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España sin rey/VII

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VII

El primer encuentro del caballero de Jerusalén, después del ojeo nocturno que referido queda, fue en la Plaza de las Cortes, volviendo el uno de su paseo, camino el otro del Congreso. Saludáronse con formas de etiqueta, como personas que no se estiman y están obligadas a respetarse. Algo cohibido, Urríes se puso en guardia, esperando del alavés alguna desagradable insinuación. Así fue, en efecto. Preguntole Romarate si seguía recibiendo noticias diarias de La Guardia... luego, dejándose caer, le dijo: «Ya le he visto a usted atrozmente derretido con la rubita candorosa de Subijana». Indeciso entre la expresión seria y la jovial, dando a conocer que le había escocido la indirecta, don Juan respondió con frivolidades evasivas, y para su capote dijo: «Este tío mamarracho llevará o mandará cuentos y chismes a los Iberos y a las momias de la casa de Landázuri». El temor de la chismografía maliciosa le indujo a tratar al Bailío con exageradas finezas y lisonjas. «Ya sé... lo he sabido por Gabino Tejado -indicó atenuando la intención guasona y palmoteándole en el hombro-. No me lo niegue... Es usted el diplomático del carlismo. No tardarán en enviarle las instrucciones para tratar con las Cortes extranjeras».

Quedó atónito el alavés, y como precisamente se hallaba en gran desasosiego por la tardanza de las credenciales que le anunciaron Tejado y Villoslada, no bien llegó a su nariz el tufo del incienso, se hinchó de vanidad, y su actitud y ademanes fueron como los del pavo en el momento de hacer la rueda.

«Por Dios, don Juan -murmuró con cierto misterio, a estilo masónico-; esas cosas, cuando se saben sin deber saberlas, se callan... ¡Qué indiscreto ha sido el amigo Tejado!... Me compromete usted, querido Urríes, divulgando lo que debe ser secreto impenetrable».

Ya el andaluz le tenía por suyo. Para mejor asegurarle, echó sobre él cuantos halagos y adulaciones le sugería su extraordinaria viveza. Véase la muestra: «No me cansaré de decir a usted, ilustre amigo, que hace mal, pero muy mal, en no frecuentar el Congreso. Hoy mismo le mandaré un pase para el interior, y allí tendrá papeletas para la tribuna de Orden... Y no salgamos ahora con que es usted antiparlamentario furibundo, incorruptible... Mayor motivo para que trate de conocer bien aquella casa... Entre paréntesis, es un herradero. Allí se aprende mucho. Se aprende a venerar, a odiar el régimen... según el humor de cada cual. Allí se ve día por día la marcha y paso que lleva la procesión política, el alza y baja de los candidatos al Trono, que hemos sacado a subasta o concurso... Créame usted: hay tarde en que aquello parece una casa de locos. Tendré yo el gusto de presentarle a muchos diputados amigos míos... ¡Y qué sesiones tan brillantes y de tanta emoción podrá usted ver, oír y gozar!... Ahora se discute la cuestión peliaguda, alias religiosa».

Quedó el señor de Romarate convencido, y mientras el andaluz expresaba su pensamiento con gracia y ardor, dirigía miradas benévolas a los leones del Congreso. Había presenciado ya, desde la tribuna, dos o tres sesiones. Ciertamente, lo que allí oyera no dejó en su ánimo impresión grata, ni atenuó su repugnancia del parlamentarismo. Su propósito de no volver fue quebrantado por el artificio mañoso de Urríes, que supo deslumbrarle excitando en él la vanidad. ¿No era el Bailío figura culminante del carlismo? Pues por estudio, ya que no por gusto, debía conocer y tratar de cerca a los llamados prohombres, respirar el caldeado ambiente de la intriga, ver, en fin, la farándula de telón adentro, desnuda y sin careta.

A la tarde siguiente, vierais al caballero de San Juan peripuesto de levita y chistera, guantes, botita de charol y un bastón muy majo con puño de marfil, penetrar en el Congreso por la puerta de Floridablanca, harto pequeña para ingreso de casa tan concurrida. Presentó su pase; saludáronle gravemente los porteros, y pronto dio con su estirada persona en el pasillo. A los pocos pasos hubo de quedar preso entre la muchedumbre que allí rebullía. El cuerpo del Bailío avanzaba, chocando ahora con codos, ahora con espaldas; la cháchara de tantas bocas le aturdía; la estrechez y escasa ventilación le sofocaban. Un ratito anduvo el hombre como atontado, buscando entre los cuerpos un hueco por donde avanzar corto espacio. Hablaban los diputados familiarmente, en algunos grupos con cierta vehemencia, en otros con inflexiones humorísticas. Aquí estallaban risotadas, allí susurraba el secreteo. La mayor sorpresa del buen señor fue ver confundidos en aquella grillera los padres de la patria de distintos partidos, bandos y fracciones, y oír que conversaban en tonos de tolerancia y amistad los que públicamente se argüían con dureza.

Por aquel callejón prolongado, que es paso para el Salón de sesiones, para las escaleras, escritorio, buffet y otras piezas; colector y partidor, en fin, de todas las actividades de la casa, se fue colando trabajosamente el Bailío. Deslizándose entre los grupos, ganó la puerta del Salón llamado de conferencias, por la cual no podrían entrar juntos dos hombres de buenas carnes. Al penetrar allí, vio don Wifredo un espacio rectangular con cuatro puertas y ninguna ventana, cuatro chimeneas, alfombra rica y mesa central sostenida por cuatro quimeras. Avanzando, pudo apreciar las proporciones, holgura y simetría del local, la altura del techo, la luz amarillenta que por la claraboya de este se filtraba. El decorado y su pátina de oro viejo le hizo un efecto semejante al de los antiguos altares del renacimiento; los santos eran allí unos señores graves pintados en altos medallones. Muchos de estos aún no tenían santo... En el cuadrado salón había también tropel de diputados, tropel de gente, pues entre tantos individuos ceñudos o risueños, serios o locuaces, el buen alavés no distinguía los padres de los hermanos, sobrinos y yernos de la Patria... Con menos estrechez estaban allí que en el pasillo; algunos en movibles grupos paseaban de chimenea a chimenea; otros platicaban con indolencia en los divanes rojos.

Esparcía don Wifredo sus miradas buscando algún rostro conocido, cuando de un pelotón próximo a la mesa central se destacó el don Juan... Saludáronse con fingido afecto. Momentos después, el Bailío era presentado al pollo antequerano, don Francisco Romero Robledo. El encogimiento y la cortesía ceremoniosa del caballero alavés contrastaban con la soltura y gracia del andaluz, así como la talla corta del primero, malamente agrandada por los tacones y la bimba, quedaba deslucida por la hermosa figura del segundo, y por su arrogante juventud, el rostro animado de picardías, la palabra erizada de agudezas. No tardaron en hablar de política, asunto que abordaba con desenfado el de Antequera en todos los terrenos.

«No harán ustedes nada sin Cabrera -indicó Romero-, y Cabrera, según me ha dicho hoy un amigo que acaba de llegar de Londres, no está dispuesto a meterse en historias. Los aires de Inglaterra han amansado al tigre...».

-Con Cabrera o sin Cabrera -afirmó el alavés, que obligado se creyó a mostrar optimismo y resolución-, iremos al cumplimiento de nuestro deber para con Dios y para con la Patria... Usted, señor Romero, será de los que no quieren confesar que don Carlos es el único Rey posible en España.

-Lo que confieso y declaro es que le tengo por el único Rey imposible.

-Permítame que le diga que no es usted sincero...

-No se ofenda, señor mío, si afirmo que viven ustedes en un mundo de ilusiones engañosas... -y añadió con gracejo-: «livianas como el placer».

-Natural es, señor don Francisco, que usted y yo nos mantengamos en nuestras respectivas torres, y en ellas nos tiremos a la cabeza nuestras opiniones inconciliables.

-Yo admiro a ustedes por su fe...

-Somos los grandes convencidos.

-Pronto serán los grandes desengañados.

Sonaron los timbres llamando a sesión. Era un estridor metálico que tintinaba en diferentes partes del edificio, como el canto de un sin fin de chicharras que a la vez agitaran sus vibrantes elictros. Los diputados se dirigían hacia el Salón; algunos quedaban en el pasillo; otros entraban, subían a los escaños, a la Presidencia, o permanecían formando corros bajo las barandillas del hemiciclo. La sesión comenzaba perezosa; el Secretario rezongaba el texto del acta como una letanía. En el Salón de conferencias, observó don Wifredo que la muchedumbre política se rarificaba; vio a Romero Ortiz y Ruiz Zorrilla que pasaron presurosos con escolta de amigos locuaces; vio también a un joven de buen año que, cargado de papeles, llevaba el mismo camino (después supo que era Coronel y Ortiz); poco a poco se fue quedando solo; con aire de hastío, tan pronto miraba el reloj colocado sobre la puerta, como las figuras alegóricas pintadas en la escocia, y en esto vio entrar por la puerta del escritorio a su amigo el diputado carlista Vinader. Era un señor regordete, con larga perilla, anteojos, expresión seria, aire de actividad, como hombre abrumado de ocupaciones.

«Querido Romarate -le dijo en el tono expeditivo que en él era habitual-, supongo que irá usted a la tribuna. Suba, suba... no se entretenga, que voy a hablar en seguida... ¡Qué Gobierno! ¡Bonita está la Libertad! En mi distrito han emprendido una persecución horrorosa. Creen que podrán someternos desterrando curas y prendiendo veteranos de la otra guerra... Ya le contaré lindas cosas».

-Celebro esta ocasión de oír a usted... Pero tenga la bondad de indicarme el camino, que aún no conozco las subidas y bajadas de este establecimiento... como dijo el diputado y obrero catalán.

Cogiéndole del brazo, le llevó al pasillo y a una de las escaleras, no sin que en aquel breve tránsito hablaran de la Causa. «¿Qué hay, amigo Vinader? ¿Tenemos alguna novedad?». «Poca cosa, y esa no muy buena. El empréstito no cuaja. Los banqueros Cramer y Breda no dan lumbre sino en condiciones horribles». «¿Y el Conde de Chambord?». «Nada entre dos platos. El Duque de Módena no suelta una peseta... En fin, ya hablaremos. Suba, suba».

Indicándole la ruta que había de seguir, partió como una flecha hacia el Salón. Momentos después, el Bailío entraba en una tribuna junto a la diplomática, y tomaba sitio en la grada tercera; la primera y segunda estaban ocupadas por señoras elegantes... Un mediano rato empleó en contemplar el ancho y vistoso local, la Presidencia, las ringleras de diputados... Luego recogió sus miradas para examinar la sociedad de ambos sexos que inmediatamente le rodeaba. Abarcado todo el conjunto, lo distante y lo próximo, fijose en Vinader, que había empezado su perorata, gesticulando debajo del reloj, un poco hacia la izquierda. El sanjuanista no veía de su amigo más que la calva lustrosa, y la larga perilla que marcaba con nervioso sube y baja el ritmo de la indignación del orador. De lo que este dijo no pudo enterarse. En los escaños y en las tribunas, un murmurar hondo, como zumbido de abejorros, ponía sordina a los discursos. Diputados y público se distraían, se impacientaban...

Con ojos y oídos aplicó Romarate toda su atención a dos damas que picoteaban en la tribuna, separadas de él tan sólo por una grada. Eran la Villares de Tajo y la Campo Fresco, ambas privadas ya de toda frescura en la tez, pero conservándola en el ingenio y la palabra. No eran jóvenes, pero aún tenían ese atractivo emanado de la distinción y de la buena ropa, especie de hermosura convencional que hace las veces de la verdadera, y aun de la misma juventud. Era don Wifredo muy devoto del mujerío, aunque en las más de las ocasiones lo disimulaba, por obediencia al buen parecer y al rigor dogmático de la moral que su significación política le imponía; y entre todos los tipos femeninos, gustábale singularmente el de aquellas damas, ajadas ya, pero siempre seductoras por el prestigio heráldico y social.

Algo daría el personaje alavés por tener coyuntura de entablar conversación con las aristócratas picoteras; pero entre ellas y él había una grada donde varias señoras y señoritas provincianas y un caballero enteco hacían comentarios sobre la gallardía de los maceros, o trataban de interpretar el simbolismo histórico de las frías pinturas del techo.

El señor enclenque, con vanagloria de cicerone parlamentario, iba designando a las provincianas los diputados de más viso: «Aquel de larguísima barba blanca, el vivo retrato de Abraham o Moisés, es Montero Telinge, gallego él y progresista; y aquel jovenzuelo gordo y lucido de carnes es Coronel y Ortiz, entenado de Becerra... Muy cerca veréis al mismo Becerra. Más allá está Moncasi, el gran progresista aragonés. Frente por frente tenéis a Muñiz, aquel de las patillas negras; junto a él, Damato... Más arriba, mi amigo Álvaro Gil Sanz, y en la fila más baja del redondel, veis a Moreno Benítez, a Milans del Bosch, a Paúl y Angulo, a Frasco Monteverde..., los mejores amigos de Prim. Mirad ahora por aquí abajo, tirando a la izquierda. Ahí tenéis a Cánovas, que según dicen es un gran talento: ¡lástima que no sea progresista!... Los republicanos, los que despiertan más curiosidad en Madrid... y en provincias no se diga... no puedo enseñároslos bien. Están aquí, debajo de nosotros. Si os ponéis en pie, podréis ver sus calvas; sus rostros, no. En lo más bajo, García López y el valiente Fernando Garrido; arriba Figueras y el Marqués de Albaida; Castelar un poquito más abajo... Arriba también, y arrimado a la derecha, se sienta Sánchez Ruano. Lástima que no hable hoy, porque había de gustaros por lo desahogado que es y la gracia que tiene... García Ruiz entra en este momento... Vedle llegar a la escalerilla... Es ese de color de pez, y el peor vestido de las Cortes... Ya sube; tras él viene Díaz Quintero, otro que tal en cuestión de ropa... Toda esta parte la ocupan los republicanos; entre estos y los moderados, tenéis a los carcundas, Cruz Ochoa, Ortiz de Zárate y el Vinader ese, que nos está vinaderizando hace media hora y no lleva trazas de acabar».

Muy mal le sentó al caballero de San Juan este modo irrespetuoso y burlesco de designar a los hombres de su partido y al digno diputado tradicionalista que rompía lanzas por Dios y por el Rey... No pudo contenerse: dirigió al descortés sujeto desconocido una mirada furibunda... El otro se dio por enterado, y fue más discreto en lo restante de sus informaciones, que recordaban el retablo de Maese Pedro. Tanto molestaban a don Wifredo la charla y el desenfado de aquella gente, que hizo propósito de marcharse; mas por fortuna los otros le dieron mejor solución, porque una de las señoritas se sintió sofocada del calor y pidió retirada. Verdaderamente, de Cortes y diputados tenían ya bastante, y el resto de la tarde podían emplearlo en dar otra vuelta por el Retiro. Al Bailío le vino Dios a ver cuando salieron las provincianas y el caballero enteco, no sólo porque se libraba de vecinos fastidiosos, sino porque, al quedar vacía la segunda grada, podía descender a ella y estar pegadito a las damas elegantes... Saltó, hizo el paso de un banco a otro con juvenil ligereza, y en su nuevo sitio sentía gozo indecible aspirando el sutil perfume que las aristocráticas prójimas exhalaban.