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España sin rey/XXII

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XXII

Con ardor empezó Urríes su trabajo apenas llegó a la estación; que en tales campañas no conocía la pereza ni dejaba perder los minutos. Con dinero y saliva conquistó fácilmente a Sabas, el cual no puso reparo a intervenir en el negocio, siempre y cuando no fuera para cosa mala. Muy adicto a la familia, y tan fiel como su padre y su hermana, no asintió a las proposiciones del caballero sin echar por delante sus escrúpulos: «¿Pero todo esto, don Juan, es para casarse?».

-Sí, hombre. ¿Pues para qué había de ser? ¿Por quién me has tomado?

Y con explicaciones enfáticas, de inventiva novelesca, le dejó en pleno convencimiento de que colaboraban en la paz de la familia. Sin perder tiempo, se puso el bueno de Sabas en comunicación con Boni... Esta se encargaba de persuadir a la señorita. Todo a pedir de boca se arreglaría, porque el jardín de la casa de Bergüenda lindaba con otro enteramente abandonado y en poder de caracoles y babosas. La entrada era facilísima de noche, sin que nadie lo advirtiese. Tapia de poca altura separaba los dos jardines, y en ella podían hablar los novios, cada uno por su lado, sin aproximaciones ni tan siquiera cogerse las manos. Lo malo era que el perro guardián seguramente con sus ladridos daría la voz de alerta. ¿Cómo se arreglaba esto?

Y el buenazo de Sabas, rascándose la testa, halló al fin la solución y la manifestó con llaneza ruda. «Dejaivos de jardines con caracoles, y del perro y la tapia, y los incomenientes que pasan. ¿No saléis tú y la señorita a prima noche para irvos al rosario en la iglesia?... Pues, coni, en vez de entrar en la iglesia, meteivos por el callejón que sale al juego de pelota y a las choperas del camino viejo, por onde no pasan ni las ánimas; que ya no andan ánimas dende que la Revolución quitó el Purgatorio... Allí estaremos don Juan y yo, y allí pueden hablarse los novios... que en media hora, coni, tiempo tienen de decir lo que quieran tocante a casamiento, y tú y yo apartadicos sin quitarles ojo, para que no haiga pegazón de personas una con otra, ni besos mismamente, cétera...». A ciegas aceptó Urríes este plan, por no tener medios de ejecutar otro. Entregábase al acaso, fiando en su suerte loca; contaba con lo imprevisto, que rara vez deja de ser favorable en las comedias vivas de amor.

Llegó, pues, la noche fijada para la cita. Acudió el primero don Juan: llevaba coche cerrado. No tardaron en destacarse de la sombra nocturna las figuras de Fernanda y Boni. Todo resultaba tal como lo calculó el experto Sabas, que andaba por allí ceñudo y vigilante, sin otra mira que el honor de la familia. Las intenciones de Urríes no eran buenas; pero su apetito donjuánico no tenía suficientes arrestos para proceder conforme al uso de los tiempos heroicos del libertinaje. La sociedad comedida y reglamentada del siglo XIX, no permitía ciertas audacias. El rapto en el coche, burlando de un puntapié o a cuchilladas la vigilancia de los servidores, era un delirio anacrónico. Robada Fernanda, ¿qué haría después? Estábamos en un siglo imposible, todo alambrado de leyes, reglas y miramientos. El ideal supremo sería tener dispuesta una casa próxima; entrar en ella con la hermosa joven; platicar juntos y solos en la forma más íntima, sin reparo de los desvaríos a que la mutua pasión les condujera, y después volverla al hogar paterno, quedando todo en secreto, con o sin consecuencias visibles en corto plazo. Esto era lo procedente y lógico en un siglo de amaños, hipocresías y ziquizaques. Y la Humanidad iba perdiendo en ello, porque los males de la fuerza fueron siempre menos malos que los de la astucia.

Ya en el terreno, mano a mano con Fernanda (y las manos de él no osaban ir más allá de las de ella), vio don Juan que se había equivocado de lugar y ocasión. Otra cosa ideó y presumió su acalorada mente de burlador. ¿Qué hacían allí las estatuas sombrías de Boni, Sabas y la señorita del pueblo, como representantes ñoños de la moral? Los mirones o testigos profanaban la santidad de la poesía, y convertían en copias insulsas el poema donjuánico... En la corrección de la entrevista, el pensamiento dominante de Urríes era recabar de Fernanda promesa de nueva cita, para lo cual precisaba reentablar sigilosa correspondencia entre la casa de Bergüenda y Miranda. Negose la hija de Ibero, y encastillada en su honestidad tanto como en su agravio, acudía veloz al cierre de todas las brechas que el galán abría. En el corazón de la enamorada joven, el odio a Céfora era una llama inextinguible. A Céfora tenía por autora de los tormentos que le ocasionaba el desvío de don Juan; y mientras más bello y seductor a sus ojos se presentaba el hombre amado, más terriblemente crepitaban las llamas del corazón, y más acerada y persistente era la idea fija, semejante a una brújula montada en el cerebro.

Con todas las artes de su ingenio fecundo se aplicó Urríes a desmontar aquella idea fija. Recelar de Céfora era ver visiones y asustarse de sombrajos. Aferrada tenazmente a sus odios, Fernanda insistió, diciendo: «Es verdad; no deliro. ¿Por qué estás aquí sino por estar cerca de ella?». Viendo que las sutilezas de su imaginación no daban juego, don Juan tomó el caso a broma; ridiculizó a Céfora, agregando chistosas comparaciones y conceptos saladísimos. Fernanda sonreía; pero aunque la sonrisa podía parecer señal de debilidad, continuaba rebelde al convencimiento. Repitió don Juan muy en serio su declaración de que la rubia de Subijana no significaba para él más que las invisibles pajaritas del aire.

Fernanda era religiosa; creía que los juramentos obligan y son prendas de veracidad. Su candorosa fe, un poco rutinaria y formalista, respondió a las ardientes afirmaciones del galán proponiéndole que jurase lo que había dicho. ¡Buen cuidado le daba a Urríes complacer a su amada, y pasarse jurando toda la noche! Los juramentos dramáticos y líricos no tuvieron fin: juró por Dios y por su madre, es decir, por las dos madres, la de Dios y la del caballero, a la cual este suponía muy bien aposentada en la mansión de los justos. Quedó así Fernanda consolada o en disposición de creer, y dando por terminada la entrevista, ofreció conceder otra en breve plazo, y decidir en ella si reanudaban el carteo. Separáronse, él con pasión declamatoria, ella con ternura reservada. Triste y un tanto alicaído se retiró Urríes a Miranda. No le resultó la novelesca cita tal como él la soñara y presintiera. Pero en su riquísimo arsenal de pertrechos amorosos hallaría resortes, trampas y redes más eficaces.

En este lugar de la narración se marca una coyuntura que desvía los sucesos y los empuja por derrotero no previsto. Un personaje, una mujer ya mencionada, aparece ahora como activa palanqueta en la máquina de esta ejemplar historia. Era Nievecitas, sobrina del cura de Bergüenda, bondadosa y honesta joven, agradable de rostro, menudita de cuerpo, un poco y un mucho picotera, y tan comunicativa que antes reventara que guardar un secreto. A los tres días del careo nocturno, llegose a Fernanda y muy compungida, casi llorosa, le dijo que don Juan de Urríes visitaba las más de las noches a Céfora, en un caserío pobre de las inmediaciones de Salinas... Para evitar su paso por Bergüenda, el traidor tomaba la línea de Bilbao hasta Pobes, donde ajustado tenía un coche...

El primer efecto de este jicarazo en el ánimo de Fernanda, fue una estupefacción parecida a la insensibilidad; siguió la cólera, el ciego creer en lo que oía; vino después la duda... Nieves mentía... repetía cuentos y chismajos... A estos angustiosos estados de alma que cambiaban rápidamente, sucedió un repentino desbarajuste nervioso como arrebato de locura. En la sedación de su delirio, cayó Fernanda en la taciturnidad sombría, lúgubre. Guardó en el alma el secreto de su aflicción con heroico y casi increíble disimulo. La violencia que hacía sobre sí para no dejar traslucir su congoja, parecía superior a las fuerzas humanas: divina fuerza era sin duda.

El primer cuidado fue que los tíos no sospecharan la grave desazón de la señorita. Conseguido esto, en su aposento y en los paseos vespertinos Fernanda tramaba con Nievecitas y Boni tenebrosa conspiración. Se le había metido en la cabeza comprobar por testimonio de sus propios ojos la traición de Urríes. Amiga y criada trataron de apartarla de aquel propósito; mas antes lograrían que saliese el sol por Occidente. La hija de Ibero podía romperse y morir; doblarse y transigir, nunca. Era un ser fundido en una sola pieza, y no había medio de tomar una parte de ella dejando lo demás.

Las conspiradoras recibieron de Miranda un soplo interesantísimo. Algunas tardes salía don Juan por la línea de Bilbao, diciendo que iba a visitar a un amigo en Orduña o en Amurrio. Regresaba al día siguiente. Sin decirlo claro, quería pasar por conspirador, y aires de tal se daba. Esto a nadie sorprendía en tiempos de tanta libertad, y de tan activas y variadas propagandas por el achaque de buscar Rey... Una tarde, después de comer en la estación, se metió Urríes en el mixto de Bilbao. Al poco rato se apeaba en Pobes. En un coche que prevenido y bien pagado tenía, partió por la carretera de Nanclares a Espejo. El camino era tortuoso, costanero, y el paisaje melancólico se entristecía más al caer de la tarde, cuando las últimas luces del día se acostaban en él soñolientas.

Don Juan se distraía contando los robustos y frondosos nogales que en aquel país se ven frente a todas las casas y en la proximidad de las iglesias. La penumbra los agrandaba, la sombra los ennegrecía, y sus formas corpulentas querían ser ante la imaginación figuras de abades panzudos o de atletas acurrucados bajo inmensos paraguas. En su vagorosa observación, así pensaba el caballero: «En la madera de esos árboles, que puede ser algún día mi cama, mi mesa, mi ropero, duermen ahora los pájaros tan tranquilos...». Luego, enzarzando ideas, se decía: «A diferencia del hombre, los pájaros no aman nunca de noche... De día se dedican al canto, a sus amores y a robar para comer... El ser que no ama, no vive. Como el pájaro busca el grano, busca el hombre a la mujer, y donde la encuentra, allí se para y come... toma lo suyo y lo ajeno...».

Entre pensativo y adormilado, llegó a un caserío pobre, a la entrada de Salinas. La noche era obscura y cálida; el lugar hondo, medroso, solitario, entre cerros y peñas. Próximo estaba el pueblo, y ninguna calle de él se veía. No faltaba, frente a la casa, el nogal pomposo que dormía envuelto en su capa o copa, tapándose desde el tronco a la coronilla. Salió la casera al encuentro de don Juan y le dijo que la señorita no había llegado. Coche y cochero pasaron al corral, y Urríes entró renegando en la casa, pues los plantones le enojaban, como hombre acostumbrado a que los gustos y bienandanzas se le viniesen a la mano. Condújole adentro y arriba la mujer, prevenida de un candil, por escalera crujiente y sollado de castaño, que respondían a las pisadas con quejas y chirridos lastimosos. En una estancia bien puesta y limpia entraron. El galán se dispuso a esperar; preguntole la casera si quería tomar algo; negose don Juan mohíno: tomaría tan sólo paciencia. A su pregunta de si la señorita tardaría mucho, respondió la mujer que nada sabía, y que la tardanza podía ser corta o larga, según... Total, que era forzoso ponerse en manos del tiempo, árbitro de los plantones de amor.

La noche había de ser para don Juan penosísima; noche de fastidio y rabia, porque el plantón no acabó ni con el día. Fue una soberana burla del tiempo y del amor confabulados, un bromazo cruel, aunque no tanto como él merecía. A las doce perdió la esperanza de ver a Céfora. Ya cerca de la una, prefirió el galán dormir, y se tendió medio vestido en la cama, que no era mala, aunque sí de las de música, pues en cuanto el cuerpo se movía en ella, las secas hojas de maíz y las maderas de la armadura cantaban y reían como enemigas del sueño del huésped. A pesar de esto, durmió cuatro horas con leves interrupciones de picotazos; que no faltaron pulgas feroces, asesinas...

Temprano dejó las ociosas y musicales pajas, y desayunándose con un buen chocolate que le dio la casera, preguntó a esta el camino más corto para entrar en las salinas sin pasar por el pueblo. Precisamente del caserío a las salinas había poco que andar, aunque ello era por vericuetos. Subiendo por un senderillo que arrancaba del nogal, se llegaba a una pared de piedra seca, deshecha en diversas partes y con practicables boquetes. Guiado por estas indicaciones, allá se fue don Juan seguro de encontrar a Céfora, que todas las mañanas, antes o después de misa, daba un paseíto por los dominios de la blancura.

Alguna noche estuvo Urríes en las salinas; de día, el espectáculo de aquella singular explotación del agua salada, le dejó maravillado y suspenso. Era un ancho y profundo barranco, cuyas dos vertientes habían sido convertidas en estanquillos o balsas de madera, escalonadas como los jardines de Babilonia. Estacas verticales soportaban estos tenderetes; los más lejanos parecían galerías o pórticos guindados unos sobre otros; las superficies altas, donde se estancaba el agua para someterla a la evaporación, eran de una horizontalidad perfecta. Los soportes y algunos trozos de muro que servían de armazón a tan industrioso artificio, ofrecían la complejidad y variedad más pintorescas. De una parte a otra, y aun por todo el espacio que separaba las dos vertientes del valle o encañada, corrían los cauces de madera, conductores del agua. Esta bajaba del manantial y se distribuía por la enmarañada red de canalillos altos y bajos. Lo que daba al paisaje una singular y exótica hermosura, era que al evaporarse el agua salobre, en los trayectos quebrados o rectilíneos que recorría y en la entrada y salida de los estanques, dejaba por todas partes cuajarones de sal. Aquí colgaban témpanos y estalactitas, allí corrían cristalinas cuerdas horizontales. Estos efectos, los de las pilas de sal ya recogida, y la nitidez alba de los embalses, daban la impresión de un país nevado o de una ciudad de pórticos, en parte de madera, en parte del más rico mármol de Paros. La general blancura superaba con mucho a la de la nieve, por el brillo y claridad que la viva luz y los directos rayos del sol daban a tan espléndido conjunto. No se cansaba Urríes de contemplar el bello, gracioso y divertido espectáculo: iba de una parte a otra buscando las variadas perspectivas, cuando vio a Céfora que sola y leyendo un librito avanzaba por la linde de los más bajos estanques. Había entrado por el portalón que comunica las salinas con el pueblo. «Ahí viene esa loca -se dijo Urríes andando hacia ella por los blancos senderos en que la sal pisoteada tenía el brillo mate del esmeril-. ¡Y qué guapísima! ¡Cómo realzan su belleza dorada estas nieves, hijas del sol; estos templos de sal!...».