Entrevista Díaz-Creelman
1908 Entrevista James Creelman-Porfirio Diaz
James Creelman, Porfirio Diaz, 1908
Desde la prominencia del Castillo de Chapultepec contemplaba el presidente Díaz la venerada capital de su país, que se extiende sobre una vasta llanura rodeada de montañas imponentes, mientras que yo, que había realizado un viaje de cuatro mil millas desde Nueva York, para ver al héroe y señor de México moderno, al hábil conductor en cuyas venas corren mezcladas la sangre de los aborígenes mixtecas con la de los invasores españoles, admiraba con interés inexplicable aquella figura esbelta y marcial, de fisonomía dominante y al mismo tiempo dulce. La frente ancha coronada de níveos cabellos lacios, los ojos oscuros y hundidos que parecen sondear nuestra alma, se tornan tiernos por momentos, lanzan miradas rápidas a los lados, se muestran ya terribles y amenazadores, ya amables, confiados o picarescos; la nariz recta y ancha con ventanillas que se dilatan o se contraen a cada nueva emoción, fuertes quijadas que se desprenden de unas orejas grandes, bien formadas, pegadas a la cabeza y que terminan en una barba cuadrada y viril; una barba de combate; la boca firme que esconde bajo el bigote blanco; el cuello corto y musculoso; los hombros anchos, el pecho levantado; el porte rígido imparte a la personalidad un aire de mando y dignidad; tal es Porfirio a los setenta y siete años, como lo vi hace pocos días de pie, en el mismo lugar en donde cuarenta años antes esperaba con firmeza el final de la intervención de la monarquía europea en las repúblicas americanas, mientras su ejército sitiaba la ciudad de México, y el joven emperador Maximiliano moría en el campo de Querétaro, más allá de las montañas que se levantan hacia el Norte.
Algo magnético en la mirada serena de sus grandes ojos oscuros, y en el aparente desafío de las ventanillas de su nariz, trae a la imaginación cierta misteriosa afinidad entre el hombre portentoso y el inmenso panorama que se extiende a la vista.
No hay en el mundo una figura más romántica y marcial, ni que despierte tanto interés entre los amigos y los enemigos de la democracia, como la del soldado estadista cuyas aventuras, cuando joven, superaban a las descritas por Dumas en sus obras, y cuya energía en el Gobierno ha convertido al pueblo mexicano de revoltoso, ignorante, paupérrimo y supersticioso, oprimido durante varios siglos por la codicia y la crueldad españolas, en una nación fuerte, pacífica y laboriosa, progresista, y que cumple sus compromisos.
El general Díaz ha gobernado la República de México durante veintisiete años con tal poder, que las elecciones nacionales han venido a convertirse en mera fórmula. Bien pudiera haber colocado sobre su cabeza la corona imperial. Sin embargo, ese hombre sorprendente, primera figura del Continente Americano, hombre enigmático para los que estudian la ciencia de gobernar, declara ante el mundo que se retirará de la Presidencia de la República a la expiración de su período actual, para poder ver a su sucesor pacíficamente posesionado, y para que con su cooperación, pueda el pueblo mexicano demostrar al mundo que ha entrado de manera pacífica y bien preparado, en el goce completo de sus libertades; que la nación ha salido del período de las guerras civiles y de la ignorancia, y que puede escoger y cambiar gobernantes sin humillaciones ni revueltas.
Ya es bastante, en el corto espacio de una semana, abandonar la maleante atmósfera de las oficinas de Wall Street y los jugadores de la bolsa, para hallarse de pie sobre las agrias rocas de Chapultepec, contemplando un paisaje de belleza casi fantástica, al lado de un hombre que con sólo su valor y su firmeza de carácter ha transformado una república en país democrático, y oírle disertar sobre la democracia como la esperanza de bienestar de las naciones. Y esto precisamente cuando el pueblo de los Estados Unidos tiembla ante la perspectiva de una tercera reelección para Presidente.
El general Díaz contempló un momento el majestuoso paisaje que se extiende al pie del antiguo castillo, y luego, sonriendo ligeramente, se internó por una galería, rozando a su paso una cortina de florones rojos y geranios rosa, amorosamente enlazados, al jardín interior, en cuyo centro una pila rodeada de palmeras y flores, lanzaba plumas de agua, de la misma fuente en que Moctezuma apagó su sed bajo los gigantescos cipreses que aún levantan sus ramas alrededor de las rocas que pisábamos.
"Es un error suponer que el porvenir de la democracia de México se haya puesto en peligro por la continua y larga permanencia de un Presidente en el poder", dijo con calma. "Por mí, puedo decirlo con toda sinceridad, el ya largo período de la Presidencia no ha corrompido mis ideales políticos, sino antes bien, he logrado convencerme más y más de que la democracia es el Único principio de Gobierno, justo y verdadero; aunque en la práctica es sólo posible para los pueblos ya desarrollados."
Callóse por un instante. Sus oscuros ojos se fijaron en el lugar donde el Popocatépetl coronado de nieve hunde su volcánica cima entre las nubes a una altura de cerca de diez y ocho mil pies, al lado de los nevados cráteres del Iztaccíhuatl, y en seguida añadió:
"Puedo separarme de la Presidencia de México sin pesadumbre o arrepentimiento; pero no podré, mientras viva, dejar de servir a este país."
A pesar de que los rayos del sol daban de lleno en la cara del Presidente, sus ojos permanecían completamente abiertos. El verde esmeralda del paisaje, el humo de la ciudad, la azulosa cadena de las montañas, la diafanidad, pureza y perfume del ambiente parecían excitado; sus mejillas se coloreaban y con las manos cogidas a la espalda, la cabeza echada hacia atrás, aspiraba a pulmón lleno el aire aromoso y puro, que batía suavemente los abanicos de las palmas.
"Sabrá usted -le dije-, que en los Estados Unidos nos preocupamos hoy por la reelección de Presidente para un tercer período."
Sonrió ligeramente, púsose luego serio, movió la cabeza en señal de afirmación, y en su semblante lleno de inteligencia y firmeza, apareció una expresión de supremo interés, difícil de describir.
"Sí, sí, lo sé -me contestó-: Es muy natural en los pueblos democráticos, que sus gobernantes se cambien con frecuencia. Estoy perfectamente de acuerdo con ese sentimiento."
Difícil era persuadirse de que escuchaba a un militar que ha gobernado una república durante más de un cuarto de siglo con un poder desconocido para muchos monarcas. Sin embargo, hablaba con la convicción y sencillez del que ocupa un alto y seguro puesto, que le pone a cubierto de toda sospecha hipócrita.
"Es cierto -continuó- que cuando un hombre ha ocupado un puesto, investido de poder por largo tiempo, puede llegar a persuadirse de que aquel puesto es de su propiedad particular, y está bien que un pueblo libre se ponga en guardia contra tales tendencias de ambición personal; sin embargo, las teorías abstractas de la democracia y la práctica y aplicación efectiva de ellas, son a menudo necesariamente diferentes, quiero decir, cuando se prefiere la sustancia a la forma.
"No veo yo la razón por qué el Presidente Roosevelt no sea reelegido, si la mayoría del pueblo de los Estados Unidos desea que continúe en el poder...
"Aquí, en México, las condiciones han sido muy diferentes. Yo recibí el mando de un ejército victorioso, en época en que el pueblo se hallaba dividido y sin preparación para el ejercicio de los principios de un Gobierno democrático. Confiar a las masas toda la responsabilidad del Gobierno, hubiera traído consecuencias desastrosas, que hubieran producido el descrédito de la causa del Gobierno libre.
"Sin embargo, aunque yo obtuve el poder primitivamente del ejército, tan pronto como fue posible, se verificó una elección y el pueblo me confirió el mando; varias veces he tratado de renunciar la Presidencia, pero se me ha exigido que continúe en el ejercicio del Poder, y lo he hecho en beneficio del pueblo que ha depositado en mí su confianza. El hecho de que los bonos mexicanos bajaron once puntos cuando estuve enfermo en Cuernavaca, es una de las causas que me han hecho vencer la inclinación personal de retirarme a la vida privada.
"Hemos conservado la forma de Gobierno republicano y democrático; hemos defendido y mantenido intacta la teoría; pero hemos adoptado en la administración de los negocios nacionales una política patriarcal, guiando y sosteniendo las tendencias populares, en el convencimiento de que bajo una paz forzosa, la educación, la industria y el comercio desarrollarían elementos de estabilidad y unión en un pueblo naturalmente inteligente, sumiso y benévolo.
"He esperado con paciencia el día en que la República de México esté preparada para escoger y cambiar sus gobernantes en cada período sin peligro de guerras, ni daño al crédito y al progreso nacionales. Creo que ese día ha llegado...
"Generalmente se sostiene que en un país que carece de clase media no son posibles las instituciones democráticas" -dije yo.
El presidente Díaz volvióse con ligereza, y mirándome fijamente me contestó:
"Es cierto, México tiene hoy clase media, lo que no tenía antes. La clase media es, tanto aquí como en cualquiera otra parte, el elemento activo de la sociedad. Los ricos están siempre harto preocupados con su dinero y dignidades para trabajar por el bienestar general, y sus hijos ponen muy poco de su parte para mejorar su educación y su carácter, y los pobres son ordinariamente demasiado ignorantes para confiarles el poder. La democracia debe contar para su desarrollo con la clase media, que es una clase activa y trabajadora, que lucha por mejorar su condición y se preocupa con la política y el progreso general.
"En otros tiempos no había clase media en México, porque todos consagraban sus energías y sus talentos a la política y a la guerra. La tiranía española y el mal Gobierno habían desorganizado la sociedad; las actividades productivas de la Nación se abandonaban en las continuas luchas, reinaba la confusión, no había seguridades para la vida ni para la propiedad. Bajo tales auspicios ¿cómo podía surgir una clase media?
"General Díaz -interrumpí-, usted ha tenido una experiencia sin precedente en la historia de la República: ha tenido en sus manos la suerte de esta nación por treinta años, para amoldarla a su voluntad; pero los hombres perecen y los pueblos continúan viviendo; ¿cree usted que México seguirá su vida de República pacíficamente? ¿Cree usted asegurado el porvenir de esta nación bajo instituciones libres?"
Bien valía la pena de haber venido desde Nueva York hasta el Castillo de Chapultepec, para contemplar la expresión del héroe en este momento; sus ojos se encendieron con la llama del patriotismo, de la fuerza, del genio militar y del profeta.
"El porvenir de México está asegurado -dijo con voz enérgica-. Temo que los principios de la democracia no hayan echado raíces profundas en nuestro pueblo; pero la nación se ha levantado a gran altura y ama la libertad. Nuestra mayor dificultad estriba en que el pueblo no se preocupa suficientemente por los negocios públicos en beneficio de la democracia. El mexicano, por regla general, estima en alto grado sus derechos y está siempre listo para defenderlos. La fuerza de voluntad para vencer las propias tendencias es la base del Gobierno democrático, y esa fuerza de voluntad sólo la tienen los que reconocen los derechos de sus vecinos.
"Los indios, que constituyen más de la mitad de nuestra población, se preocupan muy poco de la política. Están acostumbrados a dejarse dirigir por los que tienen en las manos las riendas del poder, en lugar de pensar por sí solos. Esta tendencia la heredaron de los españoles, quienes les enseñaron a abstenerse de tomar parte en los asuntos públicos y a confiar en el Gobierno como su mejor guía. Sin embargo, creo firmemente que los principios de la democracia se han extendido y seguirán extendiéndose en México.
"Pero usted no tiene partido de oposición en la República, señor Presidente, y ¿cómo pueden progresar las instituciones cuando no hay oposición que refrene al partido que está en el poder?
"Es cierto que no hay partido de oposición. Tengo tantos amigos en la República, que mis enemigos no se muestran deseosos de identificarse con la minoría. Aprecio la bondad de mis amigos y la confianza que en mí deposita el país; pero una confianza tan absoluta impone responsabilidades y deberes que me fatigan más y más cada día. Tengo firme resolución de separarme del poder al expirar mi período, cuando cumpla ochenta años de ,edad, sin tener en cuenta lo que mis amigos y sostenedores opinen, y no volveré a ejercer la Presidencia.
"Mi país ha depositado en mí su confianza y ha sido bondadoso conmigo; mis amigos han alabado mis méritos y han callado mis defectos; pero quizá no estén dispuestos a ser tan generosos con mi sucesor, y es posible que él necesite de mis consejos y de mi apoyo; por esta razón deseo estar vivo cuando mi sucesor se encargue del Gobierno."
Al decir esto, cruzó los brazos sobre el pecho y continuó con énfasis.
"Si en la República llegase a surgir un partido de oposición, le miraría yo como una bendición y no como un mal, y si ese partido desarrollara poder, no para explotar sino para dirigir, yo le acogería, le apoyaría, le aconsejaría y me consagraría a la inauguración feliz de un Gobierno completamente democrático.
"Por mí, me contento con haber visto a México figurar entre las naciones pacíficas y progresistas. No deseo continuar en la Presidencia. La nación está bien preparada para entrar definitivamente en la vida libre. Yo me siento satisfecho de gozar a los setenta y siete años de perfecta salud, beneficio que no pueden proporcionar ni las leyes ni el poder, y el que no cambiaría por todos los millones de vuestro rey del petróleo." El color de su piel, el brillo de sus ojos y la firmeza y elasticidad de sus piernas, confirmaban sus palabras. Esto parece increíble en un hombre que ha sufrido las privaciones de la guerra y los tormentos de la prisión, y sin embargo, este hombre se levanta a las seis de la mañana, trabaja con ahínco hasta muy avanzada la noche; es, aún hoy día, un notable cazador y generalmente sube de dos en dos los peldaños de las escaleras del Palacio.
"Los ferrocarriles han desempeñado importante papel en la conservación de la paz en México -continuó-. Cuando por primera vez me posesioné de la Presidencia, sólo existían dos pequeñas líneas que comunicaban la capital con Veracruz y con Querétaro. Hoy tenemos más de diez y nueve mil millas de vía férrea. El servicio de correos se hacía en diligencia, y a menudo sucedía que ésta era saqueada dos o tres veces entre la capital y Puebla, por salteadores de caminos, aconteciendo generalmente que los últimos asaltantes no encontraran ya qué robar. Hoy tenemos establecido un servicio barato, seguro y rápido en todo el país, y más de dos mil doscientas oficinas de correo. El telégrafo en aquellos tiempos casi no existía; en la actualidad tenemos una red telegráfica de más de cuarenta y cinco mil millas. Empezamos por castigar el robo con pena de muerte, y esto de una manera tan severa, que momentos después de aprehenderse al ladrón, era ejecutado. Ordenamos que dondequiera que se cortase la línea telegráfica y el guardia cogiera al criminal, se castigara a aquél, y cuando el corte ocurriera en una plantación cuyo propietario no lo impidiera, se colgara a éste en el primer poste telegráfico. Recuerde usted que éstas eran órdenes militares. Fuimos severos y en ocasiones hasta la crueldad; pero esa severidad era necesaria en aquellos tiempos para la existencia y progreso de la nación. Si hubo crueldad, los resultados la han justificado." Al decir esto dilatábanse las ventanillas de su nariz, y su boca contraída formaba una línea recta.
"Para evitar el derramamiento de torrentes de sangre, fue necesario derramarla un poco. La paz era necesaria, aun una paz forzosa, para que la nación tuviese tiempo para pensar y para trabajar. La educación y la industria han terminado la tarea comenzada por el ejército...
"¿Cuál juzga usted entre la Escuela y el Ejército, elemento de mayor fuerza para la paz? -le pregunté.
"La Escuela, si usted, se refiere a la época actual. Quiero ver la educación llevada a cabo por el Gobierno en toda la República, y confío en satisfacer este deseo antes de mi muerte. Es importante que todos los ciudadanos de una misma República reciban la misma educación, porque así sus ideas y métodos pueden organizarse y afirmar la unión nacional. Cuando los hombres leen juntos, piensan de un mismo modo; es natural que obren de manera semejante."
"¿Cree usted que la mayoría india de la población de México, sea capaz de un alto desarrollo intelectual?"
"Lo creo, porque los indios, con excepción de los yaquis, y algunos de los mayas, son sumisos, agradecidos e inteligentes, tienen tradiciones de una antigua civilización propia, y muchos de ellos figuran entre los abogados, ingenieros, médicos, militares y otras profesiones."
El humo de gran número de fábricas cerníase sobre la ciudad. "Es mejor -le dije-, ese humo que el de los cañones."
"Sí -me contestó-, y sin embargo, hay épocas en que el humo de los cañones es preciso. La clase pobre y trabajadora de mi país se ha levantado para sostenerme, pero yo no puedo olvidar lo que mis compañeros de armas y sus hijos han hecho por mí en horas de prueba." Los ojos del veterano se nublaron.
"Aquello -le dije señalando un moderno circo de toros, situado cerca del Castillo- es la única institución española que desde aquí se divisa."
"¡Ah! -exclamó-, usted no 'ha visto las casas de empeño que España nos legó con sus circos de toros."
"Las naciones son como los hombres, y éstos son, más o menos, lo mismo en todo el mundo; hay, pues, necesidad de estudiarlos para comprenderlos. Un Gobierno justo es, sencillamente la colectividad de aspiraciones de un pueblo traducidas en una forma práctica. Todo se reduce a un estudio individual. El individuo que apoya a su Gobierno en la paz y en la guerra, tiene algún móvil personal; ese móvil puede ser bueno o malo; pero siempre, siempre es en el fondo una ambición personal. El fin de todo buen Gobierno debe ser el descubrimiento de ese móvil, y el hombre de Estado debe procurar encarrilar esa ambición, en lugar de extirparla. Yo he procurado ese sistema con mis gobernados, cuyo natural dócil y benévolo préstase más para el sentimiento que para el raciocinio, cuando se quiere hacer llegar a ellos la convicción. He tratado de comprender las necesidades del individuo. El hombre espera alguna recompensa aun en su adoración a Dios ¿cómo puede un Gobierno exigir un absoluto desinterés?..
"La dura experiencia de la juventud me enseñó muchas cosas. Cuando yo manejaba dos compañías de soldados, se pasaron seis meses sin que recibiera instrucciones, consejo ni apoyo del Gobierno; vime obligado entonces a pensar, y a disponer, y a convertirme en Gobierno, y encontré que los hombres eran lo que he encontrado después que son. Creía en los principios democráticos como creo todavía, aunque las condiciones han exigido la adopción de medidas fuertes para conservar la paz y el desarrollo que deben preceder al Gobierno libre. Las teorías políticas aisladas no forman una nación libre..."
El progreso actual de México dice a Porfirio Díaz que su tarea en América ha terminado con éxito.
Su obra llevada a término feliz, con muy poco esfuerzo ajeno, y en pocos años, ha sido inspirada por el Panamericanismo y constituye la esperanza de las Repúblicas latinoamericanas.
Ya se vea el general Díaz en el Castillo de Chapultepec, en su despacho del Palacio Nacional, ora en el elegante salón de su modesta casa particular rodeado de su joven y bella esposa, de sus hijos de la primera mujer, o bien al frente de sus tropas con el pecho cubierto de condecoraciones conferidas por grandes naciones, siempre es el mismo: sencillo, recto, digno y lleno de la majestad que le imparte la conciencia de su poder.
Hace pocos días el secretario de Estado, Mr. Root, juzgaba al presidente Díaz así:
"Creo que de todos los grandes hombres que viven en la actualidad, el general Porfirio Díaz es el que más vale la pena de conocer. Sea que uno considere las aventuras, atrevimiento y caballerosidad de su juventud, o el inmenso trabajo de Gobierno que han llevado a feliz término su inteligencia, valor y don de mando, o ya sea que sólo se considere su especialmente atractiva personalidad, no conozco persona alguna en cuya compañía prefiera estar. Si yo fuera poeta, escribiría poemas épicos; si músico, compondría marchas triunfales, y sí mexicano, consideraría que la lealtad de toda una vida no sería suficiente para corresponder a los inmensos servicios que ha procurado a mi país. Como no soy poeta, músico ni mexicano, sino únicamente un americano que ama la justicia y la libertad, considero a Porfirio Díaz, presidente de México, como uno de los hombres a cuyo heroísmo debe rendir culto la humanidad entera."
FUENTE: Entrevista Diaz-Creelman, UNAM, 1963, pp. 11-17.