Enciclopedia Chilena/Folclore/Resabios coloniales
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Resabios coloniales
Artículo de la Enciclopedia Chilena
Este artículo es parte de la Enciclopedia Chilena, un proyecto realizado por la Biblioteca del Congreso Nacional de Chile entre 1948 y 1971.
Código identificatorio: ECH-2985/15
Título: Resabios coloniales
Categoría: Folclore
Resabios coloniales. El aislamiento geográfico, la falta de comunicaciones y el ambiente de sumisión a los "mandatarios" civiles y dignatarios de la Iglesia, mantenidos por la Corona, forjaron un permanente equilibrio social y un relativo desarrollo demográfico que en la apartada capitanía del Nuevo Extremo pervivió varias décadas después de la Independencia. Entregada la explotación de las tierras laborables a los "encomenderos" y la vigilancia urbana al cuerpo de serenos, solía notarse algún revuelo nada más que en ocasión de los descubrimientos mineros, en los días de peregrinaciones y fiestas rituales, en los regocijos o lutos que imponía la monarquía y en las festividades civiles y religiosas. Los sismos e inundaciones también tenían su parte. Durante los días placenteros de esa era de estagnación los escasos motivos de júbilo que proporcionaba el régimen indicado quedaban circunscritos a las cabalgatas y justas -en le precisa tradición de la Metrópoli-; pero, ninguna de esas actividades logró innovaciones susceptibles de alterar les tradicionales suertes de cañas o de sortijas y de sus innumerables variantes. Nunca decayó, sin embargo, la afición hípica y pudo manifestarse incesantamente en toda suerte de competencias, ya liberadas de los desfiles, cortejos y pasos de armas. Las cortas carreras rectas y los sistemas de apuestas a los caballos favoritos precipitaron en 1818 la abolición de las lidias de toros y en 1876 la de los reñideros da gallos, relegando las monótonas diversiones del "luche" (infernáculo), de los trucos y de los bolos a los recintos privados. Las burlas de ensacados y del palo ensebado; y, también las relativas iluminaciones -velas de sebo pegadas con barro a los muros- integraban los pasatiempos populares. Si en las tierras australes logró difundirse el juego araucano de la "chueca" o "palín", solamente aquel de la rayuela persistió en el elemento criollo con visos de exclusividad. Con firme arraigo en el Coloniaje debe celebrarse en Chile el juego de la cometa, designado con el cautivador vocablo de "volantín". En siglos de ejercicio fueron generalizándose algunos modelos exclusivos -bien distintos a los de los rusos, chinos, y japoneses- como la "ñecla" (milocha) y el "chonchon" (formas primitivas), el "tonelete", la "estrella", la "pava", el "pavo", la "pavita" y la "bola"; muchos de ellos recortados en tela y de grandes proporciones. La "cañuela" (cañilla) debía contener el "hilo curado" (impregnado de vidrio molido) para realizar las "comisiones" (desafíos). La pericia de este juego se pone en evidencia al encumbrar el "volantín chupete", sin cola y susceptible de revolverse incesantemente. Hacia los días de la emancipación eran muy escasas las atracciones para los desocupados y "afuerinos". Las "chinganas" (quechua) y "parrales", alternaba» con los "chincheles", "chiribitiles", las "timbas" (garitos) y los "choclones" (mas bien para reuniones políticas), en cuyas "canchas" (quechua) se practicaban los ejercicios precitados. Fué la "timbirimba" un juego de azar que se llevaba todas las preferencias, haciendo cambiar de bolsillos los "patacones" y "morlacos" (pesos de plata). Las "fondas" y después los "cafés" llegaron a eclipsar con sus atracciones a las chinganas y convocaban a los "payadores" (bardos cantores que competían en lides poéticas) y a las "cantoras" que bien podían ser tonadilleras o bailarinas. Cerca de los mercados ambulaban los "puestas", los "ciegos cantores", los suerteros y diversos lisiados e inválidos "rengueando" (renqueando) al lado de los mendigos. En los "reñideros" se enfrentaban los apostadores con los "galleros" observando y aplaudiendo las "tocadas" de las aves contrincantes. Durante el Coloniaje los espectáculos teatrales y circenses sólo se conocían en privado, repelidos a proscenios e instalaciones someras y con iluminación de velas de sebo. Los escasos ejercicios y pruebas se verificaban en estrechas "canchas" donde actuaban los "maromeros" (volatineros). En el relativo ajetreo urbano que podía observarse en las inmediaciones de las "recobas", apenas se contaban algunas figuras características, distinguiéndose de las exclusivas capas de le sociedad chilena. Integraban ésta una escasísima clase media -a base de mercaderes, artífices, dependientes y artesanos- dominada por las abrumadoras mayorías de los "platudos" (ricachones) y los pobretes. En el conglomerado no era corriente sorprender a las damas principales, quienes salían de sus casas acompañadas del negrito y después de la "chinita", para concurrir el templo o a alguna visita de confianza. Eran asimismo bien raras las exhibiciones de funcionarios en calesa, o después en birlocho; y, aun más las de las gentes de tono, en su mayoría "gachupines" (cachupines), luciendo sus carrozas o landós tirados por mulas. Cerca de los cuarteles metropolitanos pululaban los "milicos" y reclutas vigilando a los "presos" (presidiarios), a veces empeñados en las obras publicas; tal como en Chiloé los "milicianos" escoltaban a los reos de los presidios, dando nombre a una ibérica casta social de Ancud. En Santiago, Valparaíso, Copiapó y Concepción irrumpieron a su vez, las milicias y después la policía de seguridad instituida en los comienzos de la República para perpetuarse en los guardias y agentes de la casta de los vigilantes". Hubo una era dorada de los arrieros caracterizados amos y señores de las comunicaciones y atribuyéndose las franquicias y granjerías de los correos y los pregoneros. Cruzaban todo el territorio por campos y poblados asistidos por sus "arrenquines" (niños de servicio). Entre otros tipos característicos habría que citar como representativos de aquellos tiempos a loa "guanayes" (quechua) que en los puertos ejercían de remeros, bogadores, lancheros y jornaleros; así como en el otro sexo empezaban a diseñarse, entre la confusa multitud de esclavas y horteras, los caracterizados tipos de las "niñateras" (nodrizas). Acudían ellas, junto con las "caseras" (parroquianas) a los "baratillos" en demanda del "solimán" y la pitanza. Asimismo eran escasos los cargos de orden privado y solamente cuando se generalizaron los colegios y convictorios se dieron a conocer dómines y los sota-maestros (ayudantes); así como en los, hospitales aparecían los protomédicos y los sangradores. No podría aludirse a los reducidos perfiles de la vida palaciega, de suyo circunscrita a una servil copia del ambiente virreinal. Los saraos se llevaban a cabo en la "cuadra", o sala de recibo al estilo peruano, con su correspondiente estrado, y los setos restantes se verificaban en el "corredor", si era en la campiña, o en los zaguanes y patios de la ciudad. Las pesadas y chatas casonas coloniales quedaban dispersas en cada solar, separadas por derruidos tapiales y contorneadas por acequias a tajo abierto. Hacia las afueras se sucedían los "cuarterios" (viviendas pobres y transitorias). Hasta bien entrada la centuria republicana se motejaban de "tumbados" las chozas aisladas del campo, reservando la denominación de "tendales" para las destartaladas carpas y tiendas retenidas por el comercio fijo y ambulante. En el sedentario y monótono vivir de los núcleos urbanos no se consultaban las áreas verdes, reservándose solamente reducidos espacios para las plazuelas que daban frente a las iglesias. Estos eran los únicos sitios donde lucían algunos arboles o intentos de "jardinería" y muy escasos "escaños" (bancos de piedra). El aseo público, las canalizaciones y el alumbrado empezaron a lucir ya bien consumada la era republicana, en un principio reducido este último a los "chonchones" (candiles de parafina) y después a las luminarias de gas en serial de fiesta. Aún más desamparado era el ambiente campesino, desprovisto enteramente de obras de seguridad o comodidad para los raros viajeros. Los "despachos" (pulperías) sucedieron a los "tendales" y cuando estaban situados en una encrucijada se les denominaba "El Tropezón". Tanto en la ciudad como en el campo abierto los salteadores pasaban a reemplazar a los "montoneros" y guerrilleros; y, tanto los ladrones como los asesinos se confundían en las designaciones de garroteros y "patraqueros". está demás recordar que el clima espiritual del Coloniaje solamente era alimentado por las ceremonias y el ejercicio del culto católico. Dentro de los templos quedaban diseminadas en el piso los taburetes y reclinatorios para las damas de rango, así como las más modestas se hacían aportar la cuadrangular alfombra da lana bordada para prosternarse ante los diferentes altares. En el exterior los toques de cencerros, esquilas, esquilones y campanas, caracterizando los maitines o la queda, solicitaban a los fieles para los oficios. Las procesiones eran numerosas y variadas desde La Serene hasta Concepción. Tanto en estos desfiles como en los actos públicos los nazarenos y los penitentes, disfrazados con las más originales vestiduras oponían su individual y ostentoso cometido a los disciplinados cortejos de las cofradías. A las principales procesiones concurrían los gigantones, las tarascas y las máscaras con idénticas siluetas a las de la cristiandad peninsular; asimilándose más bien a los disfraces limeños los típicos cucuruchos de alargado bonete y los estrafalarios "catimbaos" o "cachimbos" disfrazando a los esclavos africanos. Como exclusivas de le tierra se imponían las curiosas caracterizaciones de los "parlapanas" de las ceremonias insulares de Chiloé. Como una modalidad costumbrista de la Colonia, y con trascendencia a la vía publica se hacia notar el trafico o intercambio - en bandejas ornadas y enfloradas - de presentes y obsequios entre las familias o entre éstas y las comunidades religiosas. Eran las monjas coloniales las depositarias de los secretos de la despensa y del repostero y con sus recetas abastecieron, casi exclusivamente, los agasajos de la vida social y la adulación a las autoridades. Los cronistas han reseñado las primicias de cada convento en la preparación de dulces, bebistrajos y golosinas. Como una original innovación de los hornos del monjío hay que hacer honor a las "locitas de las monjas" (figuras de barro cocido), en un feliz intento de arte popular que ha dejado imitadoras al través de las centurias. La fórmula de la alfarería perfumada quedó plantada en un surtido y muestrario inimitables por la "genialidad" criolla de las ollitas y figuras. Un ápice de alhucema, ajolí y benjuí aseguraba la ignición fragante de a masa, moldeada al gua, modelando con saliva la harina, la miel y la greda fina. Con razón se han dindicado estas delicadas demostraciones de rtesanía como el primor y el embeleso de las labores manuales de Chile. Ninguna tendencia folklórica podría, sin embargo, anotarse en las industrias coloniales de paños, de cueros y de las industrias suntuarias, aunque la primera cobró una especial importancia y sus abastecimientos suplían a la Ciudad Virreinal.
Bibliografía Frésier, M. "Relation du Voyage de la mer du Sud". París, 1715.
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