Enciclopedia Chilena/Folclore/Las Creencias
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Las Creencias
Artículo de la Enciclopedia Chilena
Este artículo es parte de la Enciclopedia Chilena, un proyecto realizado por la Biblioteca del Congreso Nacional de Chile entre 1948 y 1971.
Código identificatorio: ECH-518/03
Título: Las Creencias
Categoría: Folclore
Las creencias. En una comunidad folklórica la función interpretativa en su sentido más amplio y básico, vale decir la que parte del hombre y su medio como objetos de una interrogante orgánica, se exterioriza siguiendo dos conductos: el predominantemente racional, por medio de conocimientos empíricos, obtenidos de una vinculación real y evidente del ser humano con sus creaciones y con la naturaleza; y el eminentemente no racional, producto de los recursos de la imaginación o de la fe religiosa, pródigo en idealizaciones expresadas a través de símbolos, traducido más en planteamientos de búsqueda que en situaciones de certidumbre, y sintetizado en la acción de las creencias, que simplemente existen en la medida en que son aceptadas culturalmente, así alcancen extremos inauditos en el campo de la fantasía. Estas se dividen en cuatro clases: supersticiosas, míticas, legendarias y religiosas. La extensión y heterogeneidad del ámbito de la superstición superan los deslindes de cualquier concepto riguroso sobre ella, cuyas principales y más genuinas manifestaciones se producen de una manera folklórica. No obstante, si nos circunscribimos a su naturaleza, comprobaremos que ésta emana de fenómenos que actúan independientemente de la razón o de la religión, lo que debe ser enfatizado respecto de esta última, ya que adoptando la defensa de una determinada ideología religiosa, es posible calificar como supersticiosos muchos de los principios y prácticas de cualquier otra, con un criterio subjetivo y unilateral, que, a la postre, confunde las supersticiones con las supercherías y que ha producido graves errores en la historia de la humanidad. La única posición válida y justa frente a este problema es la antropológica, la cual permite comprobar cómo en todas las culturas coexisten conductas religiosas y supersticiosas, las que con mayor o menor frecuencia e intensidad se interfieren, pudiendo unas absorber a las otras, pero cuyo examen científico necesita efectuarse de acuerdo con la situación particular de cada cultura, y no con el prurito simplista, comparativo y subordinador, ya impugnado. El sometimiento del hombre a la fuerza supersticiosa, vigente en todos los estratos socieconómicos, desemboca en dos actitudes sustanciales: una receptiva por excelencia, voluntaria o involuntaria, ejemplificable con el comportamiento de los que atribuyen al número 13 propiedades dañinas o beneficiosas, según ciertas circunstancias; y otra, que teniendo implícita a la anterior, mueve a la ejecución de procedimientos por cuenta del propio interesado o de terceras personas. Un caso común en la segunda es el infligir torturas a un muñeco de trapo, con el propósito de que se transmitan a una persona previamente elegida. Por lo tanto, y como ocurre en toda la vasta gama del folklore supersticioso, las consecuencias de ambas situaciones mencionadas repercuten en favor o en contra de los crédulos, que, si bien no son siempre los causantes directos de los resultados de la superstición, ya que muchas veces ésta es provocada por factores de la naturaleza, es de quienes emana, invariablemente, la dinámica interpretativa que da vida a este tipo de creencias, hasta el extremo de que hallamos respecto del denominado mal de ojo, en la mayoría de las ocasiones, un absoluto desconocimiento por parte del ojeador acerca de sus malignos y poderosos atributos, cuyos efectos descarga en perjuicio de su victima casual. Este acto, conocido en España con el nombre de fascinación, y marcadamente divulgado en los sectores campesinos de las naciones de lenguas románicas, produce un sorpresivo decaimiento físico y mental al ojeado, debido a las miradas admirativas, con o sin complementaciones verbales, provenientes del poseedor de tan temible poder, imposible de comprobar por algún signo exterior. Aunque hay quienes extienden los alcances del mal de ojo a animales, plantas y cosas, un consenso generalizado los hace recaer principalmente en niños no mayores de cinco años. El único remedio curativo es el santiguamiento, o santiguación casi siempre practicado por mujeres y cuya fórmula mas usual es santiguar con una ramita de palqui el cuerpo desnudo del paciente, rezando varios Credos de la religión católica y otras oraciones complementarias, entre las que se destaca la siguiente: Dios conmigo y yo con El, La temática de la superstición abarca todos los rubros culturales, algunos de los cuales nos servirán para las ejemplificaciones de rigor. En el plano de los supuestos meteorológicos, uno muy difundido entre los trabajadores agrícolas indica que las características climáticas de los doce meses del año, se pueden pronosticar atendiendo a su correlación numérica con los doce primeros días del mes de enero. En lo referente a los cuerpos celestes, y como reminiscencia de la astrología, se aconseja no mostrar las estrellas con la mano, porque si la señalada corresponde a la trayectoria terrena de quien lo hace, éste morirá en breve plazo. En cuanto a las relaciones sociales, el ejemplario es variado y complejísimo: a los novios se les recomienda llorar en algún instante de la fiesta de casamiento, hecho que garantiza la futura felicidad conyugal. Para apresurar la retirada de una visita desagradable o de muy prolongada permanencia, basta poner una escoba detrás de la puerta de la habitación en que se encuentra el majadero. Las enfermedades, la muerte y el amor, suelen causar estados de desesperación muy propicios para procurar soluciones por medio de la superstición. Los recursos destinados a satisfacer las azarosas contingencias del último, particularmente en su corriente erótica, mueven a comportamientos tan curiosos como el siguientes: para conseguir una decidida y constante retribución pasional, se coloca el retrato de la persona deseada dentro del zapato derecho: bajo la planta del pie, durante el día, y, cubierto con la bacinica, en un mueble de madera en el trascurso de la noche. Entre las más difundidas supersticiones chilenas que atañen a la posibilidad fortuita de hallar riquezas materiales, está el entierro, nombre que proviene de un tesoro oculto en el subsuelo, a profundidad muy variable, consistente, por lo común, en barras o en monedas de oro o de plata. Los lugares donde se supone su existencia se caracterizan por los encuentros con seres míticos específicos, o con personas o animales de origen desconocido y desaparición súbita, o bien por la percepción de ruidos metálicos, o de llamadas y advertencias humanas, a veces unidas a cantos festivos con su correspondiente acompañamiento instrumental; estas dos últimas señales son imposibles de localizar visualmente. En su mayoría pueden ser descubiertos por cualquier persona, mediando simples casualidades para el hallazgo, en las que el coraje puede intervenir de un modo decisivo, como en el caso del arriero que se atrevió a responder afirmativamente a una mujer amortajada que invitaba a bailar a quienes trasponían un escondido y tenebroso paso entre cerros. Pero los más cuantiosos sólo están reservados para ciertos individuos, privilegio que se pierde frecuentemente debido a desinterés, torpeza o cobardía. Este segundo tipo de entierro cuenta con la vigilancia de un cuidador, que, normalmente, es un brujo, o el alma errante de quien fuera dueño o mero enterrador de la riqueza. Los distintos procedimientos implícitos en los hábitos supersticiosos, han dado lugar a especies morfológicas que obedecen a denominaciones bien peculiarizadas. Aquí citaremos el llamado secreto de naturaleza, que implica un aprovechamiento de poderes mágicos conferidos a cosas o seres, con fines preventivos, de manipulación o curativos, como ocurre con algunos metales, con uñas y cabellos humanos, con animales y plantas; estos últimos empleados íntegramente — culebra, romero -, o a través de una o más de sus partes, como sucede con las patas de los conejos. Al respecto, recordaremos que una manera de eliminar verrugas es sacarle un pelo al afectado y enterrarlo en el barro, sin que él se percate, con lo cual aquéllas se desprenderán en breve tiempo, transformándose el instrumento de la operación en un gusanillo, las más de las veces. Y si ejemplificamos con la aludida pata de conejo, diremos que ella se observa en llaveros, pulseras, o simplemente guardada en un bolsillo, como amuleto de buena suerte general. En este mismo plano sitúase el ensalmo, que, en rigor, es un procedimiento para sanar o aliviar dolencias físicas hasta de mediana gravedad, gracias al solemne recitado de un texto de corta extensión, propio de cada necesidad, y en ciertas circunstancias necesario de complementar con palpaciones. En un sentido amplio, su órbita se extiende a la solución de problemas domésticos elementales y a facilitar la práctica de juegos principalmente infantiles. Y no porque él contenga a menudo una temática religiosa, debe cofundírselo con la oración, cuyo significado funcional es otro, aunque ambos fenómenos folklóricos se incluyan en la misma posición interpretativa fundamental respecto del nombre y de su medio, como ya quedara enunciado al comienzo de este estudio. Podemos ilustrar lo expuesto señalando con qué fuerte convicción se usa en Chile la fórmula "María, María, sácame esta porquería", mediante la cual se solicita la mediación de la Virgen de los católicos para expulsar un corpúsculo molesto introducido en un ojo, la que debe decirse tres veces, según algunos reforzada por otros tantos escupitajos. Un ensalmo de la segunda clase, activador del fuego en labores hogareñas, viajes, faenas, diversiones, es el dístico "Óyeme, Santa Isabel, La autoridad de este tipo de superstición ha sido conservada por la sabiduría de los patriarcas de grupos familiares y a instancias de meicos de prestigio regional. La trasmisión oral, verdadero vehículo de su divulgación, es la causa primordial de las incontables variantes introducidas en sus remotos textos originales, las que han permitido una gran heterogeneidad de versiones, dignas de ser analizadas por la Historia de la Medicina, la Filología, la Sociología, la Psicología, con objetivos axiológicos y educacionales. Agreguemos el sahumerio, que pervive como recurso de obtención de éxito pecuniario o erótico, o bien de curación de enfermedades de personas y animales, por intermedio de emanaciones de la combustión lenta de materias a las que se atribuyen mágicas virtudes, añadiéndose, en algunas oportunidades, rogativas de índole religiosa católica. Las normas más usuales prescriben el estricto cumplimiento de un ciclo de siete a nueve domingos, si se busca riquezas; del mismo número optativo de días lunes, si se procura trabajo remunerado, y de igual cantidad de viernes, para combatir la mala salud; en los tres casos, en forma absolutamente ininterrumpida, recomendándose la madrugada o el anochecer para quemar sobre brasas de carbón, en un recipiente cualquiera, pequeñas porciones de incienso blanco, negro y de mirra, en partes iguales. Para el último de los propósitos aludidos es particularmente eficaz agregar a la petición de la gracia, algunas oraciones comunes del catolicismo, como ya se dijera, y caminar varias veces en cruz por encima del tiesto en que se prepara el sahumerio. Su principal aplicación en el terreno zoológico recae en caballos aquejados de afecciones bronquiales, producidas por enfriamientos al ser desensillados con el lomo caliente, o por beber agua estando sudados, después de una intensa actividad; afecciones cuyos síntomas se evidencian en una tos seca y persistente y en un constante fluir de líquido por la nariz. El sahumerio indicado para esta situación se compone de excrementos de vacuno, un par de nidos de aves menudas y una rama verde de canelo - probable influjo mágico de los aborígenes mapuches - encendidos en el interior de un balde u objeto similar. El animal se pone bajo techo y se le tapa con sacos la cabeza y el lomo, tratando que penetre el denso humo así conseguido, por sus fosas nasales. La firme creencia en este procedimiento pone el resto del buen resultado y la mejoría es cuestión de poco tiempo, en la que, incuestionablemente, intervienen factores terapéuticos empíricos, encubiertos por la atmósfera supersticiosa, necesarios de ser investigados por la Medicina Veterinaria, que posiblemente pudiera hacer partir este estudio histórico de las ceremonias litúrgicas funerarias y de los actos religiosos para aliviar a los enfermos, en la época del descubrimiento y conquista del Reino de Chile. La fácil penetrabilidad de la superstición en el espíritu humano, a través del tiempo y del espacio, explica, en gran medida, la vigencia de numerosas especies en nuestro país, sin que sea posible, como en otros fenómenos folklóricos, conferirle a los centros rurales el predominio de su cultivo, por cuanto en núcleos urbanos y suburbanos es asimismo notable su presencia, fomentada por los consejos de los ya citados meicos (V.), que allí instalan de preferencia sus consultorios. Si exceptuamos las valiosas indagaciones del folklorista Oreste Plath, concernientes a las supersticiones chilenas que influyen en la medicina casera, se comprobará una débil aplicación del fenómeno folklórico descrito, en los trabajos antropológicos nacionales, cuyas disciplinas sociológicas, sicológicas, y, últimamente, parasicológicas, podrían aprovechar ventajosamente los fundamentos y objetivos de estas creencias, no sólo con intenciones científicas puras, sino que también con propósitos didácticos que permitiesen una mejor orientación al progreso de nuestras tendencias culturales. Al respecto, conviene recordar que algunos especialistas se declaran decididos partidarios de una pronta y definitiva desaparición de las supersticiones; en cambio, otros, más consecuentes con los procesos paulatinos de evolución y enemigos de destruir violentamente cualquier hecho social, se inclinan por una labor educativa apta, para desechar, por parte de sus propios cultores, las creencias nocivas y a veces físicamente perjudiciales, sin proscribir las restantes, al servicio de las necesidades de interpretación espiritual. Sin embargo, sería muy aventurado proponer, sea cual fuere el planteamiento crítico elegido, la extinción total de la conducta supersticiosa, de no mediar cambios radicales en las vías de conocimiento del hombre. Las supersticiones que podemos calificar de chilenas, en virtud de un uso tradicional que las ha asimilado a nuestra idiosincrasia y les ha conferido función folklórica, proceden, en su gran mayoría, de la cultura hispana. La extraordinaria variedad étnica de ella entronca este tipo de creencias con nobles ancestros asiáticos y europeos, dotándolo de un considerable universalismo, que ha envuelto, en gran parte, los elementos indígenas afines, sólo perceptibles todavía de un modo autónomo evidente entre las costumbres de los habitantes de reductos que perduran en nuestro país. Si lo supersticioso radica esencialmente en la aceptación y utilización de poderes involucrados en expresiones muy diversas de la naturaleza y de la cultura, el mito es una creencia configuradora de seres y cosas vitalizadas, con atributos sobrenaturales, dotados de imágenes específicas, cuya acción se produce, eminentemente, con independencia de la iniciativa humana, si bien sus efectos los recibe el hombre, por regla general. La cantidad y heterogeneidad de nuestras manifestaciones míticas vigentes, requieren de un esfuerzo de sistematización para organizar un esquema de comprensión integral de esta materia. Con este fin, nos basaremos en un conjunto de principios divisorios, comenzando por el empleo de un criterio funcional, que marca la diferencia entre tres direcciones: una de acción benigna, otra maligna y una mixta. Como exponente de la primera citaremos el perspicaz, un varón revestido de extraordinarias facultades adivinatorias, destinadas sólo a causar el bien entre sus semejantes, en particular con referencia al nacimiento, desarrollo y desenlace de las enfermedades. Físicamente se lo reconoce por tener incisa una pequeña cruz en el paladar o en la cara inferior de la lengua. En la actualidad aparece escasamente en la zona central. Su ancestro atañe al mítico taumaturgo ibérico, conocido en España como saludador y en Portugal como menino bento. Representante connotado del mal es el cuero, que habita desde la provincia de Coquimbo hasta la de Llanquihue, ambas inclusive, y que la de Chiloé se llama manta. Su nombre se debe a su semejanza con un cuero de vacuno de pelaje oscuro y gran tamaño. Vive oculto en las profundidades de lagunas, ríos, esteros, tranques, canales; emergiendo súbitamente ante la presencia de hombres o animales, que por una u otra razón hubieran penetrado en sus dominios, envolviéndolos irresistiblemente, ahogándolos y luego devorándolos. Es tal su fuerza, que algunas versiones contemplan el caso extremo de haber arrastrado una cabalgadura con su jinete, sin que fuera posible contrarrestarla. El recurso más sencillo y conocido para exterminarlo consiste en arrojar al agua una planta corpulenta de quisco, la cual le produce mortales desgarros, por cuanto su instinto destructor lo lleva a abrazarse a ella. Sus antecedentes históricos lo vinculan al chueiquehuecú y al trelquehuecufe de la mitografia mapuche, monstruos acuáticos de las mismas características fundamentales que las del aquí descrito. La bondad y la maldad confluyen en la pincoya, que sólo existe en la zona de Chiloé. Es una sirena capaz de atraer o ahuyentar peces y mariscos, sea por mero capricho, sea por favorecer o perjudicar determinados lugares del litoral. Aunque por lo común se encuentra sola, en ciertas ocasiones, en particular cuando debe emprender largos viajes, se hace acompañar por su marido, el pincoy. Si los pescadores desean que les conceda abundancia de productos marinos, salen en su busca junto con músicos y cantores, a los cuales la pincoya es muy afecta, y presumiendo que nada cerca de ellos, intensifican sus expresiones de alegría al llegar a un punto que estiman propicio para la faena, el que, sin embargo, jamás volverá a ser visitado por la eventual protectora si se abusa de sus dones. En cuarto al factor procedencia, distinguimos mitos autóctonos precolombinos propios de nuestro territorio nacional, como el del chihued, un ave agorera de forma parecida al murciélago y de corto plumaje negro, que suele vaticinar enfermedades y muerte con chillidos agudos y constantes, mientra vuela en torno a las viviendas de las temerosas víctimas, creencia que posee directa afinidad con la del chonchón. En la órbita de raigambre indígena americana elegimos el o la lampalagua, cuya vigencia mítica se concentra en Argentina y Chile, derivada de una boa acuática de hasta ocho metros de largo, conocida con el mismo nombre o con el de ampalagua. La fantasía recreadora la ha convertido en una serpiente terrestre de longitud aún mayor, dotada de fuertes garras, que vive en galerías subterráneas construidas por ella misma, las que abandona esporádicamente, asomando sólo su enorme cabeza a la superficie, con el fin de saciar su hambre a costa de cuanto ser viviente encuentra, provocando serios daños a siembras y plantaciones. Dícese que es tal su capacidad de consumo que puede beber por completo el agua de ríos, esteros, canales, que le interceptan su camino. Este mito surge en los relatos campesinos de las localidades más tradicionalistas en materia de creencias folklóricas; entre otras, - circunscribiéndonos a nuestro país - Choapa y Salamanca, en la provincia de Coquimbo; Petorca y Los Andes, en la de Aconcagua; Talagante y Melipilla, en la de Santiago; siendo improbable su existencia en los extremos geográficos. Si pasamos a la procedencia universalista, tenemos en el brujo un ejemplo descollante, aunque configurado en nuestra mundo mítico sobre la base de elementos hispamos y mapuches, principalmente, y con caracteres folklóricos chilenos muy determinados. El es, en la actualidad, el mito antropomórfico más importante de cuantos podamos descubrir en toda nuestra cultura, y comprende brujos blancos y negros, según se dediquen a la práctica del bien o del mal, respectivamente; sin embargo, tanto los unos como los otros tienen atributos semejantes y deben realizar el mismo proceso básico de iniciación y estudio, que implica grandes sacrificios físicos y mentales, pero sólo los segundos están sujetos a normas demoníacas, entre las que sobresalen la de abjurar de principios religiosos, la de pactar con el diablo la de maldecir a los padres; ya que gracias a su cumplimiento podrán optar al grado de mandaruno, el máximo en cuanto a saber y poderío a que es posible llegar. El oficio brujeril, también denominado arte, lo cultivan hombres y mujeres. Facultades relevantes de él son: volar en calidad de chonchón o valiéndose del macuñ, un chaleco confeccionado con la piel de un ser humano; usar el Caleuche - buque fantasma oficial del gremio - como medio seguro y oculto de trasporte; transformar a otro o a sí mismo en algún animal apto para los fines requeridos, especialmente en ternero, cabro, perro, zorro, gato o gallina, siendo frecuentes los casos de brujos que han conservado para siempre éstas u otras formas zoológicas, sea por torpeza o debido a la intervención voluntaria o involuntaria de quienes escondieron o destruyeron las sustancias mágicas necesarias para recuperar la figura humana. Prerrogativas no menos valiosas son las que se trasuntan en el empleo de dones adivinatorios, en el cuidado de entierros y, a menudo, en la ejecución de daños, por inclinación propia o a petición de terceros, cuya acción y efecto son llamados males por los entendidos, quienes hacen el distingo entre rociada o mal tirado, que se produce de un modo fulminante y que puede enviarse desde cualquier distancia, y mal impuesto, de lentas y discontinuas consecuencias, más intenso que el anterior, pero sujeto a complicadas fórmulas y manipulaciones de objetos íntimos del afectado, como prendas de vestir o anillos. Entre las medidas más eficaces o contras para prevenir o evitar las incursiones de la brujería, se hallan las distintas especies de amuletos, las leyendas inscritas en puertas y muros de las viviendas, la costumbre de guardar ajos en la indumentaria, y, particularmente, la consulta a un brujo, eminentemente a uno blanco. Cuando es presumible estar frente a alguno, cualquiera que sea su clase, nada más adecuado que decir "martes hoy, martes mañana, martes toda la semana", ya que en ese día estos personajes de calidad mítica padecen de sordera, lo que también les ocurre en el instante en que es utilizada la locución en referencia, con lo cual quedan incapacitados para manejar sus maléficos poderes. Si es forzosa una defensa violenta y rápida hay que dispararle un escopetazo con un tiro cargado de sal en lugar de municiones, elemento infalible para ahuyentar a los más osados. Y entre los recursos simples y exitosos para desenmascararlos predomina el poner unas tijeras abiertas en cruz bajo el asiento del sospechoso, quien, de poseer la categoría supuesta, no podrá levantarse hasta mientras aquéllas no sean retiradas. La hechicería folklórica nacional extiende sus dominios por todo el territorio, sobresaliendo ciertos focos regionales por la abundancia de individuos que en ellos se agrupan en beneficio de la activación del oficio, como sucede en Talagante, en la provincia de Santiago; en Vichuquén, en la de Curicó, y en toda la zona de Chiloé, cuyo centro máximo parece ser Quicaví. En lugares como éstos estarían las cuevas de Salamanca, sitios de reunión de los del arte, inaccesibles para los profanos, si bien éstos pueden ser invitados por brujos amigos, con muy estrictas condiciones, a las fiestas que en ellas se celebran, olvidando por completo su localización al abandonarlas. Según otras versiones habría una sola gran Salamanca en todo el país, probablemente cerca de la ciudad del mismo nombre, en la provincia de Coquimbo, dotada de numerosas intercomunicaciones subterráneas respecto de las sedes secundarias. Pero, sea como fuere, cualquier punto de convergencia de brujos está bajo la permanente y diestra vigilancia del imbunche, una deforme e idiotizada creatura, prisionera e instruída por aquéllos desde su primera infancia. La magnitud temática y geográfica de esta función mítica ofrece una extensa aplicación en estudios psíquicos y sociológicos. Además, su aprovechamiento artístico aún puede abrir nuevos derroteros, hasta ahora sólo reiterado por nuestra literatura costumbrista; así como un correcto enfoque histórico-cultural serviría para interpretar objetivamente el proceso de aceptación, evolución y estado actual de éste y de los restantes seres de la mitografía chilena. El criterio de dispersión, planteado de la manera más elemental, apunta a una dualidad de extremos: el de amplitud nacional y el de limitación local. Un calificado exponente del primero es el diablo, que vive en nuestro folklore con una gran multiplicidad de formas, desde la de un niño de escasos meses, que atemoriza a cuantos acuden a sus gemidos a causa del exagerado largo de sus uñas y al desarrollo perfecto de su dentadura; hasta la de un caballero maduro, apuesto y elegante, vestido de riguroso luto, cuyo medio de movilización es un lujoso coche de cuatro caballos, absolutamente silencioso, y también negro del todo. Otras de sus apariencias comunes caen en el zoomorfismo, resaltando la de chivato, perro y serpiente; en cambio, la imagen novelesca del demonio rojo, con cuernos y cola, tiene su más generalizada y mejor expresión a través de los cuentos folklóricos maravillosos, en los que sale vencido la mayoría de las veces, situación de menoscabo que se agudiza en los versos a lo humano, al ser envuelto en un clima de jocosidad y de ridículo. Las actividades habituales del diablo consisten en provocar sustos con su sorpresiva presencia, casi siempre al amparo de la soledad nocturna; en conseguir incautos para probarlos con toda suerte de tentaciones, algunas de las cuales son tan poderosas que sólo pueden rechazarse mediante el conjuro de las doce palabras redobladas; en servir de consejero y cómplice a los brujos negros. Pero, la más extraordinaria que se le conoce, por la demostración de poder y las consecuencias que involucra, es la concretada en el pacto que hace con los empobrecidos o los ambiciosos de mayores riquezas, a insinuación suya o a petición de éstos. Para tal fin, se realiza un encuentro a altas horas de la noche, en un cruce de caminos, donde se fijan las condiciones del caso, estampándoselas en una cédula infernal, firmada con la propia sangre del interesado. Este compromiso significa la apropiación del cuerpo y el alma de la persona que lo suscribe, en favor del demonio, cumplido el plazo que se estipulara en el mismo acto. La única manera de romperlo exige velar en vida a la víctima, para lo cual se necesita un hombre conocedor de los conjuros y oraciones propias de tan terrible circunstancia y capaz de resistir las acometidas satánicas. Si llegado el amanecer, no han sucumbido velador y velado, se alcanza la salvación, y el diablo regresará a su guarida, demostrando estrepitosamente su ira y dejando libre a quien concediera fortuna, al arrojar al suelo la cédula del pacto. Junto con el mito del brujo, éste es el de más fuerte penetración en todos los estratos socioeconómicos. Sus antecedentes europeos medievales resultan indiscutibles, así como la chilenización folklórica de sus denominaciones que complementan la genérica, destacándose caballero, cachudo, cola de ballica, condenado, enemigo, malo, maligno, mandinga, matoco, satanás. La aludida limitación local se observa pronunciadamente en muy contados campos de las provincias de Llanquihue y Chiloé mediante la creencia en la quepuca, una piedra silicosa a la que se atribuye vida orgánica. Sus virtudes son administradas por los brujos, quienes la reducen a pequeños trozos para fertilizar los terrenos agrícolas cansados, distinguiendo entre quepuca macho y hembra, de cuya recíproca frotación se desprenden los fragmentos más eficaces; pero si es desmenuzada por los legos puede, a la inversa, disminuir la fertilidad de la tierra. Es probable que su origen mítico se remonte a la época precolombina, por razones de aplicación de abono con propósitos de lucro, encubiertos bajo presuntos factores esótericos. El principio de la vigencia posee tres grados básicos: el máximo está magníficamente representado por el trauco; un hombrecillo cuya altura fluctúa entre los sesenta cms. y el metro, y que cubre su cabeza con un largo sombrero cónico tejido de quilinejas, fibras de una planta liliácea muy estimada en Chiloé para la elaboración de canastos y sogas, material con el que también suele proteger su cuerpo. Habita en los bosques, entreteniéndose en cortar robustos árboles con su hacha de piedra y en sorprender a leñadores y transeúntes con su maléfica mirada, la cual produce deformaciones y enfermedades. Pero su principal afición consiste en violar doncellas, premunido de una misteriosa e irresistible atracción sexual. Como procedimientos para alejarlo se recomienda mostrarle una cruz hecha con dos cuchillos o arrojarle un puñado de arena para que se distraiga contando loe granos. En el grado medio se encuentra el imbunche, el personaje mítico de forma más horrible en nuestro folklore, resultado de un proceso al que se somete un niño desde los primeros meses de su vida, consistente en obstruírle todos los agujeros del cuerpo, excepto la cavidad bucal; en descoyuntarle les huesos de los hombros, caderas, y rodillas; en quebrarle la pierna derecha, doblándosela por sobre la espalda; en mantenerlo desnudo y prisionero en una cueva, privado de la enseñanza del lenguaje, y en alimentarlo con carne humana, terminado el periodo de la lactancia, durante el cual es común darle leche de una cabra negra. Obtiénese, de este modo, un ser bestializado, cubierto de un crecido vello, sólo capaz de emitir sonidos guturales, y que se arrastra penosamente gracias a sus brazos y al pie izquierdo. Su misión es la de vigilar los sitios de reunión de la brujería - como ya queda dicho - a cuyos miembros sirve como consejero y oráculo, conociéndoselo también en la región de Chiloé con los nombres de machucho y de vutamacho. Su radio de diseminación abarca desde el centro del país hasta la zona nombrada, y su procedencia aborigen está confirmada por su etimología mapuche y por las relaciones de cronistas y de viajeros. Un ejemplo de vigencia mínima lo constituye el destalonado, mito cuyo supuesto antropomorfismo no admite comprobación, ya que únicamente acusa su presencia actuando como centro de un inusitado remolino de polvo, capaz de arrebatar niños y animales pequeños, que, al desaparecer, deja sobre la tierra la huella de un pié humano carente de talón. Sólo es posible hallar esporádicos vestigios de esta creencia en las provincias centrales, y parecería que se aproxima su extinción. Por último, la apreciación morfológica permite un pronunciamiento clasificatorio, que arranca de la dicotomía esencial de mitos amórficos y mórficos. Las ánimas corresponden a los primeros por su condición de espíritus de personas vivas o muertas, que se manifiestan por medio de invisibles y diferentes actitudes físicas, con respecto de moradores y objetos de cualquier vivienda. Sus visitas siempre son practicadas en grupo - de ahí su denominación plural - y persiguen anunciar hechos de la más variada naturaleza, solicitar favores para sí mismas u otros seres, o, simplemente, amedrentar, con motivos de burla o venganza. Los mórficos se subdividen en polimórficos y monomórficos, desglosándose, a su vez, los segundos, en las siguientes especies: antropomórficos, uno de cuyos más connotados representantes es el duende, -kobold, en Alemania; trasgo, en España; follet, en Francia; goblin, en Inglaterrra- hombrecillo con estatura y aspecto general de un niño de 4 a 8 años de edad, vestido con hábito monacal, blanco, café o negro, colores según los cuales él es benéfico, poco dañino o muy perjudicial, respectivamente; pero, sea cual fuere su tendencia, siempre pícaro y juguetón, con características sustanciales de invisibilidad transitoria, gran fuerza corporal, rapidez de desplazamiento y penetrante sagacidad. En esta misma serie de los monomórficos agreguemos los zoomórficos, abundantes en la mitografía chilena, y entre los cuales ocupa un lugar notable el piguchén o piuchén, un vampiro que se alimenta con la sangre de animales vivos o muertos, especialmente con la de ovinos. Los antropozoomórficos, cuya más definida expresión la constituye la ya citada pincoya. Los petromórficos, sólo comprobables en la existencia de la descrita quepuca y en la de la piedra imán, humanizada por sus atributos adivinatorios y protectores. Los cristalomórficos, como el challanco de los brujos, que puede ser un pedazo de espejo, cristal o vidrio, de forma irregular, provisto de un potencial mágico capaz de dar a conocer la situación pasada, presente o futura de cualquier persona, o de descubrir los hechores de males provenientes de gestiones de la hechicería. Los lumimórficos, ejemplificables con la candelilla, que no es otra cosa que la representación fulgurante de un brujo, cuyos destellos surgen y desaparecen en distintos puntos de los lugares rurales donde predominan el pasto natural y los arbustos, con la intención de atraer y desorientar a los transeúntes. Los criptomórficos, que tienen su mejor cauce en el encanto, esto es cualquier objeto bajo cuya apariencia inanimada de metal, piedra, tronco seco, cerro, se esconde una persona sometida a cruel tormento por razones supuestas o ignoradas, la cual puede recuperar su figura humana durante breves instantes de un sólo día del año. Se cierra esta nómina de los monomórficos con los navimórficos, y aquí es el barco fantasma llamado caleuche o buque de arte, el cual recrea el difundido tema del holandés volador, como mito fundamentalmente propio de la zona de Chiloé. Está tripulado por brujos y se transforma a su amaño en un trozo de madera, una roca o un ave, así como también domina la inmersión en el momento necesario, en concordancia con su etimología mapuche: caleutun, mudarse de condición; caleu-che, gente transformada. La otra subdivisión de los mórficos, la ya mencionada polimórfica, comprende los homopolimórficos, que son normalmente zoomórficos, como el caballo encantado de color blanco, gran alzada y largas crines, que emerge de los lagos y lagunas y corre vertiginosamente sobre el agua; y los heteropolimórficos, diferenciados, a su vez, en antropomórficos, zoomórficos y antropozoomórficos. El exponente más calificado de los primeros y terceros es el diablo, y una demostración común de los segundos es la calchona, que puede adoptar dos formas: la de una cabra, oveja o perra, de abundante pelaje claro, o la de una mujer enteramente cubierta por un manto negro o blanco, en algunas ocasiones montada sobre un burro o un caballo. Cuando utiliza su apariencia de animal, suele ser pacífica, contentándose con recoger los alimentes que le guardan los campesinos, y sólo excepcionalmente se torna agresiva con los caminantes solitarios; en cambio, con figura humana es violenta y peligrosa, ya que espera, en encrucijadas propicias y al amparo de la oscuridad, el tránsito de algún desprevenido jinete para caer desde un árbol sobre las ancas de su cabalgadura, proporcionándole un horrendo sobresalto o aun la muerte por estrangulación o golpes. Salvo detalles formales, la calchona se identifica con la chascuda y la viuda, y entre las tres cubren la amplia zona que abarca desde la provincia de Coquimbo hasta la de Chiloé, siendo evidente su afinidad con el cadejo centroamericano, la malora mexicana, el Werwolf alemá, el loup-garou francés y las lamias de la antigua Grecia. Las indagaciones hechas hasta ahora revelan aproximadamente ochenta especies míticas en la historia del folklore chileno, de las cuales unas cincuenta gozan de real vigencia, debiéndose añadir a las ya presentadas, una reducida selección de las restantes, de acuerdo con la significación y fuerza de creencia que les atañe. En las provincias de Atacama y Coquimbo ha sido de trascendencia el mito del alicanto, un ave nocturna del tamaño de un aguilucho, con largo, compacto y brillante plumaje de textura metálica, característica esta última que se atribuye a su alimentación de oro y de plata, lo que no sólo le impide alzar el vuelo debido al peso de su cuerpo, sino que lo convierte en señuelo para cateadores de minerales, que se guían por su centelleo, que el alicanto apaga si se percata de la presencia de sus seguidores, desconcertándolos o llevándolos a despeñaderos. El basilisco a que aluden los reyes hebreos David y Salomón y sobre el cual nos ponen en alerta los sabios Plinio y Galeno, vive folklorizado, aunque con débil vigencia, en el centro y sur de Chile. Es una culebrilla dotada de alas y de una o más crestas, miembros que provienen de su nacimiento de un huevo puesto por un gallo viejo o, excepcionalmente, por una gallina de más de siete años. Acostumbra a succionar la saliva o la sangre de quienes hayan caído en un sueño profundo, ocasionándoles la muerte por consunción, y el mismo efecto mortal consigue con su mirada, siempre que no sea él sorprendido con anterioridad por su presunta victima. Por su valor representativo sobresale el camahueto, si bien circunscrito a las provincias de Osorno, Llanquihue y Chiloé. Sus conocedores lo describen como un ternero acuático corpulento, de corto y tupido pelaje grisáceo, provistos según algunos de dos cuernecillos dorados, y, según otros, de uno sólo, situado en medio de la frente. Singularízase por su extraordinaria fuerza, capaz de avasallar cuanto obstáculo se le oponga. En su primera edad habita en ríos y esteros, y al llegar a la madurez prefiere la amplitud del mar. Su reproducción está encomendada a los brujos. Estos son también muy apreciados para el tratamiento de torceduras y quebraduras de brazos y piernas, y la persona que sea capaz de comerlos y digerirlos, recibe una descomunal fortaleza física; creencias principalmente aceptadas por integrantes de reductos mapuches, en cuya lengua encontramos su ascendencia etimológica: ca-mahuentu, la otra pesca, el otro marisco. El mito del culebrón une al difundido temor que despierta en regiones rurales, el gran interés de su presumible parentesco con la más famosa de las divinidades mexicanas, la serpiente emplumada - quetzalcoatl - y de su probable introducción y expansión en Chile por parte de la cultura diaguita, en cuya área de poblamiento precolombino es donde mejor se ha conservado, en particular en los valles de Choapa y de Elqui, hallándoselo, además, en todo el centro del país. Su cuerpo es grueso, de hasta dos metros de largo, con piel escamosa grisácea y manchada de negro. A estas características comunes, se suman otras que han configurado dos tipos de culebrón: el carente de cola y poseedor de una membrana cartilaginosa en el lomo, la cual le sirve para volar distancias cortas; el bicéfalo, con una cabeza en cada extreme del cuerpo y con verdaderas alas que le permiten considerables y veloces desplazamientos. Uno y otro manejan poderes hipnóticos, con los cuales inmovilizan a seres humanos y animales, para luego atacarlos. Finalmente, nos ocuparemos del tue-tue, nombre onomatopéyico del citado chonchón. Es un ave monstruosa, de existencia ocasional, producto da la transformación que hace un brujo de su cabeza, con fines de transito aéreo nocturno, y en la que las orejas desempeñan la función de alas. De este modo, el interesado facilita enormemente las actividades de su oficio, a menudo practicado junto a otros compañeros de vuelo. Sólo un individuo que haya finalizado el proceso de aprendizaje brujeril, puede alegar a valerse de este procedimiento, que, además, implica los requisitos de acostarse sobre una cama que sea de su exclusivo uso, en su habitación privada; de untarse el cuerpo, en especial el cuello y las orejas, con pomadas mágicas, y de rezar determinadas imploraciones, sin olvidar la imprescindible abertura de una ventana, que le permita asegurar su partida y regreso. Delata su presencia por medio del inconfundible grito que ha servido para designarlo, sea que pase sobre una casa, o bien se encuentre detenido en un árbol cercano a ella. En ambos casos es signo de mal agüero, lográndoselo combatir con el poderoso conjuro de las doce palabras redobladas, echando sal al fuego, o dibujando con cuchillo una cruz en el suelo, acciones que lo precipitan violentamente a tierra, donde puede ser ultimado por quienes descubren sus chillidos y aletazos. Asimismo, se recomienda no ofrecerle obsequios, por cuanto regresa, con su figura humana, a buscarlos, el día siguiente, causando serios daños si no se cumple de inmediato con lo prometido. Con excepción de la que hemos llamado área andina de nuestro folklore, el tue-tue parece haberse diseminado por todo el país, proveniente de la mitografía mapuche, aunque no siempre con su nomenclatura fundamental. En la enumeración de las clases de creencias se incluyeron las legendarias después de las supersticiosas y de las míticas. Ya examinadas estas dos últimas, es más factible precisar un concepto de leyenda, pese a las complejidades de forma, estructura y contenido, inherentes a ella. Funcionalmente, resulta válido considerarla como una manera de interpretar la existencia y actitud de seres o cosas reales, o bien de personajes míticos, por lo general geográficamente determinados, a través de un relato de extensión variable. Esta envoltura narrativa, que facilita la transmisión de su médula sustancial y la fijación de constantes en cada una de sus versiones, ha inducido a situarla erróneamente en el mismo campo del cuento folklórico, no obstante la notoria diferencia funcional que hay entre ellos. Por otra parte, la ya aludida y frecuente aparición de mitos y de sus correspondientes supersticiones en temas de leyendas, no puede prestarse a equívocos ni interferencias, si se atiende a la caracterización y la delimitación dadas a cada uno de estos instrumentos interpretativos. Dicho en términos de síntesis: el mito actúa, la superstición faculta, la leyenda refiere. La subdivisión más concreta que admite este tercer tipo de creencia distingue dos categorías: la meramente expositiva y la etiográfica, esto es, la que además se pronuncia sobre las causas del origen y evolución de los seres o cosas que han devenido en legendarios. Un ejemplo de la primera se halla en la relación de las fabulosas particularidades del cerro Mauco, situado en la región de Curacaví, provincia de Santiago, uno de los lugares favoritos del diablo y de diversas especies de fantasmas, pródigo en ruidos tenebrosos y en súbitas emanaciones de humo negro. La segunda puede ilustrarse hermosamente con la laguna de Tagua-Tagua, en la provincia de O'Higgins, actualmente seca y de riquísima calidad agrícola, y cuya denominación provendría de un ave o de una planta, ambas acuáticas y nativas de la zona. A la llegada del conquistador español extendíase allí un amplio valle cultivado por los súbditos de un poderoso jerarca incaico. Despojado de sus riquezas y condenado a muerte, solicitó subir a la torre más alta de su fortaleza, emplazada en el cerro llamado Del Inca y de la cual aún se conservan ruinas, estudiadas por arqueólogos e historiadores chilenos. Desde aquel sitio lanzó sorpresivamente tres mágicos gritos y tiros de honda, convirtiendo sus fértiles campos en una inmensa y profunda laguna. La leyenda como fenómeno folklórico está vigente en todo Chile, sea con ancestros europeos, varios de ellos con entronque asiático, sea oriunda de culturas aborígenes americanas, sobresaliendo la aymara, quechua, atacameña, mapuche, huilliche, ona y alacalufe, rica vertiente en que la hispanización idiomática introdujera diversos influjos morfológicos y estilísticos. La aplicación artística de las creencias ofrece grandes posibilidades en el plano de los acontecimientos legendarios, ya concretadas en no pocas producciones literarias de la Escuela Criollista, particularmente en el cuento, género en que descollaran Baldomero Lillo y Mariano Latorre. Menos abundante se ha mostrado respecto de la música y de la plástica, uno de cuyos exponentes más calificados, Carlos Isamitt, ha obtenido valiosas realizaciones en ambos rubros, coronadas por su obra de ballet El pozo de Oro. Otra proyección de importancia consiste en estudiar los factores étnicos, históricos, ideológicos, sociales y psíquicos del hombre chileno a través de la práctica de narraciones legendarias y de sus consiguientes aceptaciones, rechazos y modificaciones; sin duda, de gran utilidad también para la difusión turística. Pero, quizás sea en el terreno pedagógico donde pudiera darse el aprovechamiento más propicio, hasta ahora casi siempre limitado a la trascripción de leyendas en textos escolares, sin un criterio metodológico adecuado, en circunstancias que la recolección de ellas y su descripción y análisis por parte de los propios estudiantes, debidamente orientados, podría ser un excelente recurso formativo. La cuarta clase de creencias comprende las religiosas, que se sustentan en el concepto y acción de la fe. Antropológica y en rigor folklóricamente, difieren de las míticas por el sistema de relación imperante entre los seres sobrenaturales y sus creyentes. La existencia de las primeras conlleva una organización normativa rígida, que requiere, en considerable medida, de nexos rituales, perfeccionados en lugares especialmente consagrados y a cargo de una jerarquía sacerdotal, para oficializar la vinculación del o de los entes superiores con sus prosélitos. Las segundas, aunque a su vez causantes de reglas de conducta, viven en contacto directo con el hombre; por excepción se sujetan a mediaciones ceremoniales, que se efectúan en cualquier sitio, en nuestro folklore dirigidas por brujos. La veneración y el acatamiento que despiertan las anteriores, son sustituídas por la perturbación, el temor y la evasión provocados por éstas. Hasta donde el llamado politeísmo grecorromano fue capaz de mantener sus categorías de dioses y semidioses, sus oráculos, sus sacrificios reglamentados, todo el complejísimo mecanismo regulador de la vida y de la muerte, funcionó estrictamente como religión. Al desmoronarse sus fundamentos y sus leyes, dio paso a una profusa mitología, revalorada con propósitos estéticos durante el Renacimiento, y algunos de cuyos personajes se conservan en la cultura occidental como supervivencias tradicionales. En suma, la religiosidad folklórica es una búsqueda de comunicación con el poder divino, que involucra básica y conjuntamente manifestación de homenaje y petición de auxilio, con múltiples grados y matices afectivos. Dicho poder no se trasunta en fórmulas mágicas independientes de él o en creaturas de morfología incierta, como ocurre con las supersticiones y los mitos, respectivamente, sino que se materializa en una variada gama de objetos de devoción, desde la imaginería, con todas sus modalidades de ofrenda hasta los más nimios instrumento» de protección. En otras palabras, el folklore religioso significa creer en seres superiores que se pueden tener al alcance de la mano. Cuando esta comunicación queda inmersa en ceremoniales festivos o no festivos - como acontece en la celebración de La Tirana o en un velorio de angelito - su función interpretativa se coordina con la de estructuración y ordenación social de estos últimos, y se enriquece y diversifica gracias a la complementación de la música, de la coreografía, de la indumentaria, de los emblemas, de las comidas, de las bebidas, todos ritualizados, a menudo en el marco de un proceso expiatorio que culmina en un centro geográfico establecido. En cambio, cuando se dirige pura y simplemente a su objetivo origina procedimientos que obedecen a su función específica y con un uso mucho más libre que el de la situación de confluencia anterior. Entre ellos resaltan la oración y el conjuro. En el folklore chileno la primera cumple con la totalidad de los propósitos de las creencias religiosas, dentro de una perentoria concepción cristiana de raíz hispánica. Sus textos son de breve extensión,; varios, versificaciones simplificadas de romances europeos. Una clara muestra de la finalidad de sumisión y de reverencia se da en las alabanzas, serie de cuartetas, variables en número, contenido y distribución, que se recitan en ciertos hogares campesinos de la zona central antes de iniciarse las actividades cotidianas, habitualmente cantadas hasta comienzos del siglo, y de ostensible enlace con el rezo de maitines. Ya viene rompiendo el alba, Jesucristo anda perdido, Alabemos al Señor, Alabanzas que hemos dicho Las rogativas de amparo o los agradecimientos por haberlo recibido - distintas instancias de un mismo ciclo - están adaptados a cualquier contingencia de la vida, y constituyen, por lo tanto, el núcleo más difundido, ejemplificado aquí con una invocación nocturna: Señor, a acostarme voy, A este mismo segundo objetivo de la oración conciernen episodios hagiográficos, debido a que la historia de su protagonista se aplica expresa o tácitamente al caso particular de quien solicita ayuda: Estaba Santa Polonia El conjuro centra su alcance en evitar o combatir la causa o el agente de fuerzas contrarias a la integridad física o espiritual. La gran mayoría de sus textos son cortos y están provistos de rima de distribución irregular, como consecuencia de síntesis sucesivas. En ellos predominan las peticiones a Cristo, a la Virgen, a los arcángeles Gabriel y Miguel, a los Santos Cipriano y Silvestre, a veces en unión de elementos simbólicos religiosos que suelen poseer numeraciones cabalísticas. Su eficacia se hace especialmente ostensible respecto del diablo, de los brujos, de los fantasmas, de los salteadores y perros bravos. Uno de los más conocidos en Chile es el siguiente: Padre San Silvestre, El conjuro de mayor vigor y penetración es el de las doce palabras redobladas, extraordinaria demostración de supervivencia, común en Latinoamérica como legado de la cultura hispánica, que lo asimilara al cristianismo después de recibirlo de los judíos y musulmanes, quienes, a su vez, lo obtuvieran de prácticas religiosas budistas y persas. Su nombre obedece a la obligatoria reiteración de su recitado, la cual consiste en añadir acumulativamente después de cada palabra, todas las anteriores en orden descendente, como lo ilustra la versión elegida: Amigo, dígame una. Una no es ninguna, la Virgen parió en Belén y siempre ha quedado pura. Amigo, dígame dos. Las dos tablas de la ley, por donde pasó Moisés. Una no es ninguna, la Virgen parió en Belén y siempre ha quedado pura. Amigo, dígame tres. Las tres Marías. Las dos tablas de la ley, por donde pasó Moisés. Una no es ninguna, la Virgen parió en Belén y siempre ha quedado pura. Amigo, dígame cuatro, los cuatro elementos... Amigo, dígame cinco. Las cinco llagas... Amigo, dígame seis. Las seis candelas... Amigo, dígame siete. Los siete sacramentos... Amigo, dígame ocho. Los ocho coros... Amigo, dígame nueve. Los nueve meses... Amigo, dígame diez. Los diez mandamientos... Amigo, dígame once. Las once mil vírgenes... Amigo, dígame doce. Los doce apóstoles... Cuando está destinado a ahuyentar el demonio, se le agrega una décimotercera palabra: Quien dijo doce, que diga trece: que reviente ése. El folklore religioso se proyecta también en otros hábitos, algunos tan simples y domésticos como el de persignarse antes de comer una fruta por primera vez en el año. Trasciende a la teoría y práctica de la medicina atribuyendo virtudes preventivas y curativas portentosas a la intervención de la divinidad y de los seres superiores facultados por ella, rubro que con más constancia e intensidad que los numerosos restantes en materia de pedir favores, impele al ofrecimiento de promesas, mejor conocidas con la denominación de mandas, cuyo uso y abuso ha dado lugar a una variadísima tipología de solicitudes, solicitantes y solicitados, hasta el extremo de designar abogados de cuestiones imposibles, distinguiéndose en Chile Santa Rita de Casia. Cuando las súplicas han conseguido abundantes y notables mercedes, surge el fervor masivo de los mencionados ceremoniales. Aunque estos cuatro caminos interpretativos encierran situaciones ambiguas, sectores confusos, anacronismos aparentes, evasiones del mundo real, cada una de sus posibilidades y huellas son otras tantas maneras de intentar la comprensión del fenómeno humano y del medio en que se desenvuelve.
Bibliografía Sebeok, Thomas A. "Myth, A Symposium". Indiana University Press, Bloomington, Indiana. USA., 1965
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