su favor!...
¡Pero cómo, siendo quien era, iba a atreverse él, con el padre que había tenido, con la madre, una italiana de lo último, una vieja lavandera!
No era juguete, era serio, era peludo el negocio ese. Había de socios, según decían, una punta de camastrones, unitarios orgullosos y retrógrados que manejaban los títeres y no entendían de chicas, que le espulgaban la vida a uno y le sacudían, sin más ni más, por quítame allá esas pajas, cada bolilla negra que cantaba el credo.
¡Su padre... menos mal ése, se había muerto y de los muertos nadie se acordaba; pero su madre viva y a su lado, estando con él, era una broma, un clavo, adónde iría él que no lo vieran, que no supieran, que no le hiciese caer la cara de vergüenza con la facha que tenía, con sus caravanas de oro y su peinado de rodetes!
Una idea fija, pertinaz, un único pensamiento desde entonces lo ocupó, llenó su mente; verse libre, deshacerse de ella: la enfermedad de la pobre vieja fue el pretexto:
-Está siempre padeciendo ahí mamá usted, con esa tos maldita que no le da descanso. ¿Por qué no se resuelve y hace un viaje a Italia? El aire del mar le había de sentar, ve a su familia, se queda allá unos meses con ella y después vuelve; yo la espero.
Se rehusó, protestó en un principio la infeliz:
-¿A Italia yo... dejarte a ti, mi hijito, irme tan lejos enferma y sola... estás loco, muchacho... y si me muero y si no te vuelvo a ver?...
Si se hubiese mostrado dispuesto a acompañarla él... todavía, fuera otra cosa así... no decía que no, lo pensaría y consiguiendo dejar alquilada la casita y arreglando previamente sus cosas, su platita...
Pero no podía Genaro, no había ni qué pensar en eso, se lo impedían sus estudios, sus tareas, era cuestión para él nada menos que de su porvenir, de su carrera.
Al fin llorosa y triste, profundamente afectada, pero incapaz de oponer una seria resistencia, al ascendiente, al absoluto dominio que, en su cariño infinito de madre, inconscientemente había dejado que ejerciese sobre su ánimo Genaro, concluyó por ceder y resignarse.
Bien sabía, bien lo comprendía que era de balde todo, que su mal no tenía cura. ¡Pero cómo decirle que no al pobrecito!... Lo hacía por ella, por su bien, porque veía que no le daba alivio la enfermedad.
¡Cuánto y cuánto debía quererla su Genaro cuando así se conformaba con separarse de ella!