Enciclopedia Chilena/Folclore/Fiestas y celebraciones

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Fiestas y celebraciones
Artículo de la Enciclopedia Chilena

Este artículo es parte de la Enciclopedia Chilena, un proyecto realizado por la Biblioteca del Congreso Nacional de Chile entre 1948 y 1971.
Código identificatorio: ECH-2985/10
Título: Fiestas y celebraciones
Categoría: Folclore


Fiestas y celebraciones.

En las naciones andinas del Continente (Bolivia, Perú, Ecuador, etc.), la nómina de festejos, de todo orden, acusa un fraccionamiento inextricable y la uniformidad en el calendario no puede obtenerse en virtud del acendrado nacionalismo de las incontables parcialidades indígenas. Ya en Chile y la Argentina tienden a unificarse esas manifestaciones reservándose la escisión para destacadas regiones de la periferia. Al poniente de los Andes y a lo largo de la desarrollada longitud del Nuevo Extremo, la uniformidad es efectiva tanto en el dominio público como en el privado; y, en sus lineas generales el almanaque y el catálogo de los acontecimientos difieren sensiblemente de los de los vecinos del Norte.

En la nómina de las festividades cívicas de la nación chilena prima la conmemoración de la Independencia (18 de Septiembre) con la colectiva designación del "Dieciocho". El ciclo de hogorios y actos oficiales abarca algunos números en el día 17 y culmina en el 18 con un Te Deum y en el 19 con una Parada Militar, Banquetes, funciones de gala, recepciones oficiales, iluminaciones, juegos artificiales, concursos hípicos o deportivos, etc., contribuyen a la celebra­ción. En la Métropoli el programa de espectáculos exige para esos días temporadas extraordinarias de opera nacional y de circo extranjero. El contenido folklórico se centraliza en la romería o "fiesta del pueblo" que tiene lugar, especialmente en el 19, en los parques vecinos a todas las ciudades del país. Se canta y danza en las "fondas" o carpas, o bien al aire libre en animados corrillos. Lucen ahí los guasos sus típicas indumentarias y participan en la exaltación de la danza nacional; diseñando todos los contornos de una romería campestre concitada por la formación de tropas en las inmediaciones.

Descartando festividades cívicas como las del 21 de Mayo, el 12 de Febrero y del 5 de Abril, solamente toma contornos criollos la del 20 de enero, en el "día del roto Chileno", celebrada con diversos actos populares al pié de la estatua de este personaje en la Plaza de Yungay de Santiago. La intervención oficial se ha había hecho notar asimismo en la exaltación del Año Nuevo, si bien en los últimos tiempos tal jolgorio se ha regularizado entre las jornadas y veladas de la Navidad. Aún de mayores proporciones son los regocijados programas exclusivos de los quinquenales festejos cívicos que solemnizan la Trasmisión del Mando Presidencial (3 de Noviembre), a raíz de una nueva elección. Son ya tradicionales la expectación y el fervor con que se lleva a cabo esta serie de diversiones populares.

Una inserción de orden sociológico debe imponerse en el designio de proseguir el relato de estas actividades. Si bien quedan circunscritas a la campiña las concentraciones de la trilla y del rodeo, y como exclusivos actos ceremoniales del agro -ya comentados en otro capítulo-, participan y rigen, tanto en la ciudad como en el campo, dos celebraciones distintas. Más bien extremoamericana una de ellas, parecería evocar la calma y despreocupación del coloniaje, al asimilar el primer día de la semana al Domingo dé descanso, con la consigna de "hacer San Lúnes" (el "Lúnes criollo" del norte argentino). Este desborde costumbrista de las clases trabajadoras es motivo de una fiel observancia -en especial por los que laboran a jornal- y bien susceptible de ampliarse a los días siguientes. Como alegoría del trabajo se ostenta, en cambio, una práctica social festejando "la colocación de tijerales" en los edificios en construcción y como un incentivo para dar término al laborioso ciclo. La procedencia de este acto simbólico es fácil advertirla en la ceremonia araucana del "ruka kawiñ", dando término a la erección de la choza. En los días en que se "ponen tijerales" se izan banderas en lo más alto del edificio, se "tiran" voladores y se festeja a los operarios con una colación o convite a beber.

Reflejada en el ambiente metropolitano la iniciativa particular patrocina un conjunto aún más amplio de regocijadas reuniones. A la gran prueba hípica de 1 20 de Septiembre se le llama "las carreras del 20), equiparándola a los campeonatos atléticos y deportivos - muchos de ellos internacionales -. Se destacan también los "salones" de artes plásticas, el Ejercicio General de Bombas, las temporadas líricas y sinfónicas; reservándose las intervenciones propiamente folklóricas para los "clásicos universitarios" de football, con sus animadas "barras" y "sketchs" de disfrazados, como asimismo para las pruebas campestres de la Exposición Agrícola, desarrolladas en un rodeo con "Corridas en vacas", actos de domadura, y concurso hípico, alternando con diversiones propiamante vernáculas. Poco después, con motivo de la Fiesta de la Raza (12 de Octubre), se desenvuelven algunos programas más bien dedicados al folklore extranjero.

Con una fidelidad y un fervor, posiblemente idénticos a aquellos que toda la población del país con cede y otorga a los "días de Santo" durante la estación invernal, se desenvuelven, en los mediados de Noviembre las Festividades de la Primavera, tradicionalmente bautizadas en todo el país con el nombre de la Fiesta de los Estudiantes. Admitiendo solamente comparación -por su clima de entusiasmo, franca alegría y sus desmedidas proporciones- con los ciclos carnavalescos de Brasil, Bolivia y de Perú, esta especie de jubileo chileno logró organizarse en los comienzos de nuestro siglo y, descalificado a fines del segundo decenio, tuvo merecida reposición desde 1945. Reemplaza el Carnaval y por el castizo carácter de los actos públicos que promueve en todas las poblaciones de la República - elección de Reina, veladas bufas, corsos, mascaradas y desfiles - sistematiza un original ciclo de festejos, más bien favorables a toda suerte de manifestaciones folklóricas.

Menguada categoría se le ha ido reservando a la universal celebración del Carnaval. En mediocre desarrollo verificóse en las barriadas de las principales ciudades o en los pueblos apartados, siempre circunscrito a los ritos limeños, bien representados por el juego de la "chaya" (quechua). Conservan estas batallas de papel picado algo de la tradicional animación de antaño en los oasis y puertos del extremo norte, con tímidos conatos de reviviscencia en Valparaíso, Quillota, Coquimbo y en los paseos suburbanos de Santiago. Temporalmente desalojada la auténtica chaya por el juego extranjero de las serpentinas, consiguió sin embargo, reaccionar con el uso y abuso de los huevos de agua perfumada, las jeringas minúsculas y los finísimos y adherentes "confetti".

En el ciclo de las diversiones privadas que aún observa y practica la sociedad chilena, prima el agasajo a cada uno de sus miembros en el "día de su santo". A veces coincide éste con la fiesta onomástica de la persona celebrada o bien con el aniversario de su nacimiento, relegando casi al olvido las fechas en que se cumplen años de algún suceso familiar o personal. La glorificación aludida es un rito hogareño en el cual se incorpora sucesivamente a cada persona de la casa y comprendiendo la servidumbre, los vecinos, los parientes y todas las relaciones de amistad. El padre, la madre y las hijas casaderas gozan de especiales privilegios, celebrándose ellos mismos con una reunión social seguida de baile, ágape o cena y reciben los regalos y obsequios de los invitados y visitantes. Por correspondencia o por teléfono se cruzan las felicitaciones con la consigna de que "hay que saludar a fulano en su día" y el encuentro personal requiere un prolongado y palmoteado abrazo y plácemes. El ciclo de estos holgorios se concentra entre Junio y Septiembre y en determinadas fechas invitantes e invitados "están de mantel largo", con opción, a la "corcova", cuando la fiesta se prolonga; o bien, ser invitados a "los conchos" (sobras del festín); relegando a los menores, en cada uno de estos convites, a "la mesa del pellejo". Las concomitancias del santoral con esta serie de regocijos promueve en Chile algunas anomalías inexplicables al observar el revuelo y el fervor con que se celebran los Manueles y los Pedros, las Carmenes y las Mercedes, en detrimento de las Marías que son las más numerosas y los Juanes a los cuales poco se atiende en la gran noche del año. En todo caso, aquellas grandes datas sobrepasan en importancia a las celebraciones eventuales de bautizos, matrimonios y las reuniones preparatorias de la boda (compromisos, posturas de argollas, etc.). Asimismo han obstaculizado la exaltación de los santos patronales, nunca atendidos en las villas y las barriadas de las grandes ciudades.

Amenizan los chilenos el trabo mundano no solamente con esas consagradas efemérides sino también con las imprevistas, hasta constituir el institucional "malón" heredado de loa araucanos como un asalto o saqueo que se da por burla o por cariño. Aquí son los asaltantes quienes se prorratean los gastos y proveen las vituallas y bebidas. En la región chilota (el archipiélago y las costas colindantes) prevalece en los "medanes" otro rito social de este orden aún más complicado y relacionado con trabajos colectivos y antiguas vinculaciones. Vuelve a cobrar auge la pueblerina costumbre del "esquinazo", al ejemplo de las serenatas y pasacalles de los españoles. Mas bien que la sorpresa nocturna de acudir a las inmediaciones del hogar amigo o de la persona amada para deleitar a ésta o a los moradores con cantos y rasgueos, se ha puntualizado este rito chilenísimo en una especie de desfile o cortejo en trajes y vehículos típicos para acudir a cumplimentar y dar parabienes a alguien bien favorecido con un fausto o felíz acontecimiento.

Al referirse concretamente a las festividades religiosas hay que hacer mención previa de la decadencia y de las deslucidas exterioridades que poco a poco -y a causa del aumento del trabajo ciudadano- se han hecho sensibles en las procesiones. Las hubo numerosas y solemnes en el Coloniaje y con sobresalientes proporciones en la del Santo Sepulcro de Santiago y del pelícano de Quillota, para quedar reducidas en la Metrópoli a la de Corpus Christi; del Carmen y del Señor de Mayo.

Del rango más honorífico del folklore chileno hay que evocar la "Nochebuena en la Alameda", originalísima concentración santiaguina con ribetes de verbena, indicios de romería, asomos de "kermesse" y los contornos de feria. Celebrando la Navidad instalábanse por dos semanas las "ventas", comercios y tenduchos bajo la enramada del histórico paseo entres o cuatro filas de dos kilómetros de extensión. Mas bien que un mercado de improviso este ferial despliegue aseciaba en su significado la sacrosanta celebración de la natividad de Jesucristo con la más cautivadora alegoría del estío. Centenares de quioscos, casetas y "ramadones", expendiendo las comidas y bebidas propiamente vernáculas - en mesas servidas al aire libre -, exhibían, en la más típica promiscuidad, todo el arsenal y surtido de la artesanía de la fibra y de la arcilla. Exornando los toldos y los trasparentes cobertizos lucían verdaderos derroches de flores, guirnaldas y ramilletes, aún más realzados en la noche con las ringlas de chinescos farolillos. Diríase que el conjunto simulaba, en forma de exposición, un gigantesco y colectivo "nacimiento", en el cual participaban ricos y pobres saboreando los dorados frutos de la estación, los aromáticos refrescos y bebistrajos; y, procurándose las rústicas menudencias y primores destinados a engalanar los belenes caseros. Tenían buena parte en el tráfago de la fiesta los vendedores ambulantes ofreciendo el típico emblema del ramillete de claveles y albahacas. Esbozada en días coloniales esta original festividad tuvo su apogeo en la transición del siglo y desapareció al final de los dos primeros decenios, refugiándose en los hogares y desvirtuándose con aportes extranjeros.

En más favorables condiciones ha resistido la acción del tiempo la ceremonia - tan universal como la cristiandad - de la representación casera del pesebre ya referida en otro capitulo. Con una idéntica exaltación a la de los "nacimientos" de las casas coloniales del Nuevo Extremo sobrevivieron estos actos piadosos hasta bien entrado nuestro siglo. Buenos recuerdos dejaron, en el dominio privado, los de las modestas moradas del barrio de La Chimba, en Santiago o del Cerro de la Merced en Valparaíso. Entre aquellos organizados en público, se puede evocar la reconstitución del Protal de Belén en el templo de San Francisco, de Cauquenes (Maule), con gran repertorio de villancicos entonados por coros de niñas vestidas de blanco, acompañándose de guitarras y de las arpas portátiles que se apoyaban en las rodillas.

En todo caso el ceremonial de los actos navideños nunca llegó a obtener las imponentes proporciones observadas en la tradición mejicana que aún sobrevive con desfiles de carros alegóricos y de disfrazados, la representación de las pastorelas y la regocijada celebración de las "piñatas". Las escasas reviviscencias del fervor colonial atesoradas en suelo chileno se disgregan tanto en el extremo norte como en el archipiélago sureño, con subyacentes rituales: caóticos y desordenados en el desierto tórrido, pero esplendorosos en los hogares chilotes, en cuyas sencillas estancia parece haberse presentido la tradición alemana del árbol de Pascua, bien confundida con las particularidades hispánicas.

En referencia a los trastornos, ya consignados, en la mera exterioridad y las pompas y honores de las devociones públicas y colectivas cumple recordar - alusiones especiales se le dedican en el capítulo Resabios coloniales - las turbas de penitentes y nazarenos y tantas otras máscaras que participaban en las procesiones del Coloniaje. Son estas omisiones factores que contribuyen a generalizar y esclarecer las diversas faces o el tono característico de las sucesivas etapas observadas en las actividades del culto católico, especialmente en la Metrópoli. Al "tenebrismo" colonial de las recias estampas sucedió la severidad -talvez única en el mundo- y la monotonía de las multitudes neorepublicanas a base del negro manto femenino; evolucionando, al final de las dos décadas de nuestro siglo, hacia el vestir de calle para todos los fieles asistentes a las misas y procesiones, pero habiendo perdido el sabrosos costumbrismo de los pasados días. Si bien muchos delos cultos patronales se trocaren en peregrinaciones algunos prevalecieron - y hasta hace pocos años - en condiciones anacrónicas de vivo interés folklórico. Aquellas del remoto territorio se han considerado en el capitulo Criollismo Literario y Musical y solamente cabría un breve cita para las del Agro, muchas de las cuales están pasando a la historia. Bastaría recordar los cortejos de guasos del Cuasimodo de Colina (Santiago), la vívida Pascua de los Negros de Roma (Colchagua), La Quema de Judas en la Semana Santa de Peñaflor (Santiago), el animado festival de las Mercedes en la Isla de Maipo (Santiago), las cabalgatas de Rancagua y Conchalí para "correr a San Juan" (24 de Junio), las festividades del más ingenuo criollismo de Alhué (O'Higgins) en los días de la Purísima y la Porciuncula, o bien los juegos y mojigangas de Rengo (Colchagua) para los Reyes Magos. De análoga significación pueden asociárseles las incintables festividades místicas de la Cruz del 3 de Mayo (Invención, Exlatación y Festa), diseminadas en los campos y serranías de las provincias de Aconcagua, Coquimbo y Valparaíso; y aún desenvueltas en cortejos nocturnos de velas y faroles (Huanta en El qui).

Una alusión especial reclama un género de concentraciones bien típico de las costas chilenas. Las procesiones flotantes (al estilo de las del norte de España y Francia), difieren no poco de los cortejos terrestres a que se ha hecho mención. Como la más acreditada figura de San Pedro (29 de Junio) en Valparaíso arrancando de la Calete del Membrillo; pero la superan en tipismo las de Talcahuano (San Pedro), de Coquimbo (San Pedro), de Carelmapu (Candelaria) y aún otras bien reducidas, pero de un "pintoresquismo" arrobador, como ser la de Nercon (Chiloé), de Calbuco (id.) y de Cahuach (id.). Como no menos interesante se recomienda la fiesta fluvial que por San Pedro se lleva a cabo en el río Maule cerca de Constitución.

Volviendo al estudio de las reuniones familiares cabe una asignación única en las reglas ceremoniales del rústico vivir americano, para el "velorio del angelito". La velación - como ceremonia - de las criaturas ya fallecidas se ha perpetuado en todo el Continente. Es innegable la procedencia indígena de este rito pagano, observando su dispersión, desde Venezuela hasta la Patagonia y ya se alude en otros capítulos a los cantos circunstanciales a que se da lugar. Bien observado el acto se impone como una extraña alegoría y una cautivadora exaltación del "anjelismo", sintetizada en un ceremonial uniforme con rasgos de agua fuerte. El niño muerto y adornado con "papalinas", opopeles y alitas de tul es expuesto en un nicho rodeado de velas y de decoraciones floridas, ante el cual cantan y bailan los invitados. Este acto seráfico posee en Chile una literatura y un repertorio musical absolutamente típicos, milagrosamente conservados en los medios campesinos.

Del ritual de la campiña surge, además, otra celebración típica en el "casorio a la chilena". Entre las modalidades nacionales nunca se ha clasificado el cosmopolita cortejo de bodas ni otros simbólicos ritos nupciales. En el agro central el aspecto mundano - si así puede llamársele - de la fiesta del casorio lo representa en el "código de la guasería" la cabalgata de los invitados en el momento de concurrir a la casa de la novia para el festejo. Autorizada para avanzar la aldaniega comitiva es recivida por los padres y entre todos entonan los "parabienes a los novios"; antes de proceder al regalo y obsequio de los asistentes.

No podría aludirse a los reducidos perfiles de la vida palaciega, de suyo circunscrita a una servil copia del ambiente virreinal. Los saraos se llevaban a cabo en la "cuadra" o sala de recibo al estilo peruano, con su correspondiente estrado, y los actos restantes se verificaban en el "corredor", si era en la campiña, o en los zaguanes y patios de la ciudad. Las pesadas y chatas casonas coloniales quedaban dispersas en cada solar, separadas por derruidos tapiales y contorneadas por acequias a tajo abierto. Hacia las afueras se sucedían los "cuarterios" (viviendas pobres y transitorias). Hasta bien entrada la centuria republicana se motejaban de "tumbados" las chozas aisladas del campo, reservando la denominación de "tendales" para las destartaladas carpas y tiendas retenidas por el comercio fijo y ambulante.

En el sedentario y monótono vivir de los núcleos urbanos no se consultaban las áreas verdes, reservándose solamente reducidos espacios para las plazuelas que daban frente a las iglesias. Estos eran los únicos sitios donde lucían algunos árboles o intentos de "jardinería" y muy pocos "escaños" (bancos de piedra). El aseo público, las canalizaciones y el alumbrado empezaron a lucir ya bien consumada la era republicana, en un principio reducido este último a los "chonchones" (candiles de parafina) y después a las luminarias de gas en señal de fiesta.

Aún más desamparado era el ambiente campesino, desprovisto enteramente de obras de seguridad o comodidad para los raros viajeros. Los "despachos" (pulperías) sucedieron a los "tendales" y cuando estaban situados en una encrucijada se les denominaba "El Tropezón". Tanto en la ciudad como en el campo abierto los salteadores pasaban a reemplazar a los "montoneros" y guerrilleros, y tanto los ladrones como los asesinos se confundían en las designaciones de "garroteros" y "patraqueros".

Está demás recordar que el clima espiritual solamente era alimentado por las ceremonias y el ejercicio del culto católico. Dentro de los templos quedaban diseminados en el piso los taburetes y reclinatorios para las damas de rango, así como las más modestas se hacian aportar la cuadrengular alfombra de lana bordada para prosternarse ante los diferentes altares. En el exterior los toques de cencerros, esquilas, esquilones y campanas, caracterizando los maitines o la queda, solicitaban a los fieles para los oficios.

Las procesiones eran numerosas y variadas desde La Serena hasta Concepción. Tanto en estos desfiles como en los actos públicos los nazarenos y los penitentes, disfrazados con las mas originales vestiduras, oponían su individual y ostentoso cometido a los disciplinados cortejos de las cofradías. A las principales procesiones concurrían los gigantones, las tarascas y las máscaras con idénticas siluetas a las de la cristiandad peninsular, asimilándose más bien a los disfraces limeños los típicos cucuruchos de alargado bonete y los estrafalarios "catimbaos" o "cachimbos" disfrazando a los esclavos africanos. Como exclusivas de la tierra se imponían las curiosas caracterizaciones de los "parlapanes" de las ceremonias insulares de Chiloé.



Bibliografía

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