España sin rey/XI
XI
Las tristezas que agobiaban el alma del Bailío se ennegrecieron en los días subsiguientes a la portentosa oración de Castelar. Ya se ha dicho que salió el hombre del Congreso, en aquella memorable tarde, atontado y desvanecido. El discurso fue para él como un golpe de maza en el cráneo. A la impresión producida por el sublime estruendo y los fulgores de aquella tormenta oratoria, se unía, para desconcertarle más, la consternación que le causara el ver al orador republicano aplaudido y aclamado por tan diversa gente. Los diputados todos, casi sin excepción, corrieron a felicitarle; en las tribunas fue terrible el entusiasmo; hasta las nobles señoronas moderadas batían palmas, y otras de peor pelaje chillaban como rabaneras... Castelar era un gran magnetizador de gentes, y por tanto, un inmenso peligro para la paz pública.
Pero aún tenía el caballero de San Juan otros motivos de desazón que personalmente le afectaban, y era que corrían días, semanas, meses, sin que le llegaran instrucciones ni avisos de aquella misión diplomática que le anunciaron Villoslada y Tejado. ¿Qué ocurría? ¿Por qué se le descartaba de toda intervención en los trabajos del partido? ¿Acaso había encontrado don Carlos de Borbón y de Este hombres que le sirvieran con más solicitud, lealtad y abnegación? Estas incertidumbres y resquemores le amargaban la vida. Dos o tres veces visitó al señor Aparisi y Guijarro; pero ni el insigne letrado carlista ni el joven áulico don Tirso Olázabal arrojaron luz sobre el giro que llevaban las cosas... Ambos le dijeron que no se le pretería ni se le olvidaba; que los trabajos estaban paralizados, y no habrían de ser emprendidos con brío hasta que cesaran las vacilaciones de Cabrera y se resolviese la cuestión madre y batallona, que era el empréstito. «Tenemos hombres de sobra -decían-; pero para salvar a España necesitamos dinero, dinero... Sin dinero no se salva nada».
Algo calmado con tales explicaciones, recobró en parte don Wifredo su tranquilidad, pero no su alegría. Felizmente acudió a distraerle el picaresco Tapia, invitándole al teatro, a largos paseos en coche, o a comer en cafés y restaurantes, a todo lo cual proveía el amigo con el metal de su repleta bolsa. Del desaire de no pagar nunca protestaba orgulloso el Bailío; pero Tapia, con risueña y cordial contra-protesta, le decía: «Déjese querer, señor de Romarate. ¿Cuándo volveré yo a tener ocasión de obsequiar a un tan ilustrado y cumplido caballero?... Pues aguárdese un poco: para esta noche le tengo preparado un divertimiento que ha de ser la mejor medicina de esas murrias que usted padece. Iremos a un colmado, donde comeremos muy bien, y de sobremesa... quizás entre plato y plato, nos servirán unas muchachas muy lindas... mejor dicho, se servirán ellas a sí propias, como la sal o el ajilimójili de nuestra comida».
Rechazó don Wifredo la tentación con remilgados escrúpulos de orden moral; mas el otro pudo al fin doblegar la rígida conciencia del caballero, haciéndole ver que el elemento femenino ha sido siempre el mejor calmante de nuestras penas, y un seguro alivio de preocupaciones y quebraderos de cabeza. La sociedad autoriza esta clase de recreos, y la Iglesia misma los mira como deslices sin importancia, sabedora de que tales funciones terminan siempre con un lindo epílogo de arrepentimiento.
Movido de estas y de otras razones, don Wifredo fue, o se dejó llevar, a un colmado que algunos autores designan en la calle de la Visitación, otros en la del Lobo; y como la exactitud del lugar importa poco, dejamos el esclarecimiento de este punto a la erudición ociosa, y atenderemos sólo al indubitable suceso. Entraron por una tienda, cuyo mostrador ostentaba innumerables viandas crudas, otras condimentadas ya, fiambres suculentos, mariscos, frutas, repostería y cuanto apetecer pudieran los más refinados comilones, amén del sin fin de botellas que con los abigarrados signos de sus etiquetas pregonaban licores y vinos así de España como de extranjis. De la tienda pasaron a un corredor, en cuya banda izquierda se veían compartimientos separados por tabiques que no llegaban al techo, de lo que resultaban al modo de establos o pesebres con mesas. En uno de estos pesebres se metieron, y allí les llevó el mozo el servicio y la lista de comistraje, y para empezar o hacer boca gran copia de chucherías, mariscos, menudencias picantes o saladas...
El hostelero y mozos saludaron a Celestino sin ninguna ceremonia, como a parroquiano casi familiar. Romarate, que entró con recelo, mostrándose inapetente, hizo a la comida los debidos honores; bebió un poco del vinillo blanco que Tapia le escanciaba, y sus melancolías empezaron a disiparse. Hablaba y reía, celebraba chascarrillos que el amigo refería con gracia. A media comida, serían las diez y media de la noche, oyeron bullanga de voces, risas y guitarreo en un departamento cercano, al término del pasillo. Tapia dijo al mozo: «Advierte a esos que no alboroten, que hay aquí esta noche personas de respeto...». A poco de enviar este recado, coláronse sin previo aviso, en el departamento o establo donde los dos amigos comían, dos mozas de insolente hermosura, bravas, jocundas y desfachatadas. Al verlas llegar alborotando, arrimarse a la mesa metiendo ruido con platos y cubiertos, pedir langostinos, salsa tártara y manzanilla, lo primero que chocó a don Wifredo fue que hablaban con muy mala gramática. La una sazonaba su lenguaje con dengues andaluces, la otra con rudezas baturras.
Ambas mozas se mostraron desde el primer instante amabilísimas, con todos los pérfidos arrullos propios de su liviana condición. La que parecía baturra era de estatura mediana, carnosa, pegadiza y mareante, por la grande agilidad de su juego de ojos, de su charla suelta como el chorro de un grifo imposible de cerrar, por las ondulaciones pisciformes de su cuerpo bonito. La otra, de lucida talla y esbeltez admirable, morena, de gitanos ojos, tenía dos toques fisonómicos que le daban singular encanto; eran: una dentadura ideal por su corrección y blancura, y unas patillitas que limitaban su bello rostro con dulce sombra de terciopelo. Resultó que no era andaluza, sino de Ceuta, y respondía por Paca, reservando su verdadero nombre, África, por respeto a la Virgen de su pueblo. Fácilmente perdonó don Wifredo a la gentil africana sus faltas gramaticales, que por esto no desmerecía su linda boca; antes bien la incorrección era un garabato gracioso.
Al principio, el insigne alavés estaba hecho un pánfilo: no sabía qué decirles ni cómo tratarlas. Empezó con galanteo sentimental del tiempo del Triste Chactas; mas pronto supo acomodarse a la condición anárquica de las alegres pelanduscas. En tanto, la bullanga crecía en el cercano pesebre, y cuando Tapia y la baturra transmitían por el mozo órdenes de atenuar el escándalo, dijo don Wifredo: «Dejarles; ¿qué más da que chillen? Aquí hemos perdido todos la vergüenza. Cada sitio tiene su moral, y cada moral su lenguaje propio. Discútase si debemos venir a estos lugares; pero una vez en ellos, adelante con la ignominia...».
Poco a poco, el escrupuloso paladar de don Wifredo se iba jaciendo a la medicina preceptuada por el sabio doctor Tapia, para remisión de la fiebre política y alivio de pesadumbres. Al cuarto de hora de tener a Paca la africana junto a sí, gustaba de ella y de las patillas, que sombreaban su tez morena y limpia, de los ojos como luceros negros y de la ringlera de perlas de su dentadura maravillosa; a la hora, ya creía que el separarse de la moza era un golpe mortal, y a las dos horas pensaba el hombre que la Paca valía una misa, entendiendo por misa el soslayar a ratos el decoro, la representación social y toda la caballería andante o sedente.
Al llegar a este punto, las incompletas crónicas de donde se ha entresacado esta historia recatan con discreto silencio los actos del Bailío de Nueve Villas. Por respeto a tan digno personaje, ponemos sobre él la capa del silencio, y sólo se hacen públicos algunos incidentes y diálogos que al través de los agujeros de dicha capa se traslucen. Estos huequecillos, abiertos sin duda por mano aleve, dejan ver retazos de alguna escena interesante, en local muy distinto del colmado ya descrito. Era sin duda una casa donde tenía sus recepciones la gentil africana; la cual, consecuente con su ardorosa naturaleza, estaba ligerita de ropa. Don Wifredo, reclinado a su vera en sofá de gastados muelles que gemían al peso, la contemplaba con tiernos ojos. Languidecía la conversación, caída de los tonos vehementes a la frialdad del coloquio fragmentario. En la estancia, decorada con un lujo chillón y barato, había muebles de algún valor; otros, sin que nadie se lo preguntara, declaraban haber venido de las Américas. Láminas picantes, retratos de mujeres bonitas y de hombres achulados, se daban de bofetones con grandes cromos de Santos y Vírgenes.
La mujer de las patillitas y los febeos ojos habló así, con dejo de indolencia: «Me ha dicho Tapia que eres caballero».
-Naturalmente. ¿Pues qué querías que fuese?
-No me explico... Quiero decir que eres caballero de esos que están cruzados o llevan cruz...
Resistiose don Wifredo a entablar tal conversación en lugar profano; pero tanto se obstinó la moza, que al fin hubo de responderle que, en efecto, era caballero de la Real, Militar y Hospitalaria Orden de San Juan de Jerusalén, la más antigua, la más noble de cuantas existen.
«¿Y eso para qué sirve?».
-Tú no puedes entender -dijo el Bailío en tono agridulce- estas cosas del honor, de las instituciones históricas y de la...
-¡Pues no estás poco tonto! -replicó la africana cortándole la palabra-. Esa cruz te la dio la pobre doña Isabel II.
-No, hija, no digas disparates. Soy caballero por decisión del Capítulo de la misma Orden de San Juan.
-Pero el capítulo ese ha de ser cosa del Rey o Reina. Déjame a mí de historias. Eres caballero porque la Reina fundó para pasar el rato esas caballerías... ¿Qué quería ella más que caballeros?
-Con tu permiso, bella Paca -dijo el alavés entre severo y acaramelado-, mi Orden viene de tiempos muy remotos, pues la fundó Balduino I, hermano de Godofredo de Bouillon. ¿Sabes tú algo de Balduino I?
-No sé nada de ese señor -dijo la africana echándose una falda-. Pero a Godofredo sí le he conocido. Era un cochero francés de la Marquesa de Itálica, que tenía sus cocheras hace un año en el bajo de esta casa. Por cierto que me hizo el amor y quería llevarme a Francia. ¡Pues no nos hemos reído poco del tal Godofredo y de su modo de hablar, lo mismo que el de los amoladores!
Riose el Bailío de esta humorada, y como sólo estaba calzado de la bota izquierda, porque la derecha le apretaba, se calzó esta con protesta de sus callos, disponiéndose a recobrar su eclipsada prestancia. Desvanecida la primera vergüenza de hablar de la Orden en sitio tan contrario a los históricos prestigios, quiso dar a su amiga un sumario conocimiento de aquel venerando instituto. «Fuimos fundados -le dijo- con un fin hospitalario y guerrero. Residíamos primero en Jerusalén, después en Tolemaida, luego en Chipre, en Rodas, por fin en Malta...».
-¿Y en todos esos puntos has vivido de paseante en Corte?... -replicó la moza estirándose las medias por encima de las rodillas-. ¡Pobrecillo! Vele ahí por qué estás tan encanijado. Si hubieras sido labrador, como San Isidro, estarías más robusto y con buen color... Lo que te digo es que tienes que traerme tu cruz para que yo la vea, y harías bien en dejármela poner un día y salir con ella a la calle... No, no me pongas esa cara de ave fría desconsolada... También me ha dicho Tapia que tienes un manto de gran cola, y que no lo sacas más que el Viernes Santo. ¿Vas con ese manto a la Cara e Dios, como voy yo con mi mantón de Manila?
Calló don Wifredo, y sintiéndose de nuevo avergonzado, se atacó el pantalón y abrochó sus bragas, añadiendo al cuerpo la doma y suspensorio de los tirantes. Aplicó después al talle un cinturón de cuero que hacía veces de corsé para enderezarle y cincharle el desbaratado cuerpo, y en este pergenio volvió a sentarse, requiriendo a la moza para cambiar con ella delicadas caricias. Dejando a un lado los escrúpulos de su noble alma, se sentía vivamente enamorado de la africana, y esclavo de su linda figura, de sus ojos asesinos, de sus patillas terciopelosas, y de su blanco, finísimo y uniforme dentamen.
La verdad sea dicha: tan enamorado como compadecido de la bella criatura, acariciaba la idea de redimirla, hidalga y generosa intención. Pero al propio tiempo veía en su mente las dificultades de tal empresa. No hallaba medio de aplicar a esta la calidad hospitalaria y militar de su Orden, y temía que sólo el propósito de redención le precipitase en abismos de escándalo. En fin, la idea, no por difícil, debía ser desechada, y ya volvería sobre ella más adelante... Sigamos, pues, la historia, sin más datos informativos que lo que se trasluce por los agujeros de aquella capa de silencio, que cubre los actos del buen Romarate en esta parte de su azarosa vida. Sépase que en otro aposento de la misma casa donde se ha localizado la anterior escena, tuvo lugar otra de mayor interés y mucho más pintoresca y bulliciosa.
En comedor o sala, que los heteróclitos muebles no decían claramente el destino de la estancia, hubo aquella noche (tampoco consta la fecha exacta) una regocijada francachela. Asistieron, a más de Paca y la baturra, dos mujeres de trapío y una matrona fofa y empalada dentro de un corsé, más pintada que un retablo. De hombres estaban Tapia y don Wifredo; dos militares, Navascués y Pulpis, y dos sujetos más, bien conocidos en Madrid por sus hípicas aficiones, y que reclaman y obtienen el anónimo. ¿Celebraba su santo la dueña de la casa? Tal vez. Se ignora su nombre. Pero escarbando la historia, aparece la tal con quince años de antelación y el picaresco mote de María Meneos.
Cenaron, bebieron, alborotaron y se divirtieron como demonios. Conservó su noble gravedad don Wifredo hasta muy adelantada la cena. Al aceptar la invitación, habíase propuesto observar en el festín actitud semejante a la que le impondría su buena educación en un banquete de personas regulares. Era hombre de poco mundo, criado en el reino de la simplicidad. Así, mientras todos reían y bromeaban, manteníase el caballero en una desaborida y tétrica corrección; aumentaba el bullicio, pasaban del desorden a la desvergüenza, y él haciendo la triste figura de San Antonio, vencedor de las demoniacas tentaciones.
La africana por un lado y Tapia por otro le incitaban a doblar el palo de su tiesura ante las expansiones del alegre cotarro. Debemos quebrantar alguna vez la rígida observancia social, y sacudir el ánimo para que caigan de él las murrias que lo devoran. Paca le hacía beber, le demostraba con su enojo que un hombre tercamente encastillado en la templanza es indigno del amor de una mujer. Cedía don Wifredo a los halagos, a las burlas, a la lisonja, mañosamente empleadas por la hija de Ceuta; bebió al fin mucho más de lo que acostumbraba, y sus ojuelos empezaron a encandilarse. El ambiente, el ruido, la jácara de la orgía se le fueron metiendo en el alma... También él rompía risas por cualquier incidente baladí, y poco a poco se le iba pasando el finchado envaramiento de un decoro impropio del lugar y la ocasión. Poco tardó ya en zaherir a la Meneos por la prodigalidad de sus postizos lunares; se metió con Navascués, porque este habló de la africana con poco respeto, llamándola hermosura de presidio, y cantó un responso a la candidatura de Montpensier, coplas a la de Espartero...
Con gran regocijo celebraron los comensales el trastorno del sanjuanista, y para llevarlo a la extrema irradiación de chispas del ingenio, le dio la maligna Paca un infernal brebaje, mixtura de coñac, aguardiente de Chinchón y no sé qué más... Apenas lo hubo tragado el pobre Bailío, sobrevino la rápida y monstruosa transformación: ya no era el mismo hombre; ya era un grotesco maniquí, hecho con los despojos del atildado caballero de San Juan. Su buen talante y compostura desaparecieron como por arte del demonio; con manotazos iracundos se desabrochó levitín y chaleco, se deshizo el lazo de la corbata; su comedido lenguaje se desbarató en carcajadas insolentes, como un cristal que en mil pedazos se rompe; sobre la reunión, que no quería más que divertirse, arrojó dicterios y miradas provocativas. «¿Quién es el que ha dicho que yo soy el bastardo de don Godofredo de Borbón?... -gritaba-. Que lo repita en mi cara, y lo suicidaré al instante... Señoras de la aristocracia de Ceuta, no hagáis caso de estos borrachos que os quieren introducir la libertad de cultos... Oídme a mí, que os traigo la verdad de mis convicciones superlativas... ¿Queréis oírme, sí o no? Yo vengo de Tolemaida o de Cocentaina, que es lo mismo, como apóstol de gentes de mal vivir... Oídme, oídme».
Empujáronle para que subiese a una silla y hablar pudiera desde lugar alto. El pobre señor desembuchó, con voz a ratos atiplada, a ratos cavernosa, estos horribles disparates: «Grande, grandísimo es Dios en el Sinaí... el trueno le precede, la chispa le acompaña... la tierra se echa a temblar, los montes se ríen a carcajadas... Pero en mí tenéis un dios más grande, más bonito... ¿No me declaráis el más bonito de los dioses? Yo soy el amador de Paquita; yo bebo en sus ojos la idea espiritual de Chinchón, y vengo a predicaros la libertad de aquellos cultos que practicaron caldeos y macabeos, fenicios, egipcios y estropipcios... Por esa idea muero, perdonando a mis verdugos. Y por eso soy más grande que aquel Dios del Sinaí, mi particular amigo... Me río yo del Dios del poder y de la justicia implacable... Yo soy el dios del amor... dígalo la celestial Paca... yo soy el dios del perdón misericordioso de la Magdalena y la Meneos... y por eso os digo que no hagáis caso del Señor ese del Sinaí, escupe truenos y vomita rayos, y vengo a pediros que en vuestro código fundamental... ¡ah, señores!, dejadme reír... que en vuestro código fundamental le mandéis memorias a la Unidad católica, y pongáis este letrero: Liberté, qué sé yo qué... y por último, ¡viva mi africana con honra!...».
(Locos aplausos, berridos, pataleo, escándalo.) Lo que siguió apenas merece los honores de la narración. A las tres de la mañana sacaron a don Wifredo de debajo de la mesa, y entre Tapia y Pulpis le metieron en un coche, y como cuerpo muerto lleváronle a su casa.