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Entre naranjos/Primera parte/VI

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VI

Las elecciones pusieron en movimiento a todo el distrito. Había llegado el momento solemne para la casa de Brull, y todos sus fieles, no seguros aún de la omnipotencia del partido, como si temieran a ocultos enemigos que podían presentarse inesperadamente, se agitaban en la ciudad y los pueblos, lanzando cual grito de victoria el nombre de Rafael.

Pocos se acordaron de la inundación. El sol bienhechor había secado los campos; los huertos se mostraban más hermosos que nunca, como si el río, al invadirlos, los hubiese fecundado con nueva vida; se anunciaba una cosecha magnífica, y sólo como recuerdo de la catástrofe quedaba algún seto aplastado, alguna cerca desmoronada, algún camino hondo con los ribazos destruidos.

Todo se reparaba con relativa rapidez, y la gente mostrábase contenta, hablando del pasado peligro con desprecio. ¡Hasta la otra!

Además, se había repartido mucho dinero. Llegaron socorros de la capital de la provincia, de Madrid, de toda España, gracias al trompeteo lastimero de la Prensa , y los hortelanos, con la credulidad del devoto que atribuye todos sus bienes al santo patrón, agradecían la limosna a Rafael y a su madre, proponiéndose ser cada vez más fieles a la poderosa familia. ¡Viva el padre de los pobres!

Doña Bernarda, viendo próximos a realizarse sus ensueños de ambición, no se daba un momento de reposo. Indignábase ante la indiferencia y la frialdad de su hijo. El distrito era suyo, pero no había que dormirse. ¿Quién sabe lo que a última hora podían hacer los enemigos del orden, que eran bastantes en la ciudad? Había que ir a tal pueblo para decir cuatro palabras a los electores ricos; visitar al alcalde del otro para que viera «que se le hacía caso»; moverse mucho, que toda la gente se preocupara de su persona.

Y Rafael obedecía, pero evitando que le acompañase don Andrés, pues a la ida o a la vuelta pasaba unas cuantas horas en la casa azul o suprimía por completo el viaje para quedarse allí, temblando al volver a casa por si su madre se enteraba de tales distracciones.

Conocía doña Bernarda aquella nueva amistad. Sin otra preocupación que la salud y los actos de Rafael, y ayudada por el chismorreo de una ciudad curiosa, nada hacía su hijo que no lo supiera a las pocas horas. Hasta tenía noticias, por una indiscreción de Cupido, de aquel arriesgado viaje de noche y a través de los peligros de la inundación para ir a presentarse a la cómica, como ella decía con rabioso acento de desprecio.

Entonces ocurrieron las tormentosas escenas que habían de dejar en Rafael una profunda impresión de amargura y miedo.

La dureza del carácter de doña bernarda quebrantó al joven, haciéndolew comprender con cuánta razón había temido siempre a su madre. La áspera devota, con su coraza de virtud y sanos principios, lo aplastó desde las primeras palabras. ¿Se había propuesto deshonrar la casa? Ahora, que tras muchos años de trabajos iba a alcanzar el fruto de tantos sacrificios, ¿quería, por su afición a una cómica, ponerse en ridículo, dando motivos de burla a los enemigos? E indignada, no vaciló en rasgar brutalmente el velo de prudencia tras el cual se habían desarrollado misteriosamente sus desventuras y sus rabias conyugales; no dudó en volcar sobre la cabeza del hijo todas las miserias ocultas de su matrimonio.

–¡Lo mismo que tu padre! –exclamó, iracunda, doña Bernarda–. No puedes negar su sangre; mujeriego, amigo de las perdidas, capaz, por una cualquiera, de comprometer la suerte de la casa... ¡Y yo, grandísima tonta, trabajando por ellos, olvidando la salvación de mi alma, para lograr que llegues a donde no llegó tu padre!... ¿Y cómo me lo agradeces?... Lo mismo que aquél, con un disgusto a cada momento.

Humanizándose después, sintiendo la necesidad de comunicar sus proyectos para el porvenir, pasó de la ira a la amistosa confidencia, y comenzó a revelar a Rafael el estado de la casa. Ocupado él en hojear librotes y en las cosas del partido, no sabía cómo marchaban los asuntos. Ni necesitaba saberlo: para eso estaba ella. Pero quería que conociera las brechas que en su fortuna habían abierto a última hora las locuras de su padre.

Ella hacía milagros de economía. Muchas deudas estaban pagadas ya; llevana levantadas algunas hipotecas, gracias a su buena administración, ayudada por el fiel don Andrés, pero la carga era grande y en muchos años no conseguiría librarse de ella.

Además –y al llegar aquí doña bernarda se mostraba más tierna y con voz insinuante–, ya que era el primer hombre del distrito, debía ser el más acaudalado; lograrlo no resultaba difícil. Todo consistía en ser buen hijo, en dejarse guiar por ella, la que mejor le quería en el mundo... Ahora, diputado, y después, cuando volviera de Madrid, a casarse. No faltarían buenas muchachas educadas en el temor de Dios, y además millonarias, que se darían por contentas siendo su mujer.

Rafael la atajó con una débil sonrisa. Ya sabía de quién hablaba su madre: de Remedios, la hija del más rico de la ciudad, un rústico de suerte loca que inundaba de naranjas los mercados de Inglaterra, ganando por instinto, a despecho de todas las combinaciones comerciales.

Por esto le recomendaba su madre con tanto interés que visitase aquella casa, enviándole a ella con cualquier pretexto. Además, doña Bernarda llevaba a Remedios a la suya con frecuencia, y rara era la tarde que al entrar en su casa Rafael no encontrara a aquella muchacha tímida, torpe y de una belleza insignificante, vestida con trajes que aprisionaban cruelmente su soltura de chicuela criada en los huertos, transformada rápidamente en señorita por la buena suerte del padre.

–Pero, mamá –dijo Rafael sonriendo–, ¡si yo no pienso casarme!... ¡Si eso, cuando llegue, ha de ser a gusto mío!

La madre y el hijo quedaron moralmente separados después de la borrascosa entrevista. Era una situación que recordaba a Rafael su infancia, cuando, después de una travesura, encontraba la mirada fiera y el rostro ceñudo de su madre. Pero ahora, esta seriedad agresiva se prolongaba por días y días.

Al entrar en casa por las noches, se veía interrogado durante la cena en presencia de don Andrés, que no osaba levantar la cabeza ante la poderosa señora. ¿Dónde había estado? ¿A quién había visto?... Rafael sentía el espionaje siguiéndole en sus paseos por la ciudad y el campo.

–Hoy has estado en casa de la cómica... ¡Cuidado, Rafael! ¡Me vas a matar!

Y Rafael, para ir a casa de la cómica, se ocultaba como en su época de niño, cuando robaba fruta en los huertos, marchaba por sendas y ribazos al abrigo de los setos, y la vista de una hortelana o de un muchacho le obligaba a pesados rodeos. Y el hombre que hacía esto era el mismo que en aquel instante llenaba con su nombre todo el distrito; aquel de quien los alcaldes y prohombres decían con plena convicción: «Aquí no hay más diputado que don Rafael. Ese procurará por nosotros.»

Don Andrés se esforzaba por consolar a su ama. Todo aquello era un capricho de muchacho. Había que dejarle que se divirtiera. Al fin, era un joven guapo y de buena casa. En su cinismo de viejo acostumbrado a las fáciles conquistas del Arrabal, guiñaba sus ojos maliciosamente, creyendo que Rafael había conseguido un triunfo completo en la casa azul. Sólo así podía explicarse su asiduidad en las visitas, la mansa rebeldía a la autoridad maternal.

–Esas cosas, por dulces que sean, acaban por cansar, doña Bernarda –decía el viejo sentenciosamente–. La cómica levantará el vuelo cualquier día; además, deje usted que Rafael vaya como diputado a Madrid y vea aquel mundo, a la vuelta no se acordará de esa mujer.

El fiel lugarteniente de los Brull se hubiera asombrado al ver lo poco que conseguía Rafael.

Leonora no era la misma de la noche de la inundación. Pasado el encanto del peligro, la novedad de la aventura, lo extraordinario de aquella entrevista, trataba a Rafael con amistosa calma, como a uno de los muchos que en la vida habían girado en torno de ella. Lo miraba como un mueble más de su casa, que todas las tardes venía a colocarse ante su paso; un autómata que se presentaba para pasar horas y horas contemplándola, pálido y emocionado, con el encogimiento de la inferioridad, contestando a sus palabras muchas veces con simplezas que le hacían reír. Su ironía y aquella franqueza de que hacía gala le herían cruelmente.

–Hola, Rafaelito –le decía muchas tardes al verlo llegar–. Pero ¿por qué viene usted con tanta frecuencia? Nos van a tomar por novios. ¿Qué dirá su mamá?

Y Rafael sufría cruelmente, se avergonzaba de sí mismo, pensando en lo que ocurría en su casa, en las iras que arrostraba para llegar allí. Pero le era imposible librarse de la atracción que sobre él ejercía Leonora.

Además, ¡qué tardes aquellas en que quería ser buena, cuando, cansada de pasear por el huerto, fastidiada en su carácter ligero y voluble, por la monotonía de los naranjos y las palmeras, se refugiaba en el salón, poniendo sus manos en el piano! Rafael, con el encogimiento de un devoto, se sentaba en un rincón, y contemplando los soberbios hombros, sobre los cuales ondeaban como plumas de oro aquella voz hermosa, que sonaba dulce y velada, mezclándose a los desmayados acordes del piano, mientras que por las abiertas ventanas entraba la respiración del huerto rumoroso bajo la dorada luz del otoño, el perfume sazonado de las naranjas maduras, que asomaban sus caras de fuego entre los festones de hojas.

Era Schubert, con sus melancólicas romanzas, el músico preferido; la dominaba en aquella soledad el encanto de la música triste. Su alma pasional y tumultuosa parecía desmayarse, enervada por el perfume de los naranjos. Alguns veces, de repente, venían a morderle el recuerdo de sus triunfos escénicos, la gloria artística conquistada sobre las tablas; y golpeando el piano con la sublime furia de la cabalgada de las valquirias, lanzaba el ¡hojotoho! de Brunilda, el grito de guerra impetuoso y salvaje de la hija de Wotan: relincho armónico con el cual había puesto en pie a muchos públicos, y que en aquella soledad estremecía a Rafael, haciéndole admirar a su amiga como una divinidad extraña, cual una diosa rubia de ojos verdes, acostumbrada a cabalgar sobre los cielos, entre los torbellinos del huracán, y que en este país del sol se resignaba a ser mujer.

Otrs veces, echando atrás su hermoso busto, como si contemplara con la imaginación salones festoneados de rosas, en los que danzasen huecas faldas, pelucas empolvadas y tacones rojos, rozaba las teclas, haciendo sonar un minuetto de Mozart, vaporoso como un perfume elegante, como la sonrisa de una boca pintada y con lunares postizos.

Rafael no olvidaba la noche de la amistad, la mano entregada a sus labios en aquel mismo salón. Una vez intentó repetir la escena, e inclinándose sobre las teclas, quiso besar la diestra de Leonora.

La artista se estremeció, como si despertase. Relampaguearon sus ojos con ira, y sin dejar por eso de sonreír, levantó amenazante la mano, con todo su fanático brillo de pedrería, como si fuese a abofetearlo.

–¡Cuidado, Rafael! Es usted un chiquillo, y lo trataré como a tal. Ya sabe que no gusto de que me molesten. No le despediré, pero si sigue así, ¡va usted a llevarse cada bofetada!... ¡Qué pegajoso! Eso sólo se permite una vez, y no olvide usted que cuando yo quiero que me besen la mano comienzo por darla voluntariamente... Ya no hay más música: se acabó. Vamos a entretener al niño, para que esté quietecito.

Y comenzó una de aquellas revistas de equipaje que entusiamaban a Rafael; una exhibición de recuerdos de su vida artística, que al joven le parecían nuevos avances en su intimidad con Leonora.

Contemplaba sus retratos en las diversas óperas por ella cantadas: una numerosa colección de hermosas fotografías, llevando al pie el nombre del gabinete en casi todos los idiomas de Europa, en alfabetos raros que hacían parpadear a Rafael. La Elisabeta pálida y mística de Tannhauser había sido retratada en Milán; la Elsa ideal y romántica de Lohengrin era de Munich; había una Eva cándida y burguesa de Los maestros cantores, fotografiada en Viena, y una Brunilda soberbia, arrogante, de mirada hostil y centelleadora, que llevaba al pie del sello de San Petersburgo. Esto, sin contar un sinnúmero de otras fotografías, recuerdo de temporadas en el Covent–Garden, de Londres; el San Carlos, de Lisboa, los grandes coliseos de toda Italia y los teatros de América, desde el de Nueva York al de Río de Janeiro.

Rafael, manejando aquellas cartulinas enormes, sentía la impresión del que pasea por un puerto y percibe el perfume de los países lejanos y misteriosos contemplando los barcos que llegan. Cada retrato parecía envolverlo en el ambiente de su país, y desde el tranquilo salón, impregnado por la respiración del silencioso huerto, creía pasear por toda la Tierra.

Las fotografías representaban siempre los mismos personajes, las heroínas de Wagner, Leonora, adoradora rabiosa del genio alemán, hablando de él con íntima confianza, como si le hubiera conocido, no quería cantar otras óperas que las suyas, y con el afán de abarcar la obra del maestro, no vacilaba en comprometer su prestigio de artista fuerte y vigorosaa interpretando los personajes delicados.

Rafael se fijaba en los retratos, uno por uno: aquí aparecía más esbelta y triste, como si acabase de salir de una enfermedad; allí, fuerte y arrogante, como si desafiara la vida con su hermosura.

–¡Ay Rafael! –murmuraba ella, pensativa–. No todo son alegrías. Yo he pasado mis temporadas como todos. He vivido mucho, y estos pedazos de cartón son capítulos de mi existencia.

Y mientras ella soñaba saboreando el pasado, entusiasmábase Rafael contemplando el retrato de Brunilda, una hermosa fotografía en cuyo robo había pensado más de una vez..

Aquélla era Leonora; la valquiria arrogante, la hembra fuerte y valerosa, capaz de darle de bofetadas al más leve atrevimiento y de manejarle como un niño. Bajo el casco de acero brillante como un espejo, con sus dos alas de blancas plumas, caían los rubios bucles, brillaban con salvaje fulgor los verdes ojos y parecían palpitar las aletas de la nariz con indomable fiereza. El manto colgaba del cuello redondo, carnoso y fuerte; la coraza de escamas de acero hinchábase con la presión del pecho mórbido, de arrogante dureza, y los brazos desnudos, revelando el vigor del músculo bajo la suave curva de la grasa femenil, se apoyaban, uno en la lanza y otro en el escudo brillante y luminoso como una lámina de cristal. Estaba allí con la majestad de la diosa; era una Palas de la mitología septentrional hermosa como el heroísmo, terrible como la guerra. Rafael comprendía el enardecimiento loco, la conmoción eléctrica de los públicos al verla aparecer entre las rocas de lienzo pintado, haciendo temblar las tablas con su paso vigoroso, elevando con rudeza sobre las blancas alas del casco la lanza y el escudo y lanzando el grito de la valquiria, el ¡hojotoho!, que, repetido en el tranquilo huerto, parecía estremecer las calles de follaje con una corriente de entusiasmo.

Aquella mujer caprichosa, aventurera y alocada, de cuya vida de artista tantas cosas se contaban, había paseado por el mundo la arrogancia de la virgen guerrera soñada por Wagner, consiguiendo inmensos triunfos. En un libro abultado, de desiguales hojas, donde guardaba con minuciosa puerilidad de cantante todo lo que habían dicho de ella los periódicos del mundo, encontraba Rafael un eco de las estruendosas ovaciuones. Miraba los recortes de papel impreso, muchos de ellos amarillos ya por el tiempo, y pasaba ante sus ojos la visión de teatros llenos de elegantes escotes y pecheras rígidas y brillantes como corazas; ambientes caldeados por la luz y el entusiasmo, donde centelleaban ojos y joyas; y en el fondo, con su casco y su lanza, ella, la valquiria dominadora, saludada con aplausos y gritos de admiración.

En aquellas hojas encontraba grabados de ilustraciones reproduciendo los retratos de la artista, biografías y artículos de crítica relatando los triunfos de la célebre diva Leonora Brunna –que éste era el nombre guerra de la hija del doctor Moreno–, retazos y más retazos de papel impreso en castellano puro y americanizado; columnas de letra apretada y clara de los periódicos ingleses; párrafos sobre el papel basto y sutil de la Prensa francesa e italiana; compctas masas de caraceteres góticos, que turbaban los ojos de Rafael, e ininteligibles gababatos rusos, que parecían caprichos de una mano infantil. Y todos alabando a Leonora, rindiendo un tributo universal al talento de aquella mujer mirada con desprecio por las burguesas de Alcira. Rafael admiraba a su amiga con la misma emoción que si se hallase en presencia de una divinidad, y sentía odio y desprecio ante la grosera y áspera virtud de los que hacían el vacío en torno de ella. ¿Por qué había venido allí? ¿Qué motivos la habían impulsado a abandonar un mundo de triunfos, donde todos la admiraban, para meterse en una vida estrecha como un corral?

Después venía la exhibición de recuerdos más íntimos: joyas hermosísimas, costosos juguetes, regalos de las seratas d'onore presentados en el camerino, mientras el público aplaudía delirante, y ella, bajando su lanza, saludaba en las candilejas bajo una lluvia de talco y flores, rodeada de lacayos que sostenían grandes ramos. Rafael contemplaba un medallón con el retrato venerable de don Pedro del Brasil, el emperador artista, que saludaba a la cantante en una dedicatoria trazada en brillantes; planchas de oro y pedrería, recuerdo de entusiastas que tal vez comenzaron por desear la mujer y se resignaron admirando la artista; pintarrajeados diplomas de sociedades dándole las gracias por su concurso en funciones benéficas, un abanico de la reina Victoria con la fecha de un concierto en el palacio de Windsor; una pulsera regia de Isabel II, como recuerdo de varias veladas en París, en el palacio Castilla y un sinnúmero de costosas chucherías, de caprichos riquísimos, presentes de príncipes, grandes duques y presidentes de repúblicas americanas. Hasta había carteras con áureas dedicatorias y la piel gastada por roce y el tiempo, conteniendo enormes papelotes: acciones de ferrocarriles a través de países salvajes, títulos de propiedad de territorios sobre los cuales habían de levantarse ciudades; valores de empresas locas que se desarrolaban en las praderas yanquis o las pampas argentinas, regalados en noches de beneficio, como testimonio del afecto práctico de los americanos, que al entusiasmo unen siempre la utilidad.

La arrogante valquiria, al pasear por el mundo su guerrero manto, había barrido, entre aplausos y vítores, aquellos ricos testimonios de adoración. Rafael sentía orgullo por ser su amigo, y al mismo tiempo reconocía su pequeñez; se asustaba de su atrevimiento amoroso, exagerando en su imaginación la diferencia que los separaba.

Al final de estas deliciosas rebuscas en el pasado venía lo más interesante, lo más íntimo, el álbum, que ella sólo le permitía hojear de prisa, obligándole a no mirar ciertas páginas. Era un volumen modestamente encuadernado en cuero negro con broches de plata, pero Rafael lo contemplaba como un prodigioso fetiche, con la adoración que inspiran los grandes hombres.

Veía el mundo entero inclinándose ante aquella diosa. No sólo la saludaban los potentados; los poderosos del arte estaban allí, pasaban de hoja en hoja, dedicando una palabra de afecto, un verso, una frase musical, a la hermosa cantante. Rafael contemplaba como un bobo la firma del viejo Verdi y la de Boito; venían después los jóvenes maestros de la nueva escuela italiana, ruidosa y triunfante con el estrépito de la belleza puesta al alcance del vulgo; los franceses Massenet y Saint–Saëns saludaban a la feliz intérprete del primero de los músicos; los grandes libretistas italianos dedicaban a la artista versos, que deletreaba Rafael percibiendo su suave perfume, a pesar de que apenas conocía el idioma; había un soneto de Illica que le hacía llorar; y luego venían los ininteligibles para él, unos cuantos renglones de Hans Keller, el gran director de orquesta, el discípulo y confidente de Wagner, su testamentario artístico, encargado de velar por la gloria del maestro, aquel Hans Keller del que hablaba Leonora a cada instante con cariño de mujer y admiración de artista, sin perjuicio de añadir a continuación que era un bárbaro. Estrofas en alemán, en ruso y en inglés, que al ser releídas por la cantante le hacían sonreír satisfecha, como si aspirase un perfume favorito, con gran desesperación de Rafael, que no podía conseguir que las tradujese.

–Son cosas que no entiende usted. Adelante, adelante. No quiero que se ruborice.

Y tratándole como a un niño, le hacía volver las hojas sin dar explicación.

Unos versos italianos escritos con mano trémula y en torcidas líneas llamaban la atención de Rafael. Los entendía a medias, pero Leonora nunca le permitía acabar la lectura. Era un lamento amoroso, desesperado; un grito de pasión rabiosa condenada a la soledad, revolviéndose en el aislamiento como una fiera en su jaula: Luigi Maquia.

–Pero éste, ¿quién es? –preguntaba Rafel– ¿Por qué estaba tan desesperado?

–Un muchacho de Nápoles –contestó por fin una tarde Leonora con voz triste, parpadeando como si quisiera ocultar sus pupilas en las que asomaban lágrimas–. Un día lo encontraron bajo los pinos de Pausilipo con la cabeza atravesada de un balazo. Quería morir, y se mató... Pero recoja usted todo eso y bajemos al jardín. Necesito aire.

Pasearon por la avenida, orlada de rosales, y transcurrieron algunos minutos sin que se cruzara entre los dos una palabra. Leonora se mostraba pensativa, con las cejas contraídas y los labios apretados como si sufriera la mordedura d penosos recuerdos.

–¡Matarse! –dijo por fin–. ¿No le parece, Rafael, que es una tontería? ¡Y matarse por una mujer! ¡Como si las mujeres tuvieran la obligación de amar a todos los que creen amarlas!... ¡Qué imbécil es el hombre! Hemos de ser sus siervas; hemos de quererle forzosamente, y si no, se mata por fatuidad.

Calló unos instantes.

–¡Pobre Maquia! ¡Era un muchacho bueno, digno de ser feliz; pero ¡si fuera una a creer en todos los juramentos de desesperado!... Ese lo hizo tal como lo decía... ¡Qué loco! Y lo peor es que es que como él he encontrado otros en el mundo.

Ya no dijo más. Rafael respetó su silencio. La miraba queriendo adivinar en vano los pensamientos que se revolvían trs sus ojos verdes y dorados como el mar bajo el sol de mediodía. ¡Qué aventuras debían de ocultarse en el pasado de aquella mujer! ¡Qué novelas dormirían ocultas en el tejido de su vida!...

Así transcurrieron los días, hasta el momento de la elección de Rafael. Olvidado éste de sus trabajos políticos, y en pasiva rebeldía contra su madre, que apenas si le hablaba, llegó el domingo de su elección. Triunfo completo. Ya era diputado. Pasó la noche estrechando manos, recibiendo plácemes, aguantando serenatas, y a la mañana siguiente corrió a la cas azul para recibir la irónica enhorabuena de Leonora.

–Lo celebro mucho –dijo la artista–. Así saldrá usted pronto de aquí; le perderé de vista, que bien lo necesito; porque usted, apreciable niño, ya iba resultándome pesado con sus asiduidades de adorador y su mutua admiración de pegajoso. Allá en Madrid se curará de tales tonterías... No me diga usted que no; no haga juramentos. ¡Si sabré lo que son los jóvenes! Usted es igual a todos. Cuando volvamos a vernos, llevará usted en el pensamiento otras imágenes. Yo seré su amiga nada más; es lo que deseo.

–Pero ¿la encontraré aquí cuando vuelva? –preguntó Rafael con ansiedad.

–Quiervusted saber más que todos los que me han conocido. ¡Qué sé yo si estaré aquí! Nadie en el mundo ha estado seguro de tenerme... Pero, no –continuó con gravedad–; si viene usted en primavera, aquí me encontrará. Piendo permanecer hasta entonces. Quiero ver cómo florece el naranjo; volver a mis recuerdos de niña: la única memoria de mi pasado que me ha seguido a todas partes. Muchas veces he ido a Niza, gastando un dineral, para ver florecer cuatro naranjos de mala muerte; ahora quiero embriagarme en la inundación de azahar de estos campos. Es el único deseo que me sostiene aquí..., estoy segura. Si vuelve usted para entonces, me encontrará. Y nos veremos por última vez, porque después, irremisiblemente, levanto el vuelo, aunque llore y rabie la pobre tía. Por ahora estoy bien aquí. ¡Qué cansada me encuentro! Esto es una cama después de un largo viaje. Sólo un gran suceso me obligaría a saltar.

Se vieron aún muchas tardes en el jardín, saturado del olor de las naranjas maduras. El inmenso valle azuleaba bajo el sol del invierno; las naranjas asomaban sus caras de fuego entre las hojas, como ofreciéndose a las manos laboriosas que las arrancaban de las ramas. En los caminos chirriaban los ejes de los carros, balanceando sobre los baches sus montones de dorado fruto; sonaban en los grandes almacenes los cánticos de las muchachas encargadas de escoger y empapelar las naranjas; retumbaban los martillos sobre los cajones de madera, y en oleadas de tráfico salían hacia Francia e Inglaterra las hijas del Mediodía, aquellas cápsulas de piel de oro repletas de dulce jugo que parecían miel de sol.

Leonora, en pie junto a un viejo naranjo, volviendo la espalda a Rafael, buscaba entre las apretadas ramas, empinándose sobre la punta de los pies, balanceando las arrogantes y graciosas curvas de su robustez esbelta.

–Mañana me voy –dijo el joven con desaliento.

Leonora se volvió. Habñia cogido una naranja y abría su piel con las sonrosadas y largas uñas.

–¿Mañana? –dijo, sonriente–. Todo llega por fin... Que tenga usted grandes exitos, señor diputado.

Y acercando a su boca el perfumado fruto, clavaba en la dorada carne sus dientes blancos y brillantes. Cerraba los ojos con delicia, como embriagada por la tibia dulzura del jugo. Crujían los gajos entre sus dientes, y el líquido de color de ámbar rezumaba, cayendo a gotas por la comisura de sus labios carnosos y rojos. Rafael estaba pálido y tembloroso, como si le agitase un propoósito criminal.

–¡Leonora! ¡Leonora!... ¿Y he de marcharme así?

Le enloquecía aquella boca impregnada de miel, y de repente, disparándose en él la pasión contenida y sujeta por el miedo, se abalanzó sobre la artista, la agarró con las manos y busco ávido sus labios, como si pretendiera beber el zumo que se deslizaba hasta la redonda barbilla.

–¡Eh! ¿Qué es esto, Rafael?... ¿Qué atrevimientos se permite usted?

Y con un solo impulso de sus soberbios brazos envió al tembloroso joven contra el naranjo, haciéndole vacilar sobre sus pies. Quedó el joven cabizbajo y como avergonzado.

–Ya ve usted que soy fuerte –dijo Leonora con voz algo temblona por la ira–. Nada de juegos, o saldrá usted perdiendo.

Después de una larga pausa, Leonora pareció reponerse de aquella impresión, y acabó riendo ante el aspecto avergonzado del joven.

–Pero ¡qué niño este!... ¿Es manera de desoedirse de los amigos, la que usted usa?... Tonto, fatuo, ¡cuán poco me conoce usted! Querer tomarme a mí por la fuerza, ¡a mí!, la mujer inexpugnable cuando no quiero, por quien se han muerto los hombres sin poder conseguir ni un beso en la mano... Márchese usted mañana, Rafael. Seremos amigos... Pero por si hemos de volver a vernos, no olvide usted lo que le digo. Acabemos de una vez con todas estas tonterías. No se fatigue: yo no puedo ser suya. Estoy cansada de los hombres; tal vez los odio. Yo he conocido a los más hermosos, a los más elegantes, alos más ilustres. He sido una reina; reina de la mano izquierda, como dicen los franceses, pero tan dueña de la situación, que, a haber querido meterme en tales vulgaridades, hubiese cambiado Ministerios y trastornado países. Hombres famosos en Europa por su elegancia y sus locuras han caído a mis pies, y los he tratado como chiquillos. Me han envidiado y odiado las damas más célebres, copiando mis trajes y mis gestos. Y cuando, cansada de este carnaval brillante, le he dicho ¡adiós! Para venir a esta soledad como a un convento, ¿había de entregarme a un señorito d pueblo, capaz únicamente de entusiasmar a los patanes?... ¡Ja, ja, ja!

Y reía con una risa cruel, con carcajadas incisivas y sardónicas que parecían penetrar en las carnes de Rafael, estremeciéndole con su frialdad. El joven bajaba la cabeza; agitábase su pecho con un penoso estertor, como si le ahogase el llanto al no encontrar salida en aquel cuerpo varonil.

La emoción de Rafael, abrumado por aquella crueldad, enterneció a Leonora, hasta el extremo de hacerla cambiar el tono. Se aproximó al joven, casi se pegó a él, y agarrándole la barba con sus finas manos, le obligó a levantar la cabeza.

–¡Ay! ¡Cuán mala soy! ¡Qué cosas le he dicho a este pobre niño! A ver, levante usted la cabeza; míreme de frente; diga que me perdona... ¡Esta maldita manía de no callarme nada! Le he ofendido..., no diga usted que no, le he ofendido; pero no haga usted caso; lo que he dicho sólo son tonterías. ¡Qué modo de agradecer lo que usted hizo por mí aquella noche!... No; pero ¡si usted es muy guapo..., y muy distinguido..., y hará usted una gran carrera política!... Será usted un personaje, y se casará en Madrid con una muchacha elegantísima. Se lo aseguro... Pero, hijo, en mí no piense usted; seremos amigos, nada más que amigos..., béseme la mano, se lo permito..., como en aquella noche: así. Yo sólo podría ser de usted por el amor; pero, ¡ay!, nunca llegaré a enamorarme del atrevido Rafaelito. Soy vieja ya; en fuerza de gastar el corazón, creo que no lo tengo... ¡Ay, pobrecito bebé mío! Lo siento mucho..., pero ha llegado usted tarde.