España sin rey/XXVII
XXVII
¿Tendría razón don Wifredo?... Debe advertirse que si en su vida social no escaseaban las ridiculeces, en su vida íntima era un santo, y que Fernanda conocía no pocos ejemplos de su grandeza moral. Por esto quizás, al conjuro del caballero, sintió la joven que en su alma reverdecían esperanzas marchitas; las ramas secas e inodoras despedían leve fragancia de mejorana y tomillo, y en la mente obscurecida como alcoba de enfermo grave, entraban ya por innumerables rendijas luces del libre ambiente. Cierto que esto no era debido tan sólo al lisonjero vaticinio de don Wifredo; en el conjuro tenía buena parte Marciana, mujer bienintencionada y discreta, que procedía con la mayor lealtad.
Y aún cobraron las esperanzas de la desconsolada señorita mayor aliento cuando observó que llegaban a su casa visitas que a su parecer traían misterio y algo que a ella particularmente interesaba. Presentose una mañana don Felipe García Fresca, alcalde de Vitoria, y aunque esto nada tenía de particular, por ser Santiago y el señor Fresca muy amigos y ambos liberales, Fernanda creyó ver en ello una extraordinaria encomienda. Quizás no hablarían más que de política, de la elección de Rey, de los temores de levantamiento carlista; pero estos asuntos no explicaban el extraño caso de que, al despedir a su amigo en la escalera, quedase Ibero contentísimo, con una cara de Pascua que la hija no había visto en él desde los tristes días de Bergüenda.
Pues la misma noche estuvo en casa de Gauna don Francisco Juan de Ayala, persona principal de la ciudad, cuñado del Conde de Cheste. Ayala y Luis de Trapinedo hablaron largamente a solas en un extremo de la sala; Fernanda notó que la miraban sonrientes. Luego creyó notar en Luis cierto alborozo... El hecho era que todos parecían contentos; pero nadie le decía nada. El único que con la señorita se franqueaba era su amigo el gran don Wifredo, que risueño le dijo: «No me ponga esa cara tristona. Alegrándose un poco, está usted más bonita... Ya puede salir al campo de la ilusión, a recoger y acopiar pajitas y pelusitas para un nuevo nido... Aquel se rompió, se deshizo... Pues a otro... Esto digo yo, y que venga ese bruto de Cristóbal Pipaón a competir conmigo en imágenes bellas... Fernanda, que la vea yo a usted alegre y saltona, cogiendo pajitas y llevándoselas en el pico...».
Al llegar aquí, se detiene el historiador extasiado ante la noble figura caballeresca del Bailío de Nueve Villas, que en aquella segunda etapa de su azarosa vida se nos presenta con los caracteres de la más alta grandeza moral. Podría no estar el hombre en sus cabales; podría ser un vidente, un iluminado; fuera lo que fuese, la dirección que tomaba su voluntad merecía calurosas alabanzas. Volvió el hombre de Madrid medio loco o loco entero, trastornado por pasiones que súbitamente entraron a saco en su espíritu. Madrid le había sido funesto; había caído el hombre en aquel infiernillo político y social, con cincuenta años largos de pacífica normalidad provinciana; pagó el tributo a los gustos retrasados, a los apetitos inéditos y adormecidos; se le fue el santo al cielo; se achispó de los sentidos y del corazón. Restituido por bondadosos parientes al suelo natal, se encontró con el tristísimo suceso de Fernanda, la mujer ideal, la mujer soñada, tan alta para él, que nunca osó rendirle adoración fuera del invisible altar del pensamiento.
Pudo estar don Wifredo perturbado cuando le trajeron de Madrid a Vitoria; pero no cabía mayor señal de cordura que su proceder ante la hija de Ibero, abandonada del novio, sin perder su pureza. Ni por un momento pensó el Bailío en sustituir al galán fugitivo. Claramente vio que su edad avanzada, su posición modesta, la borrasca mental que había corrido en Madrid, le imposibilitaban para toda pretensión amorosa. No era falto de seso el hombre que así pensaba. Pero no contento con esto, y obedeciendo a las generosas y cristianas voces que sonaban en su alma, se dijo: «Todo por Fernanda y para Fernanda; y pues enamorada sigue del sujeto, a pesar del desaire sufrido, consagro mi vida al fin altísimo de traer al don Juan a su deber, o de castigarle con la muerte si a ello se negara». Con esta especie de juramento quedó afianzado el sanjuanista en la desinteresada empresa, expresión fiel de la Orden de Caballería que profesaba.
La idea del regreso de don Juan nació en la mente del Bailío de confidencias que alteraba su lozana inventiva. Pero contando siempre con la volubilidad del andaluz, se previno por si llegaba el caso de tener que matarle. Los eclipses del paseo matutino y el encierro en su aposento fueron motivados por la necesidad en que se vio de limpiar sus armas, enmohecidas por el ocio de una larga paz. Poseía espadas de fino temple, cuyos aceros jamás vieron sangre; sables, dagas y otras herramientas de muerte conservadas por curiosidad, o como recuerdos de familia. Terminada esta faena en dos mañanas, otras consagró a poner en orden sus papeles, a desempolvar sus ejecutorias y a trazar con mano firme un testamento ológrafo, pues aunque confiaba en que el juicio de Dios le sería favorable para llevar consigo toda la razón, no podía dejar de admitir alguna probabilidad de fracaso y muerte. Sobre todo estarían siempre los altos designios.
Fundado en vagas noticias, Romarate se imaginaba a don Juan encariñado con la reconciliación. Faltaba, no obstante, la nota de verosimilitud o algún dato testimonial, para que tal creencia fuese algo más que vana conjetura. A este propósito, debe decirse que las atrevidas adivinaciones de don Wifredo solían tener más consistencia lógica y más aire de verdad que muchos de los informes que sus confidentes le comunicaban; pero él se las componía muy bien para llevar a los puntos débiles la fuerza persuasiva que en otros sobraba, para dar apoyo a los hechos tambaleantes arrimando a ellos los hechos firmes, y así lograba sostener aquel aparato en que no era fácil discernir lo imaginario de lo real.
El taller en que don Wifredo fabricaba su lógico artificio era su casa del Portal del Rey, y el ayudante o discípulo la criada que desde remotos tiempos le servía, cincuentona como él, de una fidelidad inaudita, llena el alma de devoción y de supersticiones, con cierta salida de humos a lo caballeresco, plagio de su señor. Lo más extraño de Filiberta era que jamás creyó en la demencia del amo, y que en cuanto este hizo y dijo al regresar de Madrid no vio más que donaires, o rigurosa demostración de un carácter entero. Le amaba y le servía con absoluto desinterés; le cuidaba como a un hijo, y no tenía más finalidad en su existencia que verle saludable y alegre. Rara vez ha existido un caso de adhesión semejante, que se explica, más que por el natural bondadoso de la sirviente, por la increíble bondad, rayana en lo sublime, del caballero de San Juan.
Era Filiberta viuda de un contrabandista, que el año 54 contrajo una repugnante enfermedad en la boca y nariz. Hora es de que se conozcan las cristianas virtudes del ilustre Bailío, que llevó a su casa al pobre canceroso, le aposentó en su propia alcoba, asistiole como a hermano y no se apartó de él en la hora de la muerte. Entre él y la viuda le amortajaron; fue el caballero al Campo Santo, y con sus propias manos le dio sepultura. Como nunca hizo alarde de esta ni de otras obras suyas de alta misericordia, que cumplía calladamente como Caballero Hospitalario, pocas personas lo sabían. Pero el historiador lo sabe, y nos manda trazar este perfil biográfico.
«Filiberta -decía una noche a su fiel sirvienta cuando esta le quitaba las botas-, en el testamento, que hace días escribí de mi puño y letra, te dejo el caserío de Argandona». Y ella, con súbitas ganas de llorar, oprimiendo contra su pecho la bota que acababa de quitarle al amo, respondió: «Señor, yo no quiero que me deje nada. Lo que quiero es que viva más que yo. Muérame yo primero».
-No te aflijas, mujer. Sólo Dios sabe los días que hemos de vivir. Comprenderás que hallándome yo pendiente de un lance gravísimo con ese don Juan, he debido arreglar mis asuntos, por si el juicio de Dios me fuera desfavorable.
-Quite allá, quite -dijo Filiberta retirando la otra bota después de limpiarse una lágrima en cada ojo-. ¡Estaría bueno que Su Divina Majestad no le sacara a usted salvo y triunfador!
Disertando sobre esto con desigual reparto en el coloquio, pues don Wifredo no hacía más que asentir con frases breves, Filiberta expresó peregrinas opiniones respecto a la Caballería y a las virtudes de su amo. El que era un santo con sombrero de copa; el que practicaba la caridad sin que se enterara ni el cuello de la camisa; el cruzado de Jerusalén, amparo de los desvalidos, que andaba por el mundo lleno de misericordia, no podía quedar mal en un lance por defender a una dama noble y católica. Oyendo esto, despojose don Wifredo de las prendas de vestir más pegadas a su cuerpo, y se metió en la cama. Hízolo en la forma más pudorosa, mientras la criada, poniéndose de espaldas para no ver al amo en su desnudez, recogía la ropa y la ordenaba. Era Filiberta morena, tirando a negra; de granadera talla, huesuda, con bosquejo de bigote y barbas. Puesto en pie a su lado con altos tacones, apenas le llegaba al cuello el hombre chiquitín con quien compartía su existencia, y en quien veía un santo niño, digno de culto religioso.
Acostado el niño, su servidora le lió en la cabeza, a guisa de turbante, un pañuelo de seda. No dormía bien el caballero sin abrigar de este modo su cráneo y sus pensamientos, costumbre higiénica que le fue impuesta en Madrid por los cuidados de doña Leche. Y cuando Filiberta le hacía en la frente el nudito final, dijo a su señor: «Y para más seguridad, ya sabe que yo tengo un amuleto que me dieron los ermitaños de Barria. Se lo pongo en el pecho, y no haya miedo de que le toquen balas, ni de que le entre estoque o daga en desafío, siempre que a él vaya con fe y devoción. No es más que un colgajito con el haba de mar cogida en Viernes Santo, unos palitos de hierba de Tierra Santa y la regla de San Benito. Bien probada tengo la virtud de ese divino escudo: que por dos veces se lo puse a Ramón, y fue como si llevara una coraza de diamante. En Vera le soltaron siete tiros a boca de jarro, y no le tocó ni un grano de pólvora». Bondadosamente replicó el Bailío que más eficaces que el amuleto de los ermitaños eran la razón y la justicia, formidables broqueles que él llevaba en su pecho, y con esto terminaron el coloquio.
A la mañana siguiente, serían las ocho, volvía ya el Bailío de San Vicente con su misa en el cuerpo. Sirviéndole un rico chocolate, Filiberta le dijo: «¿Y anoche, señor, durmió bien?... ¿Pensó mucho, vio las cosas que están lejos?».
«Te diré... Anoche estuve algo inquieto, distraído... Sin que yo los llamara, venían recuerdos y alguna que otra imagen, muy seductora por cierto, de las borrascas que corrí en Madrid... No pude concentrar bien el pensamiento en las cosas de acá... ni calcular lo que hace y piensa el caballero andaluz en Cataluña... No dejes de ver hoy a tu prima Marciana, y si puedes, haz por ver a su marido, el guardia civil Antonio Castro. Un compañero de este, llamado Matías Calero, acompañó a Urríes en el trajín de las elecciones, y un miñón de los que están en el Gobierno civil llevó recados del Gobernador a don Juan en la fonda de Quintanilla... Y ahora que me acuerdo: ¿no conoces tú a dos muchachas de la fonda, que son de Comunión, tu pueblo? Pues esas tal vez sepan algo...». Gozosa de colaborar en las imaginativas empresas de su amo, Filiberta se preparó para salir a la compra. «No te des prisa -le dijo el señor-, que hoy no paseo... No me arreglaré hasta las doce... Pasaré la mañana leyendo». Partió la moza con la idea de que las páginas de aquellos librotes viejos de Tolemaida y Rodas contenían la misteriosa cábala... reveladora de las cosas futuras y los sucesos distantes.
Pero al enfrascarse en la lectura, no buscó el caballero su deleite en pesados mamotretos del tamaño de diccionarios, sino en volúmenes chicos, amenos y graciosos que guardaba en su reducida biblioteca, y que fueron sus delicias en la niñez como lo habían sido de sus padres... Se embelesaba en aquellos días con peregrinas historias de aventuras y correrías maravillosas por las regiones inexploradas del Globo; buscaba la distracción de momento, los lances más inauditos, los hallazgos de enanos y gigantes, de monstruos marinos y terrestres, los peligros de huracanes, desiertos de hielo, abismos, trombas, torbellinos y banquetes de antropófagos...
De uno de estos bárbaros festines volvía don Wifredo aturdido... cerró primero el libro, después los ojos, y en un breve letargo se vio llegando a Barcelona en un navío después de seis meses de viaje. Apenas saltó en tierra, vio a don Juan de Urríes tomando billete en la estación de un ferrocarril. Vendía los billetes una mujer, que asomó las narices por el ventanillo preguntando al caballero que a dónde iba... La voz era la de Filiberta que entraba con la cesta de compra, y dijo a su amo: «Señor, en la fonda de Quintanilla esperan al don Juan para dentro de tres días. Tiene la habitación reservada».
-Ya lo sabía -dijo don Wifredo pasándose la mano por los ojos-. En este momento toma el tren en la estación de Barcelona.