Entre libertador y dictador
Entre libertador y dictador
[editar](A Julio S. Hernández)
Estando de sobremesa el Libertador Bolívar en Chuquisaca, allá por los años de 1825, versó la conversación sobre las excentricidades del doctor Francia, el temerario dictador del Paraguay.
Lo que algunos comensales referían sobre aquel sombrío tirano, que se asemejaba a Luis XI en lo de tener por favorito a su barbero Bejarano, despertó en el más alto grado la curiosidad de Bolívar.
-Señores -dijo el Libertador-, daré un ascenso al oficial que se anime a llevar una carta mía para el gobernador del Paraguay, entregarla en propia mano y traerme la respuesta.
El capitán Ruiz se puso de pie y contestó:
-Estoy a las órdenes de vuecelencia.
Al día siguiente, acompañado de una escolta de veinticinco soldados, emprendió Ruiz el camino de Tarifa para atravesar el Chaco. Después de un largo mes de fatigas, llegaron a Candelaria en el alto Paraguay, donde existía una guardia fronteriza que desarmó a la escolta sin permitirla pasar adelante. El oficial paraguayo, custodio de la frontera, envió inmediatamente un chasqui al gobierno con el aviso de lo que ocurría.
Francia le mandó instrucciones; y el capitán Ruiz, acompañado de dos jinetes paraguayos, que no hablaban español, sino guaraní, continuó viaje hasta la Asunción, sin que en el tránsito se le dejara comunicar con nadie.
Pasó Ruiz por algunas calles de la capital hasta llegar al palacio del dictador, donde sin permitírsele apear del caballo, tuvo que entregar al oficial de guardia el pliego de que era conductor.
Una hora después salió éste. Dio a Ruiz una carta sellada y lacrada, que contenía la respuesta del dictador a Bolívar, y el sobre del oficio, con estas palabras de letra del autócrata paraguayo:
Llegó a las doce. -Despachado a la una, con oficio-. FRANCIA.
El capitán volvió grupa, escoltado por los dos vigilantes paraguayos, que no se apartaron un minuto de su lado hasta llegar a Candelaria, donde lo esperaban los veinticinco hombres de su escolta.
Después de mil contratiempos, naturales a camino tan penoso como el del desierto Chaco, puso Ruiz en manos del Libertador la ansiada correspondencia, y obtuvo el ascenso, leal y honrosamente merecido.
Los compañeros de armas de Ruiz acudieron presurosos a su alojamiento, esperando oír de su boca descripciones pintorescas del país paraguayo y estupendos informes sobre la persona del enigmático dictador.
-¿Qué ha visto por allá, compañero?
-Árboles, arroyos y dos soldados que me custodiaban.
-¿Nada más?
-Nada más.
-¿Qué ha oído en ese pueblo? ¿Qué se dice de nosotros?
-No he oído más que el zumbar del viento; con nadie he hablado; sólo mis dos guardianes hablaban; y como lo hacían en guaraní, no les comprendí jota.
-¿Y Francia? ¿Qué tal se portó con usted? ¿Es bajo?¿Es alto? ¿Es feo? ¿Es buen mozo? En fin, díganos algo.
-¿Qué les he de decir, si yo no he conocido al dictador, ni he pasado del patio de su casa, ni visto de la ciudad sino cuatro o cinco calles, y eso al galope, más tristes que un cementerio?
El despotismo extravagante del doctor Francia estuvo más arriba que la curiosidad burlesca del Libertador.
La biografía del dictador paraguayo y las vagas noticias que de las atrocidades que ejecutó han llegado hasta nosotros los peruanos, dan a ese personaje y a su pueblo un no sé qué de inverosímil y fabuloso. El libro del médico suizo Rengger, el del literato español D. Ildefonso Bermejo, el del inglés Robertson y el opúsculo del argentino D. Pedro Somellera, enemigo político y personal del doctor Francia, era cuanto medianamente autorizado podíamos consultar para formarnos concepto del Paraguay y del régimen dictatorial que, a poco de la caída en 1811 del gobernador español D. Bernardo Velasco, implantara un doctor en teología.
Realizada la independencia del Paraguay, se confirió el gobierno del país a dos cónsules: el comandante D. Fulgencio Yegros, que se sentaba en un cómodo sillón de vaqueta llamado la curul de Pompeyo, y el doctor D. Gaspar Rodríguez Francia, que ocupaba la curul de César.
En 1814 César echó la zancadilla a Pompeyo, y se erigió dictador. «Desde ese momento -dicen sus imparciales biógrafos Rengger y Longchamp- Francia cambió de vida, abandonando por completo el juego y las mujeres, y ostentando, hasta la muerte, la mayor austeridad de costumbres en su existencia doméstica».
En los primeros años de su gobierno, el dictador profesaba la doctrina de la inviolabilidad de la vida humana: no levantaba cadalsos, pero aplicaba el tormento a sus enemigos, y hacía ostentación de refinada crueldad. Pidió un preso que se le mandase cambiar de grillos, y Francia contestó: «Si quiere esa comodidad, que se los haga fabricar y que le cuesten su plata». Corriendo los tiempos, rara fue la semana en que, por lo menos, no decretara un fusilamiento.
Llama la atención que habiéndose Francia educado para sacerdote, hubiera estimado en poco a la gente de iglesia; si bien la mayoría de ésta, en el Paraguay, era corrompidísima. El prior de los dominicos se jactaba de ser padre de veintidós hijos, y eso tuvo en cuenta el mandatario para decretar la secularización de los frailes y aun para pretender la abolición del celibato sacerdotal. A dos religiosos que en el púlpito se ocuparon de política, les mandó rapar la cabeza, y los puso a vergüenza pública vestidos con una hopalanda amarilla.
Un cura procesó a una mujer acusada de bruja, proceso que desaprobó el doctor Francia, diciendo: «¡Véase para lo que sirven los sacerdotes y la religión! ¡Para hacer creer a las gentes en el diablo más bien que en Dios!» Desde ese día Francia se declaró jefe de la iglesia, nombraba y destituía párrocos, y prohibió procesiones, dejando subsistente sólo la de Corpus.
-Si el Papa viniera al Paraguay, puede ser que lo nombrara mi capellán; pero bien se está él en Roma, y yo en la Asunción -decía D. Gaspar, familiarmente, a su barbero Bejarano y a su médico Estigarribia.
Hasta 1820, Francia oía misa los domingos y días de obligatorio precepto; pero en ese año dio de baja a su capellán, y no volvió a entrar en los templos. El comandante de una nueva fortaleza le pidió permiso para poner ésta bajo la advocación de un santo. «¡Idiota! -le interrumpió el dictador-. Para guardar las fronteras, los mejores santos son los cañones».
A los pocos europeos que llegaban a la Asunción solía decirles: «Haced aquí lo que gustéis, profesad la religión que os acomode, nadie os inquietará; pero estad prevenidos que os va el pellejo si os mezcláis en las cosas del gobierno». Y efectivamente, envió a la eternidad a no pocos de esos aventureros que se meten a patriotas en patria ajena. Sólo por esto querría yo un Francia en el Perú, harto como estoy de ver a gente de extranjis tomar cartas y doblar baza en juego en que debieran hacer, a lo sumo, papel de mirones. Esto de que un hereje quiera ser más papista que el Papa... no está en mi mano... ¡Vamos!... me carga, se me estomaga y me hace vomitar bilis.
Como los cuákeros, el doctor Francia daba a todos el tratamiento de tú; pero ¡desgraciado de aquel que, por distracción, dejase de, decirle excelentísimo señor!
Por fin, para dar una idea del terrorífico respeto que inspiró a su pueblo, bástenos copiar las palabras que dirigió un día a un centinela que había tolerado a una mujer que mirase por una ventana los muebles de una de las habitaciones de palacio. «Si alguno de los que pasen por la calle se detuviere fijándose en la fachada de mi casa, haz fuego sobre él; si le yerras, haz otro tiro; y si todavía le yerras, ten por seguro que mi pistola no ha de errarte». Así, cuantos pasaban por el fatídico antro de la fiera lo hacían bajando los ojos al suelo.
El 20 de septiembre de 1840, a la edad de ochenta y seis años, terminó la existencia de ese déspota verdaderamente fenomenal.
A los que deseen conocer con más amplitud el tipo caracterizado por el doctor Francia, les recomendamos la lectura del libro recientemente escrito por el ilustrado médico bonaerense Ramos Mejía, titulado Las neurosis célebres.
La nota del Libertador Bolívar al tirano Francia se limitaba a proponerle que sacase al Paraguay del aislamiento con el resto del mundo civilizado, enviando y recibiendo agentes diplomáticos y consulares. La contestación, de que fue conductor el capitán Ruiz, no puede ser más original, empezando por el título de patricio que da al general Bolívar, Hela aquí tal como apareció en un periódico del año 1826:
Patricio: Los portugueses, porteños, ingleses, chilenos, brasileros y peruanos han manifestado a este gobierno iguales deseos a los de Colombia, sin otro resultado que la confirmación del principio sobre que gira el feliz régimen que ha libertado de la rapiña y de otros males a esta provincia, y que seguirá constante hasta que se restituya al Nuevo Mundo la tranquilidad que disfrutaba antes que en él apareciesen apóstoles revolucionarios, cubriendo con el ramo de oliva el pérfido puñal para regar con sangre la libertad que los ambiciosos pregonan. Pero el Paraguay los conoce, y en cuanto pueda no abandonará su sistema, al menos mientras yo me halle al frente de su gobierno, aunque sea preciso empuñar la espada de la justicia para hacer respetar tan santos fines. Y si Colombia me ayudase, me daría un día de placer y repartiría con el mayor agrado mis esfuerzos entre sus buenos hijos, cuya vida deseo que Dios Nuestro Señor guarde por muchos años. -Asunción 23 de agosto de 1825-. GASPAR RODRÍGUEZ DE FRANCIA.
Bolívar leyó y releyó para sí; sonriose al ver que el suscriptor lo desbautizaba llamándole Patricio en vez de Simón, y pasando la carta a su secretario Estenós, murmuró:
-¡La pim... pinela! ¡Haga usted patria con esta gente!