España sin rey/XVI
XVI
«Yo, señor Capellán, no puedo negar mi abolengo carlista: fui dama de honor de la primera esposa de don Carlos María Isidro en su emigración; en mis brazos expiró aquella digna señora; leal servidor de la Causa fue mi marido hasta su muerte, ocurrida en Italia. Deste entonces mi vida ha sido un via-crucis de contratiempos, privaciones y apuros, y a la hora presente, cuando me veo remediada de tantos males, me asalta y acaba por apoderarse de mí la idea de que la lealtad es tontería, ridículo amaneramiento que debemos desechar. ¿Qué debo yo al carlismo? Nada. ¿Por qué caminos me conducía la fidelidad? Por los de la miseria. ¿A quién debo mi reparación y estos alientos de vida? A la tan maldecida y execrada Gloriosa... Perdóneme usted si lastimo sus sentimientos. Contra doña Isabel no digo nada. Pero tampoco puedo negar que a los hombres que la destronaron debo yo la restitución de un bienestar perdido... A pesar de esto, no me gustan los delirios revolucionarios. Yo vería con gusto que este nudo se desatara con la abdicación de doña Isabel».
-En el fondo, la idea de usted no es mala -dijo gravemente el señor Vela-; pero nada espere de esos elementos desencadenados que llaman aquí Cortes Constituyentes...
-Perdone usted, don Pedro, que le contradiga en este punto. No debemos hablar de estas Cortes con ira ni menos con desprecio. Yo he tenido la paciencia de leerme todo lo que han hablado en ellas los hombres de los diferentes bandos... Urríes me trae el Diario de las Sesiones, y allí me entero y formo mi juicio, equivocado tal vez; juicio de mujer, pero mío, y por él tengo que guiarme, mientras no me den otro que me parezca mejor... ¿Qué, se asombra usted de lo que digo? Pues espérese usted un poco. En las Cortes hay una suma de inteligencia que no encontraremos en ningún otro momento de la Historia de España en este siglo. Si de este foco de inteligencia no sale lo que debe salir, no es cuenta mía... ¿Qué tiene usted que decirme de los discursos que negros y blancos pronunciaron hace días sobre la forma de Gobierno? ¿Leyó usted el discurso de Figueras?... ¿y el de ese Pi y Margall que sabe por veinte?... ¿y lo que dijeron los de la otra cofradía, Ulloa, Silvela y Ríos Rosas?
Con breves palabras, acentuadas por gestos negativos, indicó don Pedro Vela que no perdía su tiempo en vanas lecturas. Prosiguió impertérrita Carolina con claridad y desenfado: «Yo, hallándome ya en edad que no admite fantasmagorías, veo la procesión histórica, y a ella me agrego, marchando detrás modestamente... ¿Quiere usted que le hable, señor cura, con absoluta sinceridad, como se habla al confesor? Pues allá voy: al recobrar mi hacienda, tengo que ser muy otra de lo que he sido en mi desgracia. Los bienes que poseo me dicen que la vida es buena, y que no debo derrocharla en quejas lastimosas del mal ajeno, ni comprometerla uniendo mi suerte a la de causas que yo no perdí, que se perdieron por sus propios errores o porque Dios así lo dispuso... Óigame hasta el fin, don Pedro, y no me juzgue mal. Yo veo la procesión histórica, y no soy tan tonta que me eche a andar en sentido contrario... no, señor: ando con ella, tras ella... porque soy rica... tengo al menos con qué vivir, y no se vive bien a contrapelo, señor mío...».
-Hasta cierto punto -dijo Vela reprimiendo una sonrisa-, tiene usted razón... Vivimos a pelo derecho; pero podemos pensar a contrapelo...
-No, señor, que el pensar de ese modo altera los humores, y amarga la existencia. Es más saludable y entretenido mirar las comitivas históricas y dejarse ir al compás de ellas... Respetemos los hechos y asistamos a su paso majestuoso, cualquiera que sea la música que vayan tocando... No maldigamos a esta gente hasta que veamos a dónde van a parar con sus musiquillas y sus estandartes. ¿Qué ocurre? Que han hecho una Constitución... Vayan con ella benditos de Dios... Por una Constitución más no hemos de reñir... Han votado la Monarquía... Muy bien. Esto nos gusta a usted y a mí... Adelante con ella. Ahora falta que encuentren Rey. Yo... que tengo para vivir... perdóneme que insista en mi argumento capital... yo, que soy modestamente rica, no debo apurarme porque el Rey se llame Juan o Perico... Ya le veremos, ya le examinaremos de pies a cabeza cuando nos lo traigan... En tanto que se ponen de acuerdo sobre este particular, nos dan un poco de Regencia... y en este Trono de la Interinidad colocan al general Serrano. Muy bien, muy bien.
-Muy mal, horriblemente mal -dijo el capellán alborotándose-, y no se enfade si le contesto tan a contrapelo.
-No me enfado, señor Vela. Usted maldice a Serrano por lo que llama su ingratitud con la reina Isabel. Pues yo, dejando esta cuestión a un ladito, bendigo a Serrano, porque a él debo el remedio de mis abstinencias. Sí, señor mío: los amigos que me han ayudado en este negocio interesaron en favor mío al Duque de la Torre, y este ha sido mi salvador. Por eso digo a voz en cuello que Serrano es el primer caballero de España y un Regente dignísimo. Comprenda usted, señor Vela, que vivimos bajo el imperio de la Fatalidad, y que el egoísmo es el gran constructor de caracteres. Yo debo enaltecer a los que me han devuelto mi posición. Las ideas caen desplomadas en cuanto tosen fuerte los intereses... Sea usted franco. ¿Por qué es usted furibundo isabelino? Porque doña Isabel le resolvió el problema de los garbanzos... ¿Qué? ¿se ríe? He llamado garbanzos, hablando en lenguaje popular, a la raíz de la existencia.
-Raíz... está usted en lo firme; pero no es la única -dijo el capellán transigiendo benignamente-. El caso es que si arrancamos esa, todas las demás mueren al instante.
-Al fin me da usted la razón... Las circunstancias me han obligado a cambiar de ídolos... Así hemos de llamar a los figurones que dirigen las cosas públicas. La gratitud se parece mucho a la devoción religiosa. Por ella quito de mi altar los santones apolillados, y pongo un santirulico acabado de salir de la tienda, el Duque de la Torre... A la derecha de esta imagen tengo que colocar la de la Duquesa, que, por lo que me han dicho, fue quien hizo más para sacar a flote mi asunto... De Madrid no saldremos hasta que podamos visitar a esa señora. No hemos ido ya por... a usted puedo decírselo en confianza... porque este paso de la estrechez a la holgura nos ha cogido mal de ropa. De la modista depende que cumplamos pronto ese deber... Dicen que la Duquesa es un prodigio de hermosura.
-Vaya usted, vaya bendita de Dios -dijo don Pedro con leve dejo humorístico-. Apostaría yo que ahora, en su nueva posición empingorotada, visitándose con la Regente y otras damas de rumbo, se aficionará usted más a la vida de Madrid y la tendremos aquí mucho tiempo.
-¡Oh, no, don Pedro!... Yo me voy a mi tierra; tengo que estar a la mira de mis intereses, mejorar la explotación de las salinas hasta duplicar su producto... Además, debo atender con la mayor solicitud al porvenir de Céfora.
-¿Y para casarla con Urríes tiene usted que ir tan lejos?
-No he hablado de Urríes; no he dicho tampoco que mi sobrina desee casarse... Es que Céfora no acaba de decidirse entre la vida religiosa y la matrimonial, y en mi país estoy en mejor terreno para elegir... yo, yo, no ella... lo que más convenga.
-Eso es puro despotismo. Veo, señora, que acabadita de hacerse constitucional, sigue usted tan carlista como antes.
Al pronunciar don Pedro Vela estas palabras, despertó súbitamente el Bailío, diciendo con fuerte voz: «Estoy conforme, absolutamente conforme...».
-¿Con qué, mi buen Wifredo?
-Con todo lo que ustedes han hablado, y con la conclusión, con la síntesis... tan carlistas como antes.
-¿Pero qué decíamos, señor Bailío de mi alma? -le preguntó afectuosamente Carolina, llegándose a él.
-No se me ha escapado una sílaba de la conversación de ustedes... Lo primero, que murió la pobre Reina doña Francisca en Gosport... suceso tristísimo que nos ha hecho derramar lágrimas, y que por poco cae don Carlos en poder de los cristinos... Gracias que un pastor le cogió en hombros, como a una oveja, y le puso en salvo... Después viene la noticia del día, la más sonada, la más gorda... Que han matado a Prim... Se cree que haya sido Tapia el matador... Conste que el tal Tapia no es carca, sino montpensierista... Pues muerto Prim, la Regente, Duquesa de la Torre, resuelve la cuestión de Rey... ¿Cómo? Del modo más sencillo... Isabel II larga su abdicación, y casamos a don Carlos con Céfora... digo, con la Infanta Isabel Francisca.
-No hay más inconveniente sino que la Infanta y don Carlos están casados ya.
-El Sumo Pontífice, Gregorio XVI o quien quiera que sea, casa o descasa cuando así conviene a las naciones... Y ahora, Carolina, no falta más que redimirla a usted... Tenga usted calma, que todo se andará. Hoy, sin ir más lejos, hemos visto en San Sebastián una redención por vía de matrimonio... No ha sido cosa mía, sino de un caballero guarnicionista que arregla las monturas del Apóstol Santiago... Espere usted una buena coyuntura, y digamos con el corazón: «Tan carlistas como antes».
Con miradas tristes dijéronse la Marquesa y el Capellán que Romarate no tenía remedio, y diputándole perdido totalmente de la cabeza, le recomendaron el reposo... Retirándose por el pasillo, la noble señora y don Pedro Vela convinieron en aplicar al sanjuanista el único remedio práctico, que era mandarle a Vitoria, donde el descanso y los aires del país nativo le repondrían del grave estropicio cerebral.
Llegaron por aquellos días a Madrid los presuntos Marqueses de Gauna, don Luis de Trapinedo y su esposa, parientes del buen Romarate, herederos del título y hacienda del casi centenario don Alonso. Como venían con propósito de pasar en Madrid un largo mes, esta era buena proporción para el traslado del Bailío, si otra más pronto no se presentaba. El Marqués de Gauna, a quien todos daban el título antes de poseerlo por legal sucesión, era un caballero que física y moralmente llevaba consigo la simpatía, y aunque por tradición de familia militaba bajo las banderas de la legitimidad, la lectura y los viajes le habían modernizado. Y más que el viajar y el leer, influyó en esto su amistad íntima, casi fraternal, con Cánovas del Castillo. Tenían la misma edad, cuarenta y un años, en la época de esta historia; se habían conocido en Madrid, siendo ambos estudiantes; escribieron, no con criterio igual, en La Patria, fundada por Pacheco en 1849; juntos recibieron las inspiraciones y los consejos de Estébanez Calderón, y cuando Cánovas, a fines del 54, fue destinado a Roma como Encargado de Negocios y Agente general de Preces, allá se fue también Trapinedo, en viaje de novios, y poco menos de un año permaneció junto a su amigo, embebecido con él en la admiración y el estudio del arte clásico.
Las estrechas relaciones mantuviéronse luego en España con el carteo frecuente. El ministro de la Gobernación en el Gabinete Mon-Cánovas (1864), ministro de Ultramar con O'Donnell (1866), no olvidó en ninguna ocasión a su amigo. Este hizo un viaje a Madrid en 1867, expresamente para asistir a la recepción de Cánovas en la Academia Española. Claro es que la primera persona visitada por Trapinedo en su viaje del 69 fue el entonces solitario malagueño, que en las Constituyentes representaba una causa harto embrionaria y verde para ganar prosélitos. No estaba aún el horno para las empanadas alfonsinas. Cánovas, conforme en esto con la ingeniosa Marquesa de Subijana, no pensó en andar a contrapelo de la procesión política: iba con ella muy a retaguardia, esperando la madurez y oportunidad de los fines que perseguía. Para redondear este párrafo de historia privada, que pública podía ser a poco que se escarbase en ella, dígase que la señora de Trapinedo, María Erro y Sureda, era muy amiga de la Marquesa de Villares de Tajo, Eufrasia para los lectores de estas anécdotas que van cosidas con un hilo histórico robado del costurero de Clío.
Casi todas las tardes dejaba ver el Marqués de Gauna en el Congreso su agradable persona. Allí departió con Urríes; allí se permitió recordarle el compromiso matrimonial con la hija de Ibero. Obligado por razones de lógica y de dignidad a ratificarse en lo dicho, ya que no implícitamente pactado, hízolo con expresiones de fina delicadeza. Noticias interesantes agregó el Marqués. Que Fernanda estaba cada día más guapa (ya se lo imaginaba el novio)... Que la familia se había instalado por breve temporada en Bergüenda, donde Ibero había adquirido un monte que fue del Condado de Fontecha... Una y otra vez expresó Urríes su impaciencia por ir a La Guardia o a donde estuviese la sin par Fernandita; pero no podría zafarse del herradero hasta el mes de Julio.
Apenas terminada esta conversación, corrió don Juan al escritorio, acordándose de que estaba en deuda epistolar. Con rauda escritura enjaretó una carta, de la cual se entresacan estos interesantes trozos: «Al hablar hoy con Luis, he sentido tan acerba la nostalgia, que me ha faltado poco para llorar. El tiempo vuela, y yo no puedo volar hacia mi cielo... A las razones que te dije en mi anterior, añado hoy otras, recomendándote el sigilo por tratarse de asunto muy delicado. Ya sabes que por mi buena o mala estrella, soy de los que trabajan la candidatura de Montpensier. No puedo decirte por escrito los medios que empleamos en esta secreta campaña. A su tiempo lo sabrás todo, vida mía».
Reflexionó un instante, temeroso de correrse más de la cuenta en las revelaciones; y una vez pensada y medida la parte que la discreción podía ceder a la confianza, prosiguió así: «Por hoy te diré que entre un amigo y yo hemos catequizado a Becerra, el furibundo demócrata: ello se ha hecho ganando de antemano la voluntad de su mujer, una señora tan ilustrada como respetable, a quien llaman aquí Madame Rolland. Después de esto, he tenido yo solo un triunfo mayor. Asómbrate: he conquistado a Sagasta, el buen amigo de tu padre; Sagasta, Ministro de la Gobernación. Ahora trato de conseguir que don Práxedes arrastre tras sí a la reata de sus amigos. Para ello cuento con Abascal, a quien he metido en el ajo... Es un antiguo progresista, hoy encargado de la administración y conservación de los bienes que fueron de la Corona. Palacio y los Sitios Reales están bajo su custodia. Pues verás: el que bien puedo llamar Intendente del Real Patrimonio, dará muy pronto un banquete a Sagasta y a los amigos que él quiera llevar. Sitio: el Escorial. Fecha: uno de los próximos días festivos...
»Espero que en esta comida traerá don Práxedes al campo del Duque una buena parte del rebaño de Prim. Figúrate mi alegría si esto se logra. ¡Quererme tú, ver yo cumplidos mis deseos en la esfera de amor y en el terreno político!... ¿Qué mayor felicidad para un hombre? Ya tienes bien explicado el motivo de mi tardanza, y seguramente me autorizarás para detenerme aquí un par de semanas... Otra cosa tengo que decirte. Cuidado, Fernanda mía: de esto, ni una palabra a tu padre, que hace fu a toda candidatura que no sea la de Espartero. Amor de mi vida, espero ansioso tu carta con el perdón que solicito y la licencia para vivir lejos de ti unos diitas más...». Con veloz pluma trazó las últimas fórmulas de pasión, echó la firma, y ¡zas!, al correo.