Ensayos de crítica histórica y literaria/El modernismo en la poesía lírica
M
ientras la tendencia bautizada con la palabra que lleva por epígrafe esteartículo, se limitó á arrastrar á escritores de escasa cultura —cuyos esfuerzos para aclimatar en nuestra hermosa lengua modismos franceses torpemente traducidos al discutible castellano hablado en algunas Repúblicas de la América española, sólo servían para poner más de relieve los inconsistentes fundamentos de la novísima escuela— los amantes de nuestra gloriosa tradición literaria y todos cuantos pensamos que en literatura como en política, no cabe progreso positivo que pugne con las instituciones tradicionales del país, nos limitamos á tender una mirada de compasivo desdeña aquellos delicuescentes escarceos, y nos hubiera parecido que les dábamos una importancia injustificada si nos hubiésemos impuesto la facilísima tarea de impugnarlos.
Pero como desde hace poco tiempo no falta quien tome en serio los desafueros de algunos de esos revolucionarios, y hasta en las columnas de los periódicos de mayor circulación se aplaude el descaro de más de un apóstol de la reciente secta que se atreve á intercalar el léxico francés en el opulento léxico castellano para buscar exóticas rimas, ó á desnaturalizar la índole de nuestro ritmo sin respeto á las leyes de la sintaxis ni á los esenciales preceptos de la prosodia, hora es ya, á mi juicio, de volver por los prestigios de nuestra poesía y de que cada cual en la medida de sus fuerzas contribuya á encauzar el juicio público, hoy en grave peligro de extraviarse sugestionado por los impremeditados aplausos dirigidos á ciertos anarquistas literarios por aquellos mismos que alientan la indisciplina social en pérfidos ataques á la Santa Religión á cuyo tónico espíritu debieron los españoles su grandeza en otras centurias más felices.
Algún poeta sudamericano y varios versificadores españoles, no desprovistos de talento ni de cultura, han publicado recientemente volúmenes de poesías inspirados en las enseñanzas negativas del Modernismo, y la aparición de estos libros ha suscitado apasionada controversia en los círculos literarios y artísticos.
Si los que ensalzan esas flamantes producciones se hubieran limitado á estudiar en ellas la obra del poeta sin insinuar la propensión á deducir de este estudio consecuencias generales á favor de la escuela llamada modernista por el público semiculto, y si los que denigran aquellos ensayos se hubiesen circunscrito á razonar desapasionadamente sobre los errores de la indisciplinada pléyade, sin aprovechar la aparición de los nuevos libros como pretexto para mantener á la sombra de inmutables principios de arte, la infalibilidad de pueriles ordenanzas, no habría pasado por mi imaginación la idea de escribir estos renglones. Cuantos pareceres concretos se emitan sobre un punto determinado pueden influir directamente en pro ó en contra de esta ó de aquella orientación literaria, y no es fácil que tales concretos pareceres engendren confusión en el cerebro de los lectores; pero los juicios sintéticos que se formulen sobre el mismo tema con tendencia á aumentar la vaguedad de los vituperios ó de los encomios, sin el más leve conato de establecer la oportuna diferenciación de matices, ofrecen por su falta de solidez, el grave peligro de desorientar al que leyere.
Por de pronto, los partidarios de la petulante pléyade aplauden con mayor entusiasmo las novedades en la métrica que no la alteza de los sentimientos ó la profundidad de las emociones del autor; parece que quieren buscar el secreto por cuya virtud triunfa el poeta en la audacia con que él sabe sacudir el yugo clásico; se prendan más de las habilidades del oficio que de las delicadezas del arte y, lejos de detenerse á examinar las undulaciones de la sensibilidad y de la fantasía del que escribe, lánzanse á inquirir por cuál ignoto sendero logra el vate saciar la sed de novedades que satura las almas de los lectores.
Yo no puedo transigir con juicios que á mi ver se apoyan, no en lo esencial é imperecedero, sino en lo accidental y efímero, ni me resigno á que nadie interprete mi silencio como una coincidencia de apreciaciones y de gustos con los jóvenes modernistas que se forjan la ilusión de haber borrado los efectos de la propia ignorancia, sólo con invertir los términos del apotegma de Chénier:
- Sur des pensiers nouveaux faisons des vers antiques,
componiendo versos nuevos sobre pensamientos vulgares.
Cuando en calidad de paladines del modernismo surgen ingenios de verdadero valer, los peligros de la tendencia que esta secta señala aparecen atenuados gracias al discernimiento con que dichos ingenios hacen uso de la libertad que se abrogan. Quien despacio lea las obras debidas á la pluma de los pocos hombres inteligentes y cultos que han incurrido en el error de correr aventuras por los tortuosos caminos de la nueva escuela, encontrará á poco que se fije, momentos frecuentes en que los autores, unas veces deliberadamente y otras á su despecho, acusan trabajada y completa digestión de las formas poéticas consagradas por los más ilustres escritores que florecieran en los días de la infancia y de la adolescencia de la literatura castellana.
Sin embargo, en vista de que los aludidos evocadores de versos á la usanza antigua se inclinan á concederles importancia secundaria y suelen contentarse con denominarlos despectivamente «Recreaciones arqueológicas», he de contraerme al análisis de las composiciones poéticas sometidas á las nuevas pautas y de las cuales ellos se muestran más ufanos, con objeto de estudiar hasta qué punto merece la gente nueva el aplauso que algunos incipientes Aristarcos le tributan.
Empiezo por decir que el prurito de buscar nuevas formas, manifestado por los modernos literatos y el tesón con que persiguen la originalidad en sus producciones, son dignos de simpatía al par que síntoma inequívoco de la existencia de nobles energías en las almas de los que osan acometer tan ardua empresa. Los mantenedores del peligroso movimiento que amenaza corromper la pureza de las letras españolas son por lo común hombres que han recibido una educación liberal, progresiva y casi revolucionaria; gentes á quienes desde la niñez han inculcado una fe ciega en el progreso del linaje humano y una aversión rayana en aborrecimiento á todo lo que fué y muy singularmente á todo cuanto en nuestra patria recientemente ha sido. El desarrollo de la fe en lo futuro terrenal suele verificarse en esos espíritus inquietos á expensas del noble sentimiento de admiración de lo vernáculo, de todo aquello que llegó á constituir el legítimo orgullo de muchas generaciones. A consecuencia de esta educación viciosa la mayor parte de los adalides del modernismo ha llegado á considerar la vida humana en sus manifestaciones complejas, como un verdadero tópico, aunque este concepto desconsolador y enervante, en vez de inducirles á rechazar cuantos deleites la vida les ofrece encerrándose en una irónica ó resignada misantropía, les permite aceptar todos los goces de la existencia con una ilusión candorosa en la práctica y que en el terreno especulativo reviste las formas del más cínico desdén.
Las modas en el traje que allá por los siglos en que se vivía más despacio duraban todo el reinado de un Príncipe ó al menos una década, se renuevan cada año en la presente centuria, porque la mayor velocidad de los medios de comunicación entre los pueblos y entre los pensamientos de tos hombres acelera los días de la existencia y presenta hoy con la rigidez hierática de la decrepitud, lo que ayer aparentaba la lozanía de un rosal en primavera. Así sucede en el arte y acaso en la literaria más que en otra alguna. El hombre hastiado por el abuso de los placeres, busca nuevos goces en la depravación de los apetitos, no encuentra más que en lo insólito distracción y deleite y, tanto en la esfera social y en el terreno fisiológico como por los extensos dominios de las artes, anda á caza de emociones raras y en persecución de antojos absurdos, deseoso de romper el suave yugo de las disciplinas académicas con igual ímpetu con que atropella las leyes morales.
En esta sazón se presentan en la palestra los celebrados portaestandartes del modernismo. El menosprecio que les inspira toda norma halla favorable ambiente para su germinación viciosa en la inestabilidad de principios y de propensiones que caracteriza á la época actual.
La rápida sucesión de los inventos en el campo científico, la incesante renovación de los errores en el orden filosófico y el veloz desarrollo de las utopías en las esferas política y social, vienen á prestar alas á la impaciencia que siente la juventud mal aconsejada por la pereza, y á convertir la noble fuga de entusiasmos que debe saturar el alma de todo artista en un escepticismo gélido, que yo considero tan árido como los sometidos á su deletéreo influjo lo estiman de buen tono.
Nadie podrá señalar en el espíritu de los pontífices de la desaforada secta literaria que me propongo impugnar en este artículo, los lunares que á veces maculan las inteligencias más activas de los propagandistas de escuela. Por lo general estos poetas de nuevo estilo se jactan de no creer en la eficacia de doctrina alguna y profesan un individualismo egolátrico, en defensa de cuyas prerrogativas parecen concentrar toda la escasísima fe de que sus almas son capaces.
Pero ni aun en los momentos en que emprenden la tarea de mantener incólume su independencia absoluta, acuden al empleo de argumentos especulativos, oratorios ó dialécticos. La elevación del pensamiento suele ser por ellos calificada de énfasis y la fertilidad en la demostración de sólidos principios, de elocuencia pedante ó enojosa. Aspiran en suma, á que el público preste á sus gratuitas negaciones el asenso mismo que ellos han decidido negar á las razonadas afirmaciones de los doctos, y creen á veces que es la argucia más discreta para velar la propia ignorancia, declarar la guerra en ampulosas vaguedades á lo que ellos en absoluto desconocen ó á lo sumo han estudiado de modo por demás rudimentario y somero.
Así vemos á los jefes del modernismo incapaces de grandes indignaciones y de entusiasmos sinceros, sin que nunca logren comunicar al lector fe en nada ni aprecio de cosa alguna, por virtud de la energía concionante de sus versos.
Parece como que esos superhombres estiman que no hay nada que acabe la vida tanto como las emociones profundas y que, avaros en la práctica, de la vida que desprecian teóricamente, la cuidan con solicitud de enamorados y se esfuerzan porque no venga á amargarla ninguna impresión honda y fuerte.
Quizás me asalta el temor de que esos espíritus tan tibiamente matizados, cuyos procesos sensitivo y emotivo son arbitrarios é inconsistentes, sean víctimas de alguna grave dolencia de la voluntad, y declaro ingenuamente que la indiferencia ó desencanto que en sus estrofas palpitan, me causan enorme tristeza. Pronto me consuelo, sin embargo, al pensar que los pacientes gozan con el mal que sufren y que si ellos pensaran que este mal no les aquejaba, es cuando andarían verdaderamente mohínos.
Todas estas reflexiones y todas estas dudas suscita en mi ánimo la lectura de los versos novísimos y me lleva á pensar sobre la sinceridad de los autores y á preguntar si ellos reflejan el propio sentimiento en el alambicado escepticismo de que hacen gala en sus obras, ó si se limitan á seguir las líneas generales de las reinantes modas literarias, un tanto modificadas por los toques siempre atrevidos, aunque no siempre acertados y de buen gusto, de los respectivos temperamentos. Los colores del prisma son indudablemente más hermosos y halagan más la vista de la gente del Mediodía que no los tonos grisientos puestos de moda por los hijos de la nebulosa Inglaterra; y, no obstante, el andaluz, el napolitano ó el dálmata civilizado adoptará las vestimentas de apagados colores y no osará exponerse á ser blanco de las burlas de los elegantes, engalanando su grácil apostura con las policromas estofas, cuya variedad y viveza de matices seguirá él, á pesar de todo, prefiriendo á la plomiza gama que en Pycadilly impera.
Respetos humanos parecidos á los que inducen á la gente del Mediodía á despojarse de sus vistosos arreos para adoptar los antiestéticos patrones impuestos por los países que supieron triunfar por la fuerza, inclinan los ánimos, atemperan los ímpetus y regulan los gustos de la meridional gente de pluma. El miedo á parecer atrasados y á pasar por hombres poco leídos, arrastra á los modernos escritores hasta á renegar de su literario abolengo y contribuye también eficazmente á tan dolorosa apostasía el hecho indiscutible de que se necesita menos aplicación y mucho menos esfuerzo intelectual para importar en España exóticas tendencias iniciadas en decadentes sociedades, que para espigar en el campo de la patria literatura.
No debo pasar adelante sin declarar que lo que llevo expuesto no ha de interpretarse como una condenación de todo cambio mutuo de impresiones con las demás literaturas. Considero, por el contrario, esa recíproca influencia sumamente beneficiosa, aplaudo sin reserva cuanto tienda á estimularla y no vacilo en afirmar que cuanto con discreción en este sentido se emprendiese, sería tan útil para la higiene del arte como eficaz es para el fomento de la cría caballar el atinado cruzamiento de las razas.
Lo que yo pretendo señalar con la acritud por mí empleada al hablar de los imitadores de extrañas literaturas, es el error en que incurren quienes piensan que es fácil y no requiere una preparación previa, sólida y concisa, dar carta de naturaleza en nuestra patria á las modas importadas del extranjero.
Esa preparación consiste ante todo en el más hondo conocimiento de la lengua castellana, adquirido mediante el detenido estudio de los modelos de nuestra clásica literatura, único modo de evitar los escollos que presenta la adaptación al idioma de Cervantes, de los frutos producidos y sazonados por los ingenios de otros países.
Todo hombre de claro juicio que fuere buen conocedor de la índole peculiar de nuestra lengua, no caerá en el lugar común de calificarla de frondosa en demasía y menos aún de rígida y de pobre. Para incurrir en error tan grosero es necesario que el que lo cometa tenga más acostumbrado el oído á la lectura de escritos franceses que á la de las obras de los autores españoles de los siglos XVI y XVII, y es indispensable que á fuerza de devorar, saborear y esforzarse por digerir los versos de Verlaine ó la prosa de Loti, haya acabado por pensar en francés y por olvidar casi por completo las escasas palabras del opulento léxico castellano de que él antes disponía para expresar las ideas ajenas.
Si alguien así pensare es porque seguramente no ha leído á los grandes maestros españoles. ¿Quién que conozca el retrato que hace Gomara de Hernán Cortés, cuando la lengua está en su infancia, podrá calificar al español de palabrero? ¿Quién que hubiere recorrido las páginas de las Empresas políticas podrá decir que no es claro? ¿Quién que recordare los párrafos del Símbolo de la fe se atreverá á condenarlo por rígido? ¿Quién que conservare en la memoria el discurso inmortal de las armas y de las letras, será tan ciego que no lo encuentre suave y deliciosamente melodioso?
Y si nos fijamos en la poesía, ¿en qué lengua se ha expresado jamás una honda pena con la candorosa energía que rebosan las endechas de Jorge Manrique? ¿Cuál es capaz de sugerir al lector con más acierto el sentimiento de la apacible serenidad de la vida campestre que la no igualada sencillez de las estrofas de Fray Luis? ¿En qué léxico europeo encontraremos las piedras preciosas con que labran Calderón ó Zorrilla sus joyas deslumbrantes?
El error que trato de combatir con las citas que preceden no sería tan lamentable si se limitara á revestir el carácter de una opinión; pero es funesto porque aspira á ser una bandera. El admitirlo como artículo de fe presta alientos á la holganza de la juventud, quien en vez de luchar con pertinacia por arrancar al idioma nacional el abundante tesoro de sus secretos, no duda un momento de la derrota y se lanza por otros campos en busca de filones cuya riqueza es problemática.
El más vibrante y poderoso resorte que en mi sentir impulsa á los grandes ingenios á exteriorizar sus ideas y sus emociones es en primer término, la creencia de que al publicarlos son verbo de las aspiraciones de una raza, como foco en donde se concentran todos los rayos luminosos que brotan del común esfuerzo de sus hermanos de casta ó de nación; y en segundo término, la confianza en el medio de expresión, que es su arma de combate, el orgullo satisfecho con que la esgrime y el deleite que experimenta al sorprender durante las peripecias de la lid, los grandes recursos ofensivos y defensivos que ese arma le procura.
En suma, el escritor, novelista ó poeta que tiene fe en los destinos de su nación y siente amor por las bellezas y conoce los matices de la lengua natal, se cree astro de luz propia y aspira á iluminar al mundo con el resplandor de sus propios rayos. Por el contrario, el autor que da ya por consumada la ruina del viejo solar y profesa, en alas de la ignorancia y de la pereza, criminal desprecio al idioma de sus padres, queda reducido á la condición de planeta y con más frecuencia todavía á la de satélite de cualquier estrella errante.
Por otra parte, y poniendo atención en las obras de ingenios españoles menos preclaros que los que arriba menciono como ejemplo, hay no poco que dilucidar acerca de la pretendida frondosidad malsana de que adolece nuestra lengua según el parecer de muchos escritores de la nueva secta.
Para lanzar semejante acusación contra los cultivadores de las letras castellanas, sus adversarios han escogido previamente un modelo con el cual las compulsan: ese modelo es el que ofrecen los modernos escritores del otro lado del Pirineo. No advierten los que eligen á dichos escritores como guía en sus tentativas literarias, los peligros que ofrece seguir sus huellas con ciega confianza; no ven los que por tal camino se aventuran cuan ingrata labor es la de acomodar el pensamiento español á los moldes fundidos por el pensamiento francés; olvidan los que á tamañas innovaciones se arriesgan, que la forma por ellos admirada en los escritores franceses, viene impuesta por la índole del carácter nacional y de las direcciones más ó menos extraviadas del espíritu de los que escriben; y que esa forma traída como por los cabellos á nuestra literatura, es, en vez de sierva, dictadora del pensamiento español.
Por grandes que sean los esfuerzos de nuestros poetas para imponer formas y estilos exóticos, siempre resultará una disonancia sensible entre la gravedad del idioma castellano y la ampulosidad sintética de la lengua de Racine, entre el torrente cristalino de vocablos armoniosos que brota de la opulencia diáfana de nuestro léxico, y la trivial abundancia de juegos de palabras, facilitados en el idioma francés por la pobreza del diccionario y por la estrecha solidaridad que liga á las palabras en la oración. Porque es indiscutible que la índole especial del lenguaje francés consiste más en la armonía del período que en la aislada belleza de los vocablos, cuyo aislado valor fonético es en él nulo, al paso que entre nosotros es de subidos quilates.
El ingenio francés propende generalmente al énfasis, es poco escrupuloso para ensartar paradojas, y haciendo gala de una suficiencia que ofrece vivo contraste con la modestia y desconfianza excesiva de los contemporáneos ingenios españoles, no vacila en dictar sentencia inapelable, por medio de cualquier antítesis de relumbrón, sobre el más serio y trascendental problema.
El francés no puede prescindir de la apuntada ponderativa tendencia ni aun en esferas menos elevadas que la del arte. Posee él como nadie el talento del reclamo y su imaginación es tan fecunda en hipérboles en el comercio con los hombres como en el comercio con las musas. A los nombres de las telas que teje, de los tatarretes que construye ó de los espectáculos públicos que organiza, asocia intrépidamente los de los héroes, cortesanas, monumentos y glorias de la patria; y en el arte culinario derrocha con éxito indudable el caudal de los tropos, bautizando al solomillo con el nombre ilustre del autor de Los Mártires y llamando á no sé qué condimento de gallina, Supreme de volaille.
Yo no me atrevo á decidir si el odio á la forma clásica que induce á los autores á acometer la empresa de cambiarla por las francesas conservando el pensar y el sentir propio de su raza, los lleva irremisiblemente y mal de su grado á adoptar el sentir y el pensar de los limítrofes ó si, por el contrario, el desaforado prurito de injertar nueva savia al árbol que ellos creen carcomido, del intelectualismo español, divulgando en castizo lenguaje nacional las corrientes del pensamiento extranjero, fuerza á nuestros jóvenes escritores, contra su deliberado propósito, á macular la pureza del idioma por efecto de la sólida trabazón que fatalmente existe entre la forma y el fondo.
Sea ello como quiera, lo que aparece con claridad meridiana es la influencia que ejerce la literatura francesa en los más privilegiados cerebros de la juventud española y la frecuencia con que ésta candorosamente imagina que produce algo original cuando repite con ligeras variantes en lengua castellana, lo que dijeron muchos antes en la de Rabelais.
No resiste casi ninguno de nuestros jóvenes poetas á la tentación de caer en ese lazo y suelen dejarse seducir por la frivolidad de los personajes de la comedia italiana, los cuales trasplantan al fértil campo de la literatura española, en el que, como plantas exóticas, no pueden prosperar con lozanía.
Saben los modernos versificadores que los poetas franceses aciertan á ser fugaces, efímeros, tornátiles, alados, por medio de una artificiosa concisión que después de todo se reduce, ya á suprimir en la oración el verbo, ya á usar y á abusar del vocativo y á dislocar arbitrariamente la sintaxis; y seducidos por el brillo falaz de tales atrevimientos, intentan aplicar método parecido en la lengua castellana. A mi juicio se equivocan al adoptar tal sistema, porque olvidan que la mayor amplitud é intensidad fonéticas de los vocablos castellanos destruyen el efecto frívolo, indeciso, retozón, que ellos pretenden producir por virtud de peregrino estilo telegráfico.
Obsérvase también en la novísima pléyade cierta propensión á tratar los asuntos poéticos sugeridos por la Historia y por las costumbres de nuestra patria, á través de los prejuicios que acerca de éstas y de aquélla han divulgado en superficiales libros los escritores de más allá del Pirineo. Parece como si los poetas se hubieran complacido en documentarse en archivos extranjeros para pintar cuadros españoles, afectando al ejecutar su labor un cansancio, una desilusión y un escepticismo á todas luces exóticos. Se pudiera decir que son los versos compuestos por tal procedimiento, páginas sentidas á la francesa, esbozos más ó menos afortunados de la psicología masculina y femenina en Francia. Las pasiones, los desengaños amorosos, los desalientos revisten entre nosotros carácter bien distinto al que afectan cuando combaten al espíritu francés. Acaso porque la sociedad española marcha con mayor lentitud por la senda de eso que llaman progreso, tal vez porque está muy distante todavía de los refinamientos de la decrepitud, es el caso que no tiene aún el alma preparada para saborear con cierta voluptuosidad amarga y en el fondo poco sincera, los desencantos que dejan como huella dolorosa las batallas de la vida. El espíritu español aparece á mi entender bajo este concepto, más de una pieza, ofrece menos sinuosidades y mayor incapacidad para abismarse en quintaesenciar sensaciones y sentimientos. En una palabra, encuentro yo que el fuego que arde en las pasiones del alma española, el egoísmo espiritual que en ellas predomina y que es antagónico del más positivista que satura el alma francesa, se aviene mal con el tono de resignación exquisita y artificiosa con los apetitos y con las concupiscencias no saciadas ó no satisfechas, que palpita en algunas de las mejores composiciones de los modernos poetas.
Entre nosotros por lo regular sobrepuja la indignación al hastío y las historias de amor se desenlazan de una manera más detonante, más vigorosa, más brusca. ¿No sería más natural y sincero que el poeta reflejara estos sentimientos nacionales sin poner sordina al diapasón de la robusta lengua castellana?
Por otra parte, produce triste impresión la lectura de poesías trazadas por plumas españolas en las que, lejos de palpitar el sentimiento de admiración ó de cariñoso respeto á lo que fué, late un gélido espíritu de análisis hostil, y cierto premeditado afán de quitar importancia á las virtudes y de exagerar los defectos.
Cabe culpar de estas tendencias, harto molestas para nuestro patriotismo, al temperamento de los autores, más capaces de sentir estímulos á la risa en la contemplación del aspecto débil de la naturaleza humana, que entusiasmo por las virtudes ante el espectáculo consolador de la resignación en las adversidades de la vida y del desinterés en las penurias, de que dieran constantes y conmovedoras pruebas nuestros ejércitos en Flandes, en Portugal y en Italia.
Tampoco sería gran dislate achacar el pesimismo de los novísimos literatos á la predisposición de sus ánimos para deducir de premisas sentadas por nuestra actual decadencia, conclusiones poco lisonjeras á nuestra grandeza pasada.
Acaso quieran los aludidos escritores justificar los malévolos juicios que aventuran sobre los compatriotas de antaño, por una de estas dos razones: O porque creen que los extranjeros se hallan en mejores condiciones que nosotros mismos para estudiar, apreciar y comprender nuestro carácter, ó porque estiman que la verdad rigurosa no es condición necesaria en poesía; y admitida esta afimación como inconcusa, encuentran más pintoresco y poético el aspecto tragi-cómico bajo el cual nos describen á los personajes de ayer Madama d'Aulnoy y los cronistas de su laya, que no el aspecto noble y heroico bajo el que nos los pinta Cánovas del Castillo.
Veamos hasta qué punto es posible aceptar la validez de ambas disculpas.
Por ¡o que se refiere á la primera, me atrevo á afirmar desde luego que, de una manera absoluta, no puede aceptarse. Lo único que quizás pueda admitirse es que el extranjero percibe con mayor intensidad que el indígena lo general y característico en las costumbres, en la indumentaria y en los rasgos típicos de las facciones españolas; que tal vez recoja más fácilmente detalles que, por ser para él insólitos, le impresionan vivamente, y que nosotros ni advertimos siquiera por ser para nosotros usuales. Pero esos generales contornos y esos detalles peregrinos se contraen únicamente á la superficie y no pueden considerarse sino como notas muy someras.
Para fallar con acierto sobre la psicología de la raza española; para conocer profundamente las virtudes que esconde bajo aparencias cuyo carácter es cómico en el fondo, tan sólo á juicio del que lo encuentre insólito; para fundir en el molde de la palabra escrita las buenas cualidades y los defectos, así corporales como espirituales, que integran la nacionalidad española, se encuentran, en mi opinión, los españoles en situación más ventajosa que todo individuo nacido y educado en un país extranjero.
Pudiera ser que en una obra científica, en un documento de índole didáctica, en un proceso de disección que requiere ante todo y sobre todo una frialdad absoluta, un desapasionamiento completo, una ausencia total de afectos interesados aunque laudables, tuviera la labor de un extranjero mayores probabilidades de acierto que el trabajo de un español. Pero en el terreno del arte, allí donde la misión principal del autor es hacer que lata al unísono con su corazón el corazón del que lee, allí donde se trata de sugerir sentimientos y emociones y no de descubrir leyes ó de inculcar principios, es indudable que la condición primera es que el poeta ó el artista sienta hondamente el asunto objeto de su poesía, de su cuadro ó de su estatua; que haya vivido el autor la propia vida del asunto antes de darle forma plástica y tangible en el molde de la palabra ó dentro de los límites impuestos por la línea.
En cuanto á la segunda disculpa, es indiscutible de todo punto la libertad del arte; es inconcuso que el artista no debe perseguir otro fin al acometer su obra que realizar la belleza; es inadmisible que el poeta se valga de la magia del ritmo y de la rima para defender, por ejemplo, la memoria de los hidalgos y soldados del siglo XVII. En este sentido parece justo que el poeta renuncie á hacer la apología de aquellos compatriotas de antaño. De la misma manera, y por respeto también á la libertad del arte, me parece contrario á sus altos fines valerse de la palabra rítmica para difamarlos, ultrajarlos ó envilecerlos.
Sin embargo, cuando el prurito de alabar ó de vituperar radica con ímpetu vehemente del fondo del alma del poeta, igualmente lícitos son dentro de los fueros de la poesía la alabanza ó el vituperio. En ese caso una y otros son espontáneos, tienen algo de inconscientes, pecan tal vez de injustos; pero no aparece agotada la lozanía de la improvisación por el menor soplo de un espíritu áridamente crítico. La exageración en encomiar ó en fustigar es, en suma, á mi ver, una cualidad muy estimable en el poeta: pero cuando éste teme excederse en el encomio ó en el ataque y adopta un aire benévolo que trasciende á previa lectura y á compulsación de textos, domina cierta frialdad en la poesía que la priva de su principal encanto. En este concepto y no en otro me he permitido censurar el espíritu crítico que informa ciertas poesías de los nuevos autores y declaro honradamente que hubiera preferido que al abordar los temas españoles en poesía, fueran los jóvenes cantores, ya que no más entusiastas, siquiera más sangrientos.
Son tantas las observaciones que sugiere el examen de la nueva tendencia de la poesía á que van consagradas estas líneas, que bien pudieran constituir un grueso volumen; pero como no me considero con la suficiente preparación para emprender la ardua tarea de escribirlo y como, por otra parte, me siento más inclinado á suministrar materiales para la crítica sensata que no á ejercer la profesión de Zoilo, hago aquí punto final, no sin confesar antes el optimismo de que me encuentro poseído, y que alimenta en mi corazón la esperanza de que la moda que acabo de impugnar pase sin dejar honda huella por el vasto y feracísimo campo de las letras castellanas.