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Enciclopedia Chilena/Folclore/Cerámica de las monjas

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Cerámica de las monjas
Artículo de la Enciclopedia Chilena

Este artículo es parte de la Enciclopedia Chilena, un proyecto realizado por la Biblioteca del Congreso Nacional de Chile entre 1948 y 1971.
Código identificatorio: ECH-2902/34
Título: Cerámica de las monjas
Categoría: Folclore


Cerámica de las monjas.

Cerámica de un tipo especial, conocida hasta fines del siglo pasado en Santiago, que ya no se elabora. Era de fina confección, hermoso colorido y perfume característico. Se le conocía también con el nombre de "ollitas de las monjas". Existe una colección muy completa de ella en el Museo Histórico Nacional.

Su origen parece derivarse de la fundación del monasterio de Santa Isabel, fundado en 1584 en Osorno, por las tres Isabelas: Isabel de Landa, isabel de Palencia e Isabel de Jesús. Cuando Osorno fué tomado por asalto por los araucanos, en 1601, las monjas, en cuanto no cayeran prisioneras (como Francisca Ramírez), se retiraron a Castro, desde donde continuaron más tarde la peregrinación al Norte, por mar, pero su buque naufragó en Concepción. Desde aquí pasaron a Valparaiso y finalmente, a San Francisco del Monte, donde permanecieron algunos meses, hasta llegar a Santiago a fines de 1603 o principios de 1604. Años más tarde, al parecer en 1608, se instalaron en el sitio donde está ahora la Biblioteca Nacional, donde permanecieron hasta 1913. Para poder hacerlo, el rey les ayudó en 1607, por una vez con $8.000 y con $400 anuales durante seis años; además, realizaron colectas en Lima y Santiago. En Santiago, el monasterio cambió el nombre de Santa Isabel por el de Santa Clara y el velo blanco por el negro.

Existía la costumbre de aportar como dote a las monjas, cuando éstas ingresaban, una o más esclavas, que seguían de su propiedad particular. El obispo Manuel Alday limitó en 1756 el número de criadas a tres para las madres que habían sido abadesas y a dos para las demás monjas. En el monasterio se educaban también niñas de las familias pudientes.

La cerámica que se elaboraba en el claustro parece haber sido introducida por las primeras monjas llegadas desde España a Osorno y trasladadas después a Santiago. Sor M. Beatriz del Divino Corazón, abadesa en 1945, informó lo siguiente sobre la tradición conservada al respecto en la orden: "El trabajo de dicha cerámica se remonta a los tiempos mismos de la fundación del monasterio, por los años de 1604, más o menos, y tiene su orígen la receta en España. Era una industria propia de las mujeres moras, llevada a España en los tiempos en que ésta estuvo bajo la invasión morisca, de ellas la aprendieron las mujeres españolas, de las cuales vinieron muchas a Chile con los conquistadores, haciéndose varias de ellas religiosas clarisas. Estos datos... no tienen más autoridad que la de la tradición oral".

Debe observarse que las monjas eran ilustradas desde los primeros tiempos de la conquista, pues se exigía el conocimiento del latín para ingresar. Por ese mismo motivo se dedicaban a educar a las jóvenes de familias pudientes. Muchas dominaban el canto y la música; otras eran expertas en trabajos manuales; y algunas en el arte culinario.

Diego de Rosales informa en su historia de Chile, escrita por el año 1684, que entre las exportaciones de Chile al Perú figuraban muchas frutas y "otras curiosidades de dulces que hacen las monjas", que estaban confeccionadas de alcorza (una pasta muy blanda de azúcar y almidón, imitando las frutas y otros modelos en forma tan exacta, que se engañaba quien los tocaba. El gobernador Martín de Mujica (1646-49) fué sorprendido de esta manera con una servilleta, un cuchillo, pan, aves y frutas: todo de alcorza. Además, se exportaban al Perú - según el mismo Rosales - grandes cantidades de "jarros y búcaros, de formas muy curiosas, muy delgados y olorosos, que pueden competir con búcaros de Portugal y de otras partes, tanto que sirven a la golosina de las mujeres y aunque los apetecen para la vista por su hermosura, los solicitan más para el apetito".

No indica Rosales qué monjas confeccionaban esta curiosa cerámica comestible y fragante, pero es de suponer que hayan sido las Clarisas. Más tarde, las monjas habrían empleado greda en vez de alcorza, para desarrollar este arte. Precisamente, el hecho de haber sido ambas cerámicas perfumadas, justifica esta suposición. Por otra parte, la representación de flores, pájaros, corderos, perros y otros animales, estaba dentro de la tradición franciscana de la órden.

Las piezas de esta cerámica eran obsequiadas a ilustres visitantes, como autoridades civiles y eclesiásticas, pero se las regalaba también con motivo de los patronos, de ser día de la abadesa, etc., a capellanes, síndicos, predicadores, benefactores, amigos y parientes y a otras comunidades religiosas. Se confeccionaban figuras especiales para adornar los altares y el pesebre de Navidad.

A este respecto es interesante lo que escribe el autor alemán Paul Treutler, quien estuvo en Santiago en 1860. En su descripción de la ciudad de Santiago menciona "un gran monasterio de mujeres con iglesia, consagrado a Santa Clara, en que sobre todo las mujeres de las primeras familias llevaban la vida en el severo aislamiento del tranquilo claustro. Sólo recientemente habían sido renovados el monasterio y la iglesia, siendo ornamentados ricamente y con buen gusto. Como era costumbre que los forasteros hicieran una ofrenda, entré a la capilla y coloqué una moneda de oro sobre el torno. Recibí en recompensa una buena cantidad de primorosos trabajos que las monjas confeccionan como recuerdos, entre ellos también un amuleto". Sin duda, estos trabajos consistían en cerámica.

El trabajo era confeccionado por las monjas con la ayuda de empleadas, muchas de las cuales conocían así la técnica y la podían aplicar por su cuenta, fuera del convento.

La última monja que confeccionó esta cerámica fue Sor María del Carmen de la Encarnación (Jofré), que falleció en 1898, a la edad de 57 años, quien ingresó al monasterio en 1851. Se sabe que trabajó todavía en este arte ocho años antes de fallecer.

En el Museo Histórico Nacional existen 75 piezas pertenecientes a la cerámica de las monjas. Las piezas son de diversos tamaños, desde grandes hasta miniaturas, destacándose las siguientes figuras:

Teteras llamadas picheles, que son de color rojo, con decoraciones en verde, azul y dorado;
Azucareras, de color rojo, con relieves en oro, granate y azul. La decoración en forma de orugas lleva un punteado y rayas blancas. La tapa remata en una flor. Las asas imitan un cordón;
Tazas, con ramo de flor como adorno agregado al asa. Fondo gris verdoso, con relieves dorados que alternan con flores granates y decoraciones de ramos verticales en color rojo, con contornos rosa-blanquizcos;
Jarrones de fondo rojo, con relieve circular dorado. En los motivos ornamentales alternan el azul y el amarillo, con contornos de líneas y punteados de color rosa-blanquizco. De las asas se sostiene un arco de alambre en hilos de plata, que forma arabescos. En ambas asas y en la parte alta del arco, lleva rosetones formados con una especie de virutilla de plata. En el rosetón superior se anida un pájaro hecho de hilos de plata, con cuentas brillantes de color morado en las alas y la cola. El adorno del arco se completa con rositas de género en celeste y rosa y plumillas pintadas de verde que semejan musgo.

Después de fallecida Sor María del Cármen, el arte fué continuado por Antonina de Calderón, quien se había retirado del convento en el siglo pasado, contrayendo matrimonio más tarde y enviudando. Para sostenerse, confeccionaba cerámica policromada y perfumada, con una técnica igual a la aprendida entre las monjas. Además de las figuras que se confeccionaban en el monasterio, como ser, miniaturas de floreros, tasas, mates, etc. comenzó a representar tipos populares. Vivía en una amplia casa de tipo antiguo, cerca del cerro Santa Lucía, cuya población comprendía también otras antiguas empleadas del convento, que se dedicaban a bordar, confeccionar dulces, hacer costuras, lavar, etc., como en aquel. En su escuela se formaron las hermanas Gutierrez Jofré: Margarita, Zoila Rosa y Sara. La segunda de ellas falleció en 1927 y la primera al año siguiente. Todas aprendieron el mismo arte de su maestra, quien les dió a conocer muchos pormenores de la organización de los trabajos en el antiguo monasterio: había varias madres que confeccionaban la cerámica en general, otras preparaban los ramos de flores (en greda) para adornarla y un tercer grupo la pintaba. Antonina de Calderón reunió las tres actividades y las transmitió a sus discípulas seglares. Según ella, las formas usuales de las piezas elaboradas en el convento eran mates, sahumerios en forma de palomas, teteras del tipo llamado pichel (vulgarmente llamadas píncheles por personas extrañas al convento), braseritos con su tetera, tazas muy decoradas con flores en relieve y ramilletes de flores independientes, también de greda, en que las flores eran sostenidas por finos alambres en espiral que les daban movimiento; se les solía agregar una paloma, también suspendida sobre alambre. De las asas de algunos floreros era costumbre prender ramos de flores artificiales, entremezclados con plumas de color y hasta con cuentas y cintas. Un trabajo especial consistía en hacer estos arcos y guirnaldas y ramos en "escarchado".

Debe agregarse que se confeccionaban también figuritas de animales, como corderos, perros, etc., que se destinaban a adornos del pesebre. Estas representaciones evolucionaron en manos de las artistas seglares hacia tipos populares, pero conservando siempre algunas de las características de los modelos originales.

La menor de las tres hermanas, Sara, que sobrevive, demostró poseer condiciones artísticas especiales y creadoras, representando desde que abandonó la escuela primaria, escenas de la vida diaria del pueblo, tomando los modelos de la realidad misma, como ser, arrieros con burros cargados con capachos, dedicados a transportar las piedras de huevillo con que se empedraban las calles; escenas familiares; fondas o ramadas con una pareja bailando la cueca; escenas de trilla; vendedores populares; horneras; vendedores de frutas en sus burros, con capachos; burreros; carretas cargadas con verduras, etc. De sus manos provienen así figuras folklóricas llenas de vida y colorido que ilustran toda una época del pasado.

Sus representaciones se caracterizan por un fino espíritu de observación y gran realismo. Como lo destaca con razón María Bichon en su magnífico estudio citado en la bibliografía, en una escena del baile de la cueca aparecen parejas en posiciones típicas, alternan huasos y mineros, con el correspondiente acompañamiento de tocadoras de arpas, guitarras y animadores, incluso el mozo que sirve la chicha, mientras que en torno aparecen los huasos junto a la vara. Más allá se encuentra la encargada de freir las sopaipillas y empanadas, la mesa en que una pareja se sirva pescado frito y más allá, todavía, se presenta el infaltable perro echado, que mira displicentemente hacia lo lejos. "En esta representación - dice textualmente la autora citada - ha quedado prendida documentalmente la fonda típica de las festividades del siglo pasado, sin que se haya escapado detalle alguno, desde el peinado de las mujeres y el traje, hasta los atavíos de los jinetes y los arreos de los caballos". Entre los vendedores populares de a pié pueden citarse el que pregonaba la "miel de pera mota", el tortillero, el pequenero, el vendedor de mote con huesillo, el heladero, con el bote a la cabeza, el de pescados y mariscos, etc.; y entre los a caballo, el que vendía frutas en árguenas, el de las "gallinas gordas", el lechero y el que gritaba: "¡esteras par-estraos vendo!". No faltaban los niños que jugaban con el trompo o al aro y las muñequitas vestidas con trajes y capotas a la moda de la época; las devotas de mato, con su vestido de cola, el libro, el rosario, el quitasol o el abanico; las horneras que extraen el pan y las empanadas para festejar el domingo; las lavanderas ante la artesa; las moledoras de trigo; la abuelita con sus dos trenzas, sentada junto al brasero, tomando mate, mientras que a sus pies atisba el gato regalón. Y así podrían enumerarse infinitas obras debidas a la gracia y el ingenio de Sara Gutierrez, todas de profunda penetración psicológica, que revelan sus condiciones de artista espontánea, sin rebuscamiento académico.

En la época de Navidad, las hermanas Gutierrez exhibían sus obras en la Alameda de las Delicias de la capital, donde el público tenía oportunidad de adquirirlas. En el resto del año eran compradas por partidas por comerciantes, que se clasificaban por el número de docenas que contenían, recibiendo la docena el nombre de cuelga (pues se les suspendía de un cordel que pasaba por sus asas). Aquellos comerciantes, que eran ambulantes, las exhibían en las estaciones de los ferrocarriles, muelles de los puertos, etc. Por las últimas partidas vendidas en el siglo pasado se pagaban $12 por la cuelga.

Fuera de las hermanas Gutierrez había otras ceramistas. Tránsito de Díaz, p.e., había sido empleada de las monjas clarisas y se dedico más tarde, al retirarse del monasterio, a confeccionar cerámica "en pardo", es decir, no quemada, la que era adquirida por las hermanas Gutierrez para terminarla, es decir, ellas la cocían y decoraban. Tratábase de teteras, cántaros, ollas, etc. de forma achatada. Una novicia que no alcanzó a profesor había aprendido sólo a pintar la cerámica, trabajo que enseñó a sus sobrinas, las hermanas Mercedes y Teresa Moya, quienes compraban cerámica a las monjas, para decorarla por su cuenta. Catalina Rojas (apodada Catita) era prolija en modelar cerámica roja. No había estado en el monasterio.



Bibliografía

Bichon, María. "En torno a la cerámica de las monjas". Rev. Chil. de Hist. y Geogr., N°108, 2° sem. de 1946. Santiago.


Rosales, Diego de. "Historia General del Reyno de Chile". 3 vols. Valparaíso, 1877.