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Esfinge

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El cencerro de cristal
Esfinge

de Ricardo Güiraldes


La luna riela su acorde quieto sobre la arena, la arena, la arena.

El acorde quieto se alegra en quebraduras luminosas, sobre y dentro del alabastro del templo-joya, apesadumbrado por el avance de la arena secular, infinitesimal, sepultora, inconsciente, destructora, lenta, pesada, en su constancia de vagabundos oleajes muertos.

El viento pausado -noche que se desplaza-, calor en reposo, sonámbulamente ambulatorio, espolvorea las ondas en blancas tenuidades.

Es el desierto que camina, con musculaciones vertebrales de boa.

Sensación abrumadora, semejante a la que se tupe en el interior de la pirámide, peregrinada hoy.

Allí dentro, una opresión, milenaria, vacía el cráneo, que retumba de olores pastosos y exhalaciones muertas. Se respiran almas viejas, que enturbian la propia, con singulares deseos de vida estancada; vida emparedada, como el alma de una piedra que quisiera sentir.

Aquí el cielo, aunque lejano, es denso; intransmigable. Y la arena, transparentada de luna, entorpece los pies, quita seguridad al equilibrio mental que quisiera sujetarse a una noción precisa.

Eternidad, sin tiempo, monotonía sin siglos. Ayer y hoy.

Una mujer incierta, cuerpo, alma o delirio propio, surge, diáfana como el alabastro embebido de luna, incierta como el viento sonámbulo, joven como la eternidad inmutable del desierto, posesora como el vaho milenario que se amontona en los laberintos momificados de la pirámide.

Se le percibe, lejos y cerca, fuera y dentro de uno, como un borrón de forma, como una evocación tangible que va, por su propio impulso, hacia el misticismo del templo-joya, mártir de arena, de siglos y de luna penetrante.

¡Quién sabe qué plegaria la magnifica! Reza, confundida, con el mármol de una columna inmóvil, vuelve sobre su camino y cae, como una cosa muerta que se muriera. Su cuerpo, volcado, sobre la planicie vasta, tiene la brevedad de un sueño, que rompe el infinito de la nada. Pero vuelve a incorporarse, se aproxima, agrandada en delirio de fiebre ascendente; su claridad destruye el desierto, bebe el cielo, acapara el templo y va a dominar, con toda la fuerza de algo ignoto y lejano que ha vencido los siglos y los sepulcros.

Uno se arquea en la defensa. La imagen se anula.

Queda la luna, pronta a ocultarse, roja como una esfera de metal caldeada al blanco, el sopor de la noche, el viento...

...y todo esto no significa sino haberse dormido, en la arena blanda, frente a un templo de pequeño alabastro egipcio.


Buenos Aires, 1915.