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Era él solo

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Era él solo

de Baldomero Lillo


Esa mañana, mientras Gabriel, arrodillado frente a la puerta de la cocina, frota los cubiertos de metal blanco, se le ocurre de pronto el proyecto muchas veces acariciado de huir, de ganar el monte que rodea al pueblo para dirigirse, en seguida, en busca de sus hermanas. Desde hace tiempo, el pensamiento de reunirse a las pequeñas, de verlas y de hablarlas, es su preocupación más constante. ¿Qué suerte les habrá cabido? ¿Serán más felices que él? Y se esfuerza por creerlo así, porque la sola idea de que tengan también que sufrir penalidades como las suyas, lo acongoja indeciblemente.

Mas, como siempre le acontece, las dificultades de la empresa se le presentan con tales caracteres que se descorazona, conceptuándola irrealizable. ¡Residen tan lejos las pobrecillas, y él carece de dinero y de libertad para emprender el viaje!

Un abatimiento profundo se apodera de su ánimo. ¡Nunca podrá vencer esos obstáculos! Y acometido, de pronto, por una de esas crisis de desesperación que le asaltan de cuando en cuando, quédase algunos instantes inmóvil, con el rostro ensombrecido, llena de tristeza el alma.

De súbito, los sones bulliciosos de una charanga atruenan la desierta calle. Es la murga de unos saltimbanquis que recorre el pueblo, invitando a los vecinos a la función de la noche. La música pasa y se aleja escoltada por la chiquillería, cuyas voces y gritos sobresalen por encima de las notas agudas del clarinete.

Al oír aquel ruido, parecióle a Gabriela que despertaba de un profundo sueño. Animáronse con una llama fugaz sus pupilas y su marchito semblante se coloreó débilmente. En un momento, se halló transportado a los tiempos no muy lejanos en que él también corría tras de los payasos; y el cuadro de su feliz hogar, con sus cariñosos padres y sus graciosas hermanas, presentándosele vívido y tangible, evocó en su espíritu un enjambre de recuerdos que le traspasaron el corazón como otros tantos puñales.

Una niebla densa empañó sus ojos, y apretando con fuerza las mandíbulas para ahogar un gemido pronto a escapársele, se tendió boca abajo en el duro suelo. Con la frente apoyada en los cruzados brazos y el cuerpecillo rígido extendido en el pavimento, hacía esfuerzos sobrehumanos para reprimir los sollozos que, en oleadas incontenibles, pugnaban por romper la barrera que les oponían los convulsos labios.

Un paso callado resonó en el corredor, y casi al mis­mo tiempo, una voz femenina profirió colérica: —¡Mira, tú te has propuesto quemarme la sangre! ¡Ya es hora de almorzar y todavía no está puesta la me­sa! ¿Qué haces aquí botado en el suelo?

Gabriel, que se había incorporado rápido, con el sem­blante enrojecido, inundado de lágrimas, se volvió hacia la puerta y al ver la amenazadora figura del ama, de pie en el umbral, cogió presuroso el cepillo y la tiza, y con los ojos bajos reanudó en silencio la tarea. —¿Que no oyes, bribonazo, lo que te pregunto? ¿Por qué llorabas? Di; responde. Un vivo rubor cubrió las mejillas del pequeño, y con voz trémula balbuceó suave y dolorosamente, sin alzar la vista del suelo: —No sé, ama señora; tenía pena. —¡Ah, con que tenías pena! y por eso el fuego está casi apagado y el servicio a medio limpiar —y acentuando la ironía burlona de sus palabras, la dama prosiguió—: Para esa pícara pena ando trayendo aquí un remedio santo, infalible. En un Jesús, vas a sanar de la enfermedad.

Y diciendo y haciendo, sacó de debajo del delantal un pesado chicote y con la soltura y el garbo de una añeja práctica lo enarboló por encima de su cabeza. Pero el ruido de un aldabonazo en la puerta de calle detuvo en el aire la diestra flageladora. Precipitadamente el ama volvió las disciplinas a su sitio bajo el delantal y abandonó la cocina, murmurando entre dientes con reconcentrada ira: —¡Espera, ya me la pagarás!

En el pequeño comedor, sentada a la cabecera de la mesa, doña Benigna, teniendo a su derecha a su vecina y comadre doña Encarnación Retamales y a su izquierda a su anciano tío, un solterón de humor agrio y displicente, hace con amabilidad los honores de dueña de casa. Su voz melosa tiene inflexiones acariciantes cuando se dirige a Gabriel que va y viene trayendo los manjares. Esta simulación no engaña al huérfano, que sabe demasiado que tales blanduras le serán descontadas más tarde con creces por el implacable chicote. Con los brazos arremangados y un blanco delantal anudado al cuello, se desliza, con los pies descalzos, sin el menor ruido, en torno de la mesa.

El ama, vestida con su invariable traje de merino negro, peinada y acicalada con esmero, muéstrase alegre y decidora, en tanto que doña Encarnación, menuda y regordeta, embutida en un pomposo vestido de colores vivos y chillones, apenas habla, muy inquieta con el indócil resorte de su dentadura postiza que se obstina en jugarle una mala pasada. El anciano, grueso, corpulento, de ancho rostro abotagado y purpúreo, come parcamente con gran disgusto de su sobrina, que le reconviene con voz meliflua: —¡Vaya, qué desganado está hoy, tío; apenas prueba lo que le sirvo! Gabriel, hijito, no se quede dormido, quite estos platos.

Por las ventanas que dan al patio penetra a raudales la luz del mediodía, y en la pieza la atmósfera impregnada del olor de las viandas es calurosa, sofocante. Terminado el almuerzo, y habiéndose ido el anciano a dormir su acostumbrada siesta, doña Benigna y su comadre pusiéronse a charlar de sobremesa, explotando, con sabia erudición, el tema inagotable de la chismografía provinciana.

Cuando el pequeño, después de alzar el mantel, se hubo marchado a la cocina, doña Encarnación preguntó con indiferencia: —¿Qué es lo que tiene este niño? Anda tan encogido, tan callado. ¿Estará enfermo, comadre? Doña Benigna respondió con viveza: —No, no está enfermo. Es que denantes lo reprendí, y como tiene tan mal carácter, todavía le dura la taima —y cambiando súbitamente de tono, agregó, lanzando un profundo suspiro—: ¡Ah, no se imagina usted lo que me hace sufrir este chiquillo! En el poco tiempo que lo tengo en casa me ha hecho salir canas verdes... —Pesada cruz es hacerse cargo de hijos ajenos. También a mí me hablaron para que adoptase a una de las mujercitas hermanas de este niño. Ahora me alegro de no haberme dejado convencer, porque me habría pasado lo que a usted, comadre. A estas criaturas les viene esa soberbia de familia. El padre era una pólvora. ¡Pobrecito! Dios lo tenga en su santa guarda; pero creo, y él me pe­done, que educó muy mal a sus hijos. Los tenía tan regalones y consentidos que, según dicen, no les pegó nunca. Yo, en su lugar, llevaría a este niño a la Casa de Huérfanos, porque ¿qué obligación tiene usted de atormentarse por una persona que no es de su sangre? —Es verdad que prometí enseñarlo y educarlo, y yo soy esclava de mi palabra. A la verdad, una no tiene peor enemigo que su buen corazón.

Al pronunciar la última frase, doña Benigna sintió que un nudo le oprimía la garganta, y, experimentando de pronto la necesidad imperiosa de ser compadecida y consolada, pintó con los más negros colores el cuadro de su vida, cruelmente amargada con la conducta de la perversa criatura que en mala hora acogió en su hogar. Minuciosamente relató las contrariedades que ese monstruo de ingratitud le proporcionaba con su rebeldía y soberbia en cada minuto de su existencia. Desmañado y torpe, todo lo hacía al revés: rompía la vajilla, salaba la sopa, ahumaba la leche y confundía las cosas más simples. Al principio, cuando lo recogió, la había hecho pasar muchas vergüenzas, diciéndole, delante de las visitas, mamá, en vez de ama señora como se lo tenía mandado expresa y terminantemente.

Estaba siempre atrasado en el almuerzo, en la comida, en el aseo de las piezas. De noche era un triunfo conseguir que no se durmiese antes de las once, hora en que el anciano tío acostumbraba a recogerse y como el pobrecito, gracias a su reumatismo, no podía desvestirse solo, necesitaba forzosamente de la ayuda del huérfano que cumplía esta obligación de malísima gana. Y así como era menester apelar al chicote para mantenerlo despierto pasadas las oraciones, no era menos reñida la pelea que había que librar por la mañana para que se levantase a encender fuego y preparar el desayuno. En fin, según la desconsolada dama, no era una calamidad sino una plaga de calamidades, la que se le había metido en casa con el muchacho. Y eso que ella, como buena enseñadora, no le dejaba pasar ninguna... Cometida la falta, castigábala incontinenti; mas era tal la soberbia de que hacía alarde el terco incorregible, que muchas veces lo había azotado con todas sus fuerzas sin lograr que exhalase un ¡ay! ni una queja. A cada golpe se iba poniendo más y más pálido, hasta quedarse blanco como un papel. Y eso era todo. ¡Criatura más emperrada no había visto ni esperaba ver otra igual en el resto de su vida!

Doña Encarnación, con las gruesas mejillas arreboladas y los ojos húmedos por la emoción que le producía el inmerecido infortunio de su queridísima vecina y comadre, interrumpíala a cada instante para decir, entre ahogadas exclamaciones de estupor y cólera: —¡Jesús, qué pícaro! ¡En mis manos, hijita, había de caer! Y cuando doña Benigna hubo concluido, la abrazó efusivamente, susurrándole entre besos y lágrimas. —¡Qué paciencia de santa! Voy a rezarle a la Virgen para que los ángeles le alivianen esta cruz, ¡pobrecita mártir!

En la cocina se ve a Gabriel ir y venir con sus pasos menudos y silenciosos. Las paredes ennegrecidas de hollín subrayan la anémica palidez de aquel rostro, del cual desaparecieran hace tiempo las rosas de la alegría y la salud. Aunque su estatura —tiene doce años— es inferior a la que corresponde a un niño de desarrollo normal, el conjunto de su cuerpo es armonioso y todo él predispone desde el primer instante en su favor. Sin embargo, hay algo que choca en este semblante de expresión tan suave, tímida y dulce. Los ojos pardos, agrandados por azuladas ojeras, tienen un mirar medroso, azorado, inquieto. Y de su faz infantil, de sus apagadas pupilas, de su boca sin sonrisas, parece exhalarse perennemente una callada protesta, un llamamiento mudo y desesperado de socorro que nadie oye y que no llega nunca.

El barrido y limpieza del piso y el aseo de la vajilla han concluido. Sobre una tabla adosada al muro la batería de cocina destácase bruñida y reluciente, y las pirámides de platos lucen sobre la mesa su inmaculada blancura. El pequeño, después de pasear una mirada por todos los rincones para ver si todo está en orden, coge de encima de la mesa un trozo de jabón y una jofaina y sale al patio, en el cual, frente a la puerta hay una enorme cuba llena de agua. Extrae una cantidad del líquido y, arrodillándose en el suelo, procede a lavarse manos y rostro.

Al lado de la cocina, que es la última de la serie, hay una fila de pequeñas habitaciones y, en ángulo recto con éstas, dos salas y un pasadizo que dan a la calle. Un corredor con baldosas de ladrillo rojo rodea en toda su extensión el edificio bastante antiguo y deteriorado por el tiempo. Es la hora de la siesta y el hermoso sol de diciembre ilumina el patio con su blanca y cegadora luz. Sentado en el corredor, con las manos en las rodillas y apoyado el busto en uno de los pilares, Gabriel recibe la ardiente caricia del astro, quieto e inmóvil, como el poste que le sirve de sostén. Su cabeza rapada, sus pies desnudos y el traje de burda tela que viste, demuestran a las claras la especie de servidumbre a que está sujeto.

Ningún ruido viene de afuera a turbar la serena paz de este apacible rincón. Sólo el zumbido de alguna abeja o de una libélula, al alzar el vuelo desde el pequeño jardincillo, en el centro del patio, interrumpe, de cuando en cuando, este silencioso recogimiento. Poco a poco, bajo la influencia enervadora del ambiente, los ojos del pequeño, que contemplaban absortos con nostalgia de ave enjaulada el anchuroso espacio del cielo, comenzaron a entornarse. Sobrecogido de sueño, los párpados, arrastrados por el peso de las largas pestañas, fueron cayendo lentamente sobre las oscuras pupilas hasta cubrirlas por completo.

De pronto, en el interior de una de las piezas, una voz aguda profirió imperiosa: —¡Gabriel! Un estremecimiento sacudió al dormido; sus ojos pugnaron por abrirse; pero continuó inmóvil. —¡Gabriel! —repite de nuevo la voz con acento de impaciencia y cólera. Esta vez el pequeño despierta sobresaltado, se levanta de un brinco y corre presuroso al dormitorio de doña Benigna.

Delante de un peinador con cubierta de mármol, el ama está terminando su minucioso tocado. Su rostro, que refleja la luna del espejo, ostenta un marcado sello de dureza e impasibilidad. El cutis, muy blanco, aparece ajado y lleno de manchas y, bajo las escasas cejas, los ojos pardos, pequeños, brillan penetrantes, fríos y escudriñadores. La barbilla saliente, la boca grande, de labios delgados, y la aguileña nariz, acentúan en su fisonomía los rasgos de un carácter imperioso e irritable.

A pesar de que ha pasado de los cuarenta años, en sus negros y lisos cabellos no blanquea una sola cana. Gruesa, de regular estatura, sus movimientos son vivos, ágiles y revelan gran energía y resolución. Viuda a los treinta años, sin hijos, muy devota, jamás la infancia ha despertado en ella simpatía alguna a pesar de lo cual goza en el pueblo de una reputación de amiga de la niñez que la enorgullece en extremo. Mientras extiende por sus mejillas una fina capa de colorete, no cesa de regañar al huérfano que, tímido y cohibido, permanece silencioso en el umbral de la puerta. —¡No he visto sordera como la tuya; cada vez que te llamo, casi echo abajo la casa a gritos! ¡Un día agarro el picafuego de la chimenea y te agujereo esas orejas de paila que tienes!

En el dormitorio, además del peinador y del lecho, un amplio catre de hierro con adornos de bronce, hay una cómoda con enchapaduras y un ropero de nogal. Una vieja alfombra con matices descoloridos cubre el piso y en los muros, tapizados de papel azul celeste, se ven numerosas imágenes de santos. A la cabecera del lecho, y encima de la fotografía del difunto esposo, cuelga pendiente de un clavo, un pequeño crucifijo de marfil. Doña Benigna, mientras arregla los pliegues del manto delante del espejo, instruye a Gabriel sobre lo que debe hacer durante su ausencia. —Oye, escucha bien lo que te voy a decir. Después que hayas tendido las camas y arreglado los dormitorios, barres las piezas, el comedor y el patio. En seguida, te pones a partir leña y a acarrear agua del pozo para cambiar la de la vasija, llenándola bien a fin de que no se reseque con el sol. A las cuatro, prendes fuego en la cocina y pones a calentar agua en la tetera y en la cacerola grande. Después pelas las papas y tuestas un poco de café para la comida. Ya sabes que el tío es muy delicado y exigente. No lo vayas pues a quemar como el otro día. ¿Has entendido lo que te he dicho? —Sí, ama señora. Antes de salir, echó la dama una última mirada al espejo; y después de contemplarse de frente y de perfil, abandonó el cuarto y se encaminó hacia el pasadizo.

Ya en el corredor, se detuvo y tomando una actitud imponente se dirigió al huérfano con acento conminatorio, remarcando con el índice en alto cada una de sus palabras. —¡Cuidadito con que te duermas y dejes de hacer algo de lo que te he mandado! ¡Y no me vengas con disculpas: que te faltó el tiempo; que te olvidaste; que te dolía la cabeza! a mí no me la pegas, haciéndote el enfermo. Te aseguro que ni muerto te libras, porque soy capaz de resucitarte a chicotazos. Con que ya sabes: nada de lloriqueos ni disculpas. ¿Has oído? —Sí, ama señora. Frente a la mampara se volvió para hacer una última recomendación. —Ten cerradas las puertas. No vaya a entrar el gato y rompa alguna cosa encima del aparador.

Cuando se hubo apagado el rumor de los pasos en el asfalto de la acera, Gabriel, que estaba en pie, en medio del dormitorio, paseó una mirada en torno, mientras repasaba mentalmente las órdenes que acababa de recibir. Como el tío estaba también ausente, hallábase solo y prisionero en la casa, porque doña Benigna no se olvidaba jamás, al salir, de echar doble vuelta a la cerradura de la puerta de calle. Por un instante el huérfano experimentó un deseo irresistible de tenderse en la cama y satisfacer aquella imperiosa necesidad de sueño que lo atormentaba. Pero, la vista de las disciplinas, tiradas sobre la alfombra, le dio fuerzas para vencer la peligrosa tentación.

Con semblante resignado, se dirigió a la puerta situada a su derecha y penetró al dormitorio del anciano. La habitación estaba muy oscura y apenas se distinguía la imprecisa silueta del lecho, colocado en el centro del cuarto. El pequeño, que había cerrado tras sí la puerta, avanzó a tientas hacia una de las ventanas y entreabrió uno de los cerrados postigos, apartando a un lado la cortina. Una viva claridad inundó la pieza, cuyo mobiliario se componía de un ropero, de un lavabo, de un velador y de un raído y amplio sillón de marroquí negro. El pavimento de álamo con guardapolvos de raulí, era muy viejo y estaba agujereado en parte por los ratones.

Gabriel, semioculto por los maderos, mira con atención a través de los cristales la angosta y desierta callejuela. En la acera del frente, en una casa de modesta apariencia, por el hueco de una ventana cuyos bastidores están abiertos, se ve el interior de una pequeña sala en el fondo de la cual se distingue un lecho con colgaduras color rosa. Por algunos minutos, él no separó su vista de la solitaria habitación, hasta que, haciendo un visible esfuerzo, se apartó de la ventana para comenzar la tarea de arreglar el lecho, poniendo en orden sábanas y cobertores con femenil prolijidad.

Cuando hubo concluido, fatigado por el esfuerzo, se apoyó en el borde de la cama y con los brazos caídos y la cabeza un tanto inclinada, quedóse inmóvil en actitud meditabunda. Poco a poco su rostro, que reflejaba sus pensamientos, fue adquiriendo una dolorosa expresión de amargura. Los tenaces recuerdos del pasado volvían a asaltarle mostrándole por el contraste de ayer, cuán penoso es el presente y qué sombrío el porvenir. De nuevo desfilaron por su cerebro, en procesión interminable, los días felices en el hogar y en la escuela, y los de luto y dolor que le siguieron; la trágica muerte del padre, víctima de un accidente en un taller de mecánica, y el fallecimiento de la madre que, incapaz de soportar las fatigas de un trabajo excesivo, iba a reunirse al amado esposo en el camposanto, dos meses después.

Gabriel parece complacerse en evocar estos crueles sucesos, desmenuzando sus menores detalles. Nada olvida; pasa de un hecho a otro sin detenerse, hasta que el recuerdo de sus hermanas gemelas se fijó en su imaginación. Dos años menores que él, muy vivas y graciosas, las pequeñuelas se le aparecieron en ese instante tales como las viera seis meses atrás. Y, de repente, la escena de la separación surgió en su espíritu, produciéndole una sensación tan aguda de dolor que para ahuyentarla reunió todas las energías de su voluntad. Pero, a pesar de sus esfuerzos, la visión se precisó de tal modo en su cerebro, que le fue imposible alejar de su memoria el más insignificante detalle.

...¡Con qué desesperados clamores se abrazaron a su cuello las pequeñas, cuando el tutor nombrado por el juez quiso llevarlas hasta el coche que esperaba a la puerta de la casa mortuoria! Aún le parecía oír sus lamentos y sus desgarradores gritos, al arrancarlas aquél por la fuerza de sus brazos, y ver todavía sus caritas convulsas y despavoridas asomadas a la portezuela del carruaje, llamándole frenéticas: —¡Gabriel!, no nos dejes; ¡ven, Gabriel!

Lanzó un sordo gemido, y en un acceso de desesperación se dejó caer de bruces en el lecho, ocultando en las ropas el rostro bañado en lágrimas y murmurando calladamente entre sollozos: —¡Papá, papacito, por qué te has muerto! Mamá, ¡dónde estás! De pronto, se incorporó para mirar un objeto suspendido en la pared, encima del velador. Después de contemplarlo con atención un instante, apartó de él los llorosos ojos, desalentado. ¡No, nunca se atrevería! Y al recordar los detalles de su primera tentativa, se acentuó en él esta convicción.

Al apoderarse aquella vez del arma, extrayéndola de su estuche de cuero, había obedecido a uno de esos impulsos ciegos e inconscientes que le acometían a veces en sus horas de soledad. Con la angustia del náufrago que se toma de un hierro ardiendo, había él cogido el revólver y apoyado por dos veces la boca del cañón en sus sienes. Recordaba cómo sintiera ceder el gatillo bajo la presión de sus dedos; pero, cuando un pequeñísimo esfuerzo más iba a dejar partir el tiro, una sensación que no podía precisar había paralizado repentinamente sus músculos. No era el temor a la tortura física, ni a la muerte, sino el miedo a la detonación lo que lo había acobardado. ¡Ah! si el tiro partiese sin estruendo, si la bala penetrara silenciosa en su carne, ninguna reflexión lo habría detenido, estaba de ello seguro.

¡Y cómo le sería dulce morir! ¡Era tan desgraciado! ¡Estaba tan solo, tan indefenso contra los crueles rigores del destino! ¡Y nunca un rostro amigo, una voz amable, una mirada compasiva que lo confortara y le diera ánimo para ascender el interminable calvario! ¡Ah, si no hubiese aparecido ella, a pesar de su repugnancia, habría intentado nuevamente acabar de una vez y para siempre una existencia tan misérrima! Érale inolvidable, pues, aquel instante, cuando al pasar frente a esa ventana, oyó que alguien profería en el interior con acento dulcísimo: —¡Pobrecita, tanto que le aman! Alzó la cara y entrevió un níveo rostro y en él dos ojos azules que le miraban con tierna conmiseración.

Aquella, para él, aparición divina, fue como un rayo de luz en las tinieblas de su desesperanza; pero, como salía poco, veíale raramente y cada vez que esto acontecía, era presa de una turbación extraña. Una mezcla de goce, de temblor y de vergüenza inexplicables, le embargaba el ánimo, y su timidez era tal, que un día, al encontrarla en la calle, estuvo a punto de soltar la garrafa de vino que traía en la mano. Un rubor ardiente le abrasó el rostro Y, horrorizado de sí mismo, de su cabeza rapada, de sus pies descalzos, de su vil y sucio traje, regresó a casa con la desolación en el alma. Pronto tuvo la seguridad absoluta de que ella era también desgraciada Y que, como él, estaba solita en el mundo, sin padres, sin parientes, sin hermanos. Bien a las claras lo decía la expresión melancólica de su semblante, el luto de su traje y aquella canción tan triste que entonaba a veces y cuya melodía se aprendiera él de memoria.

Si, él no era él solo, el único. Allí, a pocos pasos, había alguien que sufría también de su mismo mal y padecía idéntico martirio. Y este vínculo que la desgracia atara entre ambos, érale tan precioso que su solo recuerdo bastábale a veces para hacerle olvidar por un instante sus acerbas tribulaciones. A este sentimiento egoísta, agregábanse también otros bien contradictorios y cuya esencia era incapaz de comprender. Una tarde en que le pareció advertir que ella fijaba sus ojos en un muchacho de la vecindad, sintió que le traspasaba el corazón un dolor agudísimo y de naturaleza tan rara, que se llenó de confusión al querer analizar el extraño fenómeno. Su mayor placer era contemplarla desde allí, sin que ella se advirtiera, a través de los cristales, apartándose bruscamente y cerrando el postigo cuando las azules pupilas se fijaban en esa dirección.

Mientras Gabriel atisba detrás de los maderos el cuarto de su vecina, aparece de pronto en él una graciosa figura. Es una jovencita de catorce a quince años, vestida con un modesto y elegante traje de cachemira negra. En su rostro de virgen, de líneas purísimas, hay una expresión dulce y serena, sin asomos de melancolía. Rubia, esbelta, de tez de nácar, con ojos azules hermosísimos aparece ante Gabriel, que la mira extático, como una de esas princesas encantadas de que hablan las historias maravillosas de genios y nigromantes.

Apoyada en el balcón, mira distraída la solitaria callejuela, cuando de pronto un rubio muchacho con aspecto de estudiante en vacaciones aparece de improviso a su espalda, y, cogiéndola por la cintura, la alza del suelo y emprende una serie de giros y saltos por la habitación. Ella grita y ríe hasta derramar lágrimas y cuando, por fin, logra desasirse, toma, a su vez, la ofensiva, enlazando con sus níveos brazos el cuello del agresor. Él resiste como puede las sacudidas de ese cuerpo que se enrosca al suyo y ambos ríen como locos. De pronto, la gentil pugilista cesa en sus juegos y dice a su hermano con tono de alarma: —Pedro, ¿has oído? —Sí, parece una puerta que el viento cerró de golpe.

Lo primero que llamó la atención de doña Benigna al regresar a su morada fue el gran silencio que reinaba en la casa y sobre todo en la cocina. Entró en esta última, y su sorpresa, al ver el fuego totalmente apagado, no tuvo límites; pero, muy pronto, el asombro cedió el campo a la cólera, que se despertó en ella iracunda. Salió al patio y gritó temblorosa de ira: —¡Gabriel!, ¿dónde estás? ¡Gabriel! Bruscamente se calló y se dirigió en silencio al cuarto del huérfano. Una idea repentina había iluminado su cerebro: el muy flojo, pensó, se ha recostado en la cama y se ha quedado dormido.

Mas, una nueva contrariedad le aguardaba allí, pues el cuarto estaba vacío. Marchó, entonces, hacia el comedor y, al cruzar esa pieza, vio con creciente indignación que no se había hecho en ella el aseo de costumbre. Pero donde su coraje alcanzó el máximum fue al contemplar el desarreglo de su dormitorio. Sus coléricas miradas tropezaron con el chicote, del que se apoderó al punto, encaminándose con él en la diestra a la habitación del tío. Al abrir la puerta, era tal su obsesión de sorprender in fraganti al delincuente, que apenas hizo hincapié en el acre olor que de la sala se desprendía.

Su primera mirada fue para la cama, posándose, en seguida, sus ojos en el sillón en el cual se destacaba, sumida en la vaga penumbra, la silueta del durmiente. Avanzó hacia él en puntillas y cuando estuvo a su lado, descargó sobre la inmóvil figura una lluvia de furiosos chicotazos mientras vociferaba frenética: —¡Toma, pícaro, flojonazo, bribón! De repente, su brazo se detuvo en seco; algo líquido que destilaban las disciplinas le había salpicado el rostro y, dando un paso hacia la ventana, abrió los postigos con violencia.

Junto con la claridad que inundó la sala, el semblante de doña Benigna se transformó en la imagen fidelísima del espanto. Sus ojos se abrieron desmesuradamente; flaquearon sus rodillas; la sangre se agolpó al cerebro Y, resbalando en algo viscoso, cayó desvanecida en el pavimento. Minutos después, un gato de blanco y lustroso pelaje avanza silencioso hacia ese punto del dormitorio y se detiene ante algo húmedo que hay en el piso. Observa atentamente el obstáculo, aproxima a él sus rosadas naricillas y, de súbito, con la irrespetuosidad que caracteriza a los de su raza, salta sobre la espalda inerte de su dueña y de ahí a la repisa de la ventana, donde se arrellana muellemente junto a los cristales.

De vez en cuando, con expresión irónica y desdeñosa, fija sus verdes pupilas en aquel niño de rostro de cera, con la cabeza reclinada en un ángulo del sillón en que está sentado, y en el cuerpo informe y voluminoso del ama, echada de bruces en el suelo, con las rojas disciplinas en la diestra y la cabeza entre esos pies desnudos que cuelgan blancos, rígidos, y debajo de los cuales se extiende un ancho tapiz de púrpura.