En pescadería

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​En pescadería​ de Arturo Reyes


-¡Valiente percal se retacea en este sitio!... -exclamó Antoñuelo el Matraca al ver reunidos bajo el cobertizo del saladero del Viruta a los más caracterizados próceres de la guapeza de Pescadería, entre los que se destacaba por su arrogante actitud y por el desdén casi olímpico con que dignábase mirar de cuando en cuando a los demás héroes allí congregados, Currito el de los Bigotes.

«La Muñeca», nombre con el cual no sabemos por qué hubieron de bautizar la nueva Pescadería, brillaba a los abrasadores rayos del sol con sus edificios de madera casi todos y pintarrajeados de los más vivos colores, adaptados en su mayoría y del modo más caprichoso y pintoresco a las exigencias de la industria; acá y acullá, bajo los amplios cobertizos, mozos atezados llenaban unos los serones de pescado que colocaban entre verdes hojas de palma; en tanto otros, bañaban en tinte de pino las larguísimas redes; los más viejos y menos ágiles, los renegridos veteranos entreteníanse en hacer mallas, sentados en el duro suelo al abrigo de algunos sombrajos; agrupábanse los cenacheros, cenacho al hombro, alrededor de los grandes depósitos de madera rebosante de sardinas para hacer postura al artículo que pregonaba con monótono sonsonete el pregonero.

-¡A peseta, a peseta! ¿Quién es el guapo que remonta la peseta?

Las tabernas estaban casi solitarias, y sus dueñas o dueños colocaban en orden sobre los limpísimos mostradores la reluciente cristalería; regaban el suelo y colocaban a la vista del transeúnte algunas macetas que daban a los establecimientos sumidos en húmedas penumbras aspecto de oasis y de refrigerantes refugios en las horas en que el sol parece querer hacerlo todo yesca bajo sus implacables rayos.

La vida desbordábase en aquellos lugares; gritaban, reían, chusqueábanse todos al unísono, en medio de aquel ambiente caldeado y bajo un cielo de abrasadora brillantez; los hombres más graves, panzones y sesudos, buscaban las posturas más cómodas a la sombra de los caprichosos edificios; la gente moza discurría por doquier en animado bulle bulle; de vez en cuando algunos jabegotes, de desnuda y hercúlea pantorrilla y pie extraño siempre a toda clase de cautiverio, porteaban a tal o cual saladero, ora un jaquetón de acerado matiz y de enormes dimensiones, ora alguna brótola o pescada capaz de hacerle la boca agua al menos gastrónomo de todos los nacidos.

Antoñuelo el Matraca arrojó una mirada sobre el grupo de hombres de pelo en pecho que presenciaba la subasta en casa del Viruta, y

-Camará -dijo con acento un tantico malhumorado-, esto va a ser peor que la toma de los Castíllejos, y esto en que yo me voy a meter me va a salir por un ojo de la cara, porque lo que es el de los Bigotes en cuantito se entere de lo que yo quiero, ca pelo de su bigote va a ser una bayoneta, y el pimporrazo que me va a meter va a sonar en el Torcal de Antequera, y a mí no me parió mi madre pa recibir esas clases de pimporrazos, y yo tengo que hablarle al de los Bigotes, porque Toñuela no transige ni pa Dios sin que yo platique antes con su bato, y yo si pierdo a Toñuela me jago un boquete en el ombligo con un berbiquí y hablar con su padre, sigún dicen, es peor que jurgarle a una tintorera, y...

Y Antoñuelo el Matraca, haciendo un esfuerzo y casi como el que se decide a tirarse por un despeñadero, avanzó decidido hacia el grupo donde lucía el de los Bigotes su imponente actitud de hombre aguerrido y capaz de quitarle el resplandor de un metío a cualquiera de los luceros, y díjole llegando a él y mirándolo con heroica indiferencia:

-¿Usté quisiera premitirme, señor Curro, que platiquemos dos minutos?

El de los Bigotes posó la imponente mirada en el recién llegado; un mohín de disgusto probó a Antonio una vez más las dificultades de su empresa, y

-Oye, tú, Garabato -exclamó Currito encarándose con uno de sus amigos-, si viée el Tomatera dile que me aspere, que tengo que decirle una cosa que a dambos mos interesa; que yo voy a ver pa qué me quiere a mí este caballero.

Y con tal acento de zumba hubo de decir esto Currito, que exclamó el Matraca con voz dulce y un tanto irónica, dirigiéndose a los amigos del temible progenitor de Toñuela, que sonreían y lo miraban de un modo que estaba pidiendo a voces la bofetada.

-Eso de caballero lo ha dicho el señor Curro por mí, señores, y ése soy yo, pa lo que ustedes gusten mandar.

Contemplaron sin dejar de sonreír los allí reunidos al Matraca, y

-Si ya lo sabemos, si yo lo conozco a usted mucho de vista, porque me parece que lo he visto yo a usté retratao la mar de veces en las cajillas de misto -exclamó con grave y reposada actitud uno de los de la guardia pretoriana del de los Bigotes.

-Vamos ya, mocito, que tengo priesa - exclamó éste dirigiéndose al Matraca, el cual le siguió lentamente, y no sin antes contemplar con extraña expresión al que habíase permitido asegurarle haberle visto en las cajillas de mixtos.

-Vamos a ver qué es pa lo que usté me quiere -decíale momentos después el de los Bigotes al Matraca ya a solas con él en la taberna de Frasquita la de Levante.

-Pos, señó -dijo con voz insegura Antoñuelo, al par que se secaba el sudor que cubríale la frente-, yo no sé si usté sabrá que tiée usté una hija...

-¡Hombre, valiente notición me da usté cuasi en ayunas! -dijo el de los Bigotes- ¿Y es pa eso -continuó con voz irónica- pa lo que me ha jecho usté abandonar, mocito, mis muchísimas ocupaciones?

-Usté disimule -repúsole Antonio con voz turbada-. Es que por algo tenía que encomenzar. Yo supongo que usté sabe eso de que tiée usté una hija, pero lo que usté no sabe es otra cosa, que es lo que yo le voy a decir a usté, si es que usté me lo premite.

-Pos usté dirá, y métale usté espuelas al jaco, que tengo yo mucha priesa.

-Pos bien, ya verá usté qué pronto arremato mi faena. Usté tiée una hija que es er delirio y yo tengo veinte y tres años, soy güérfano de padre y madre, no tengo oficio, pero si tengo un cortijo que me renta tres mil púas y la mar de codornices, y además jace cosa de dos meses tuve la desgracia o la fortuna de trompezarme en ca de la Llorona a su hija de usté, y desde punto y hora en que la vi se me aflojaron las coyunturas y me quedé tonto, pero que tonto der to, y como ya jace dos meses que no vivo, y como yo voy por la de en medio, pos esta mañana que me alevanté trempano me dije yo mirando hacia el suelo y rascándome el cogote: «Esto no puée seguir asín, Antoñuelo. Tú estás ya que jaces gárgaras, y con razón, por la hija del señor Curro, que es un fenómeno de bonita; ella te mira a ratos y no de mu mala manera, pero dice a tus arrullos que nanai, porque le teme a su padre más que al terral, y que tan y mientras tú no platiques con su padre y su padre no te vise el pasaporte, puées izar el ancla y largar el velamen y dirte por esos mares e Dios en busca de atunes, y si no de atunes de albarcoras, y si no de albarcoras en busca de lo que más te dé la repotentísima gana.» Esto me dije yo esta mañana cuando empezaba a clarear, y como yo soy asín, pos aquí me tiée usté repitiendo lo que yo me dije esta mañana pa que usté corte por aonde quiera, porque ya sabe usté que mi corazón es la carne y que su voluntad de usté es er cuchillo y que usté es, señor Curro, er que mata y er que sana.

No habíale caído mal del todo a Curro el palique del Matraca, y cuando éste hubo concluido, adoptó aquél postura más cómoda en la silla, se retorció con aire caviloso el imponentísimo bigote, y...

-Pos siento yo y siento de verdad -dijo con acento grave y reposado y lleno de sinceridades- no poer visar a usté el pasaporte, porque la verdá es que no me sabe a mí mal eso que usté dice, pero...

-Pero ¿qué? -preguntóle inquieto el Matraca.

El señor Curro miró fijamente a Antoñuelo, e incorporándose después bruscamente exclamó en resuelta actitud y con acento decidido:

-Pero eso no puée ser, y no puée ser porque está por medio el Tomatera, y er Tomatera es un chacá, un lobo rabioso, un tigre, un miura, ¡y no quiero yo broncas con el Tomatera!

-¡Bah!, pos si no es más que por el Tomatera, eso ya está más liso que la parma de la mano -dijo el Matraca, encogiéndose de hombros y sonriendo con maliciosa expresión.

-¿Y cómo está eso más liso que la parma de la mano? -preguntóle, mirándolo lleno de asombro, el de los Bigotes.

-¿Qué cómo? -repúsole con acento dulce Antoñuelo-. Pos de un mo mu sensillo: como yo sabía eso del Tomatera, pos antes de venir aquí me fui en busca suya, y me lo trompezé en ca der Cotufas y mos fuimos solitos a la Escollera, y ya en la Escollera le pedí por Dios y por su Santísima Madre que puesto que su hija de usté no le tiée voluntad y no es usté, cuando ella se case, el que tiée que oírlo espertorar por las mañanas, pos le peí que me dejara libre el campo, eso es.... libre el campo.

-¿Y en qué sitio le dio a usté la puñalá el Tomatera, cuando usté le dijo eso? -preguntóle con acento vibrante el de los Bigotes.

-No, si no me dio puñalá ninguna -le repuso dulcemente el Matraca.

-¡Entonces es que estarán ya liaos con él los del úle!

-Ca, no, señó, na de eso. Él, como era natural, se abroncó una miajita, y jasta me parece que metió mano al jierro; pero no pasó naíta, señor Curro, naíta que merezca la pena de contarse.

El de los Bigotes miraba silencioso y lleno de asombro al Matraca cuando:

-Me premite usté, señor Curro -exclamó en aquel momento el Brótola, que acababa de penetrar en el hondilón, acercándose respetuosamente a la mesa.

-¿Qué te pasa? -preguntóle aquél al recién llegado con acento un tanto iracundo.

-Es que como estaba usté esperando al Tomatera...

-Güeno, ¿y qué es lo que pasa con er Tomatera?

-Pos que el Tomatera ha mandao un recao urgente con el hijo del Canilla diciendo que no puée venir, porque tiée la cara como una bota por mo de un flemón que le ha salío en las encías.

El de los Bigotes contempló de nuevo y fijamente al Matraca y, tras algunos instantes de incertidumbre, exclamó dirigiéndose al recién llegado:

-Güeno, pos mándale a decir al Tomatera con el charrel del Canilla, que se ponga en el flemón una pasa de Corinto, que son mu buenas las de Corinto pa esa clase de flemones.

Y volviéndose hacia el Matraca, díjole, tendiéndole la mano, que aquél se apresuró a estrechar briosa y efusivamente.

-Y usté puée contar con mi consentimiento, que no quiéo yo tener entre los míos ninguno que padezca de esa clase de hinchazones en las encías. ¿Usté se entera?

Y momentos después salían del hondilón Antoñuelo y el de los Bigotes, dirigiéndose, cogidos del brazo, al saladero del Viruta, donde aguardaban al segundo, ya impacientes, los más caracterizados de los prohombres de pelo en pecho del barrio de La Muñeca.