España trágica/IV

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IV

Momentos después, vio Halconero a los padres, afligidísimos, sin poder ocultar un sombrío presentimiento. Aunque dejaron a la enferma tranquila y aletargada, desconfiaban de verla pronto restablecida. Gracia subió de nuevo, y junto al lecho vigilaba el respirar pausado y rítmico de Fernanda. En la sala baja, frente a Lucila y Vicente, Ibero refería con triste comentario las horribles desazones que le habían dado sus hijos, con la extraña particularidad de que los tres tenían excelentes cualidades. Del primogénito, Santiago, refirió las novelescas aventuras y su voluntario destierro en París, unido con o sin sacramento... no pudo averiguarlo... a una mujer... demasiado conocida en Madrid... Demetrio, el hijo tercero, enloqueció de ira al conocer la tragedia y quiso rematarla digna y lógicamente. No se le podía quitar de la testaruda cabeza la idea de matar a don Juan de Urríes. Escapó de La Guardia con propósito de realizar su venganza en Madrid, en Córdoba, o donde quiera que hallase al desleal caballero. Fue menester que los padres mandaran en seguimiento del exaltado chico a dos hombres de confianza, los cuales lograron detenerle a mitad del camino, y para sujetarle rigurosamente, impidiendo una nueva catástrofe, don Santiago le llevó a Toledo y le puso interno en la Academia de Infantería.

Considerándose ligado por lazos de afecto indestructible a los señores de Ibero, Vicente no se apartaba de ellos. Tres días pasaron en alternadas emociones de temor y esperanza. El hijo de Lucila iba algunos ratos a su casa. Comía poco en una y otra parte. El latir de su corazón marcaba los segundos de su vida expectante, como el tiqui-tiqui de un reloj marca las partículas de tiempo que separan el hoy del mañana. Vivía esperando, minuto tras minuto, hora tras hora, el mañana dichoso en que pudiera ver a su amada restablecida. Llegó por fin el risueño día. A Vicente se le consintió verla; a Fernanda se le permitió hablar.

Trémulo entró Halconero en la alcoba, y hubo de reprimir su emoción ante la imagen de la señorita yacente en lecho de blancura, rodeada de flores que le habían llevado para alegrar su ánimo. Las flores y el albor de las telas y la inmovilidad de la enferma daban la impresión de una belleza no perteneciente a este mundo, amortajada viva por un alarde de estética funeraria. Marcábanse vagamente en la ropa de la cama las formas supinas del cuerpo, como esbozadas en un gran trozo de mármol. Tan sólo los ojos eran vida, y vida muy intensa. De una parte a otra los revolvía buscando caras u objetos en que posar la mirada. Cuando vio al entrañable amigo, descansó en él su afán. Sentose Vicente junto al lecho, y ella se apresuró a usar del permiso de hablar que se le había dado... «Hola, Vicente: ¡qué malita me encuentras! ¡Vaya, que has tenido mala suerte conmigo...! Apenas empezamos a tratarnos, salgo yo con este alifafe, y aquí me tienes hecha una calamidad».

Difícilmente pudo el joven disimular su pena con frases consoladoras de las más triviales. «Ya estás buena... Yo estoy muy contento de verte... Miquis ha dicho que mañana estarás en franca convalecencia...». Sucedió a esto un silencio adusto. Gracia, esforzándose en desatar el nudo que se le había hecho en la garganta, les dijo: «Hijos míos, porque yo esté delante, no dejéis de hablar con libertad y de deciros todo lo que se os ocurra... Aquí estoy por tener cuidado de que Fernanda no se fatigue charlando demasiado. Algo puede hablar. Y usted, Vicente, procure que sus palabras no sean demasiado vivas. Hablen, díganse cosas... cosas gratas, sencillitas y que no provoquen a emoción. Yo estoy sorda: callo y vigilo».

Con tan amable licencia, ella y él se despacharon a su gusto en corto tiempo. Fernanda emitía la voz con alguna fatiga; pero dejaba en libertad a los ojos para que con su expresiva intervención dieran descanso a la palabra. «Ya creías tú que me moría, Vicente. Pues mira: aún no puedo asegurar que te has equivocado». Y él: «Nunca pensé tal cosa. Morirte tú y vivir yo no puede ser. Mi vida me ha garantizado la tuya». Y ella: «Con frasecitas imitadas de tus libros no adelantamos nada... Yo te miré bien cuando entraste, por ver si estabas alegre... Pues aunque disimulabas, la tristeza traías contigo, y no podías dejarla al otro lado de la puerta». Y él: «Mi tristeza consiste en no poder cambiar mi salud por tu enfermedad». Y ella: «Tonto, si eso pudiera ser, la triste sería yo entonces. Devuelve tus frases a los libros de donde las has tomado. Convendrás conmigo en que para estar los dos contentos, debemos pensar que Dios, obligándonos a morir juntos, tal vez se compadezca de nosotros y nos deje vivir...

-Morir no, hijos míos -dijo Gracia sintiendo que se le apretaba más el nudo-; ni juntos ni separados debéis pensar en moriros. Aunque yo esté delante, llevad la conversación del lado afectuoso, y decid que os queréis... No soy tan lerda que os prohíba la cháchara de amor. Es lo natural. Tú, Fernanda mía, debes callar y oír. Ya se te nota la fatiga. Callas y escuchas a Vicente, que te cantará, como él sabe hacerlo, su extremado cariño». Con tales estímulos, el caballerito se despachó a su gusto, soltando el raudal de su pasión por el cauce de su rica fantasía.

Cuidaba de evitar el énfasis literario, poniendo en su amoroso cántico notas de gracia y de familiaridad encantadoras. Tan pronto sonreía Fernanda, como expresaba con donoso mohín su incredulidad un tanto coquetil; sostenía la conversación con arqueo y fruncimiento de cejas, con morritos de mimo, con ligero meneo de la cabeza y agitación de su cabellera, pronunciando monosílabos, palabras sueltas, cláusulas rotas. Así pasaron un ratito, hasta que Gracia dio la voz de alto, diciendo: «Por ahora no más... Toma la medicina... Irá Vicente a dar un paseíto por la huerta o a charlar con tu padre; tú y yo nos quedamos solitas... y dormirás un poco. Hasta luego, Vicente... Pero oye, hijo: para que veas si soy tolerante; para que veas cómo sé dar al cariño leal y honesto alguna franquicia de buena ley, te permito... voy más allá... te mando que des a Fernanda un besito en la frente». En un instante que pareció religioso, con cierta solemnidad de administración de sacramento, Vicente cumplió el mandato de la madre benigna. Besó la cálida frente de su amada, y esta, en un sonreír pudoroso, le dijo: «Vicentillo, pronto me levantaré... creo yo...».

Salió de la alcoba el galancete, y como en su espíritu moraban por entonces las formas y representaciones del arte clásico, vio en Fernanda la exacta imagen de la interesante Reina Alceste en su lecho mortuorio, antes que viniera Hércules a resucitarla. Fue reproducción mental de la famosa pintura de un vaso griego. La Reina parecía dormida entre rosas; la rodeaban los suyos, plorantes en humilladas actitudes, y el coro de plañideras, de retorcidos brazos.

En la huerta vio Halconero a las dos chiquillas y al chaval, con quienes Fernanda se solazaba en juegos inocentes antes de su noviazgo y enfermedad. Los tres correteaban con travesura y alboroto, sin echar de menos, al parecer, a su amiguita. Penosa impresión dejó en Vicente la brutal alegría de las criaturas, olvidadas de quien tanto las amó y quería ser como ellas. No se había hecho cargo aún de que la niñez es ingrata y desmemoriada, ni de que el egoísmo inocente informa al ser humano en los comienzos de la vida... En tanto, se le agregó Santiago Ibero con sus amigos, uno de ellos el cura de la parroquia, militar el otro, de servicio en Leganés. Hablando del suceso que entristecía la casa, recitaron tímidamente y con débil convicción el himno de la esperanza.

Renovose al siguiente día la dulce y triste escena de la conversación de novios junto al lecho de Fernanda, en quien se acentuaban la debilidad y aplanamiento. Extremó Vicente la sutileza gentil de sus conceptos de amor, incitado a ello por Gracia y por Lucila, que presente estaba. Repitiose asimismo el beso final autorizado y prescrito por ambas señoras. Vicente se excedió en la obediencia, besando tres veces la frente abrasada de la damisela. Esta no pronunció palabra alguna; pero cogiendo la mano del caballero, la estrechó con leve presión contra su pecho. Los ojos tenía cerrados, la boca entreabierta.

Tres horas más, y sobrevino súbitamente la extrema gravedad. El espanto entró en la casa... Llegó el médico con una oportunidad que desgraciadamente resultó ineficaz. Todos acudían al triste aposento, y de él salían más llorosos y descorazonados. Vicente tuvo que acudir a la iglesia para traer al cura. Al volver a la casa, oyó gemidos angustiosos que descendían de lo alto, y apenas pisaba el primer peldaño de la escalera, quedó aterrado ante la figura de su madre que lentamente bajaba. Traía Lucila un negro chal por la cabeza. Con su mano derecha envuelta en la tela se tapaba la boca. Sus ojos divinos, sombreados por las cejas contraídas, declaraban un pavor doloroso. Figura semejante había visto Vicente en el libro mitológico o en los dibujos de Flaxman. Era Némesis, que preside el tránsito a la Eternidad. Destapándose la boca, dejó salir estas palabras: «No subas, hijo. Todo ha concluido».

Pero él subió con mayor presteza, sin parar hasta la fúnebre estancia. Vio el rostro muerto de Fernanda debajo del de su madre, que no se hartaba de besarlo; vio la faz curtida del coronel Ibero pegada a una de las yertas manos, mientras las criadas se disputaban la otra para poner en ella sus lágrimas y sus caricias. Las ropas del lecho compartían su blancura con grandes manchas de un rojo húmedo que les daba tonalidad trágica. Hallábanse presentes la viuda de Oliván, otras dos señoras y el cura, que había llegado tarde con las postrimerías sacramentales. Entre todos apartaron a Gracia del cuerpo inanimado, y entonces Vicente se arrojó con bárbaro anhelo a sellar con sus labios las bellas facciones no desfiguradas aún por la muerte. Medio loco ante aquel cuadro desgarrador, no se dio cuenta de cómo salió de allí, ni supo qué brazos vigorosos le sacaron hasta la escalera.

Momentos después encontrábase en la sala baja con su madre, el cura y un militar. Tan hondo era el duelo de Lucila, que se sentía incapaz de intervenir con la familia en los fúnebres actos ineludibles que imponía la muerte. Hijo y madre confundían la expresión de su inmensa pesadumbre. Las pisadas que sonaban en el piso alto estremecían a Vicente, y atendiendo a ellas, creía presenciar la escena que arriba se desarrollaba. Para que la noche fuese más lúgubre, desde media tarde se inició un temporal que al anochecer adquirió aterradora violencia. La lluvia azotaba los cristales con tremendos latigazos, y el viento bramaba en derredor de la casa con variados acentos terroríficos, ya imitando el rugido de animales feroces, ya la voz lastimera del dolor humano.

Pensaba Vicente que si mil años viviera, no podría olvidar aquella noche de suprema desolación y pavura, acentuadas por espantables clamores de la Naturaleza. Dadas las doce, Gracia, que era de corta resistencia espiritual y nerviosa, hubo de sucumbir al cansancio, y en compañía de Lucila se retiró a su aposento. El padre y Vicente, con el amigo militar y las criadas, hicieron la guardia en derredor de la heroína muerta, cuya bella faz apagada y marchita se hundía entre flores y aromoso follaje. En la turbación de su insomnio, el enamorado caballero veía desaparecer lentamente el perfil de cera, remedando el ocaso de una estrella en el mar.

De madrugada, el quebranto producido por tan hondas emociones venció la energía del pobre Halconero, abismándole en un sopor insano. Servíanle de almohada sus propios brazos, y en tal postura su cerebro enardecido le dio lóbregas visiones poemáticas. Se vio con Fernanda en los espacios cavernosos de un Infierno medio dantesco, medio pagano... Vestidos iban los dos de luengos ropajes que caían con severas líneas. No hablaban, no sabían hablar; deteníanse ante los grupos de sombras vagantes que por una y otra parte discurrían... Pasaron de improviso a un campo abierto y luminoso. Veían un suelo azul, arbolitos del mismo color, de tronco rígido, follaje recortado, formando algunos copa semiesférica, otros copa cónica, sin proyectar ninguna sombra sobre el suelo. Por entre ellos iban y venían personas que no eran vivas ni tampoco muertas. Vestían túnicas azules que poco más allá tomaban matiz de rosa.

Con el azul y rosado gentío se confundieron Fernanda y Vicente, sin que su presencia fuese advertida de aquellos seres diáfanos, ni muertos ni vivos. Allí no se conocía ningún ruido. Fernanda, que iba delante, volviose hacia su compañero, y en un lenguaje sin voces, idioma de signos emitidos por la mirada, le dijo: «Aquí no está. ¿Dónde la encontraremos?». Y él dijo: «No lo sé, Lucero. Para mí que nos hemos equivocado de planeta...». Siguieron a estas, otras visiones indeterminadas que acabaron desvaneciéndose en los nimbos cerebrales. Volvió Vicente a la realidad, y tardó un mediano rato en reconocerla, dudando de lo que veía.

Desde aquel amanecer en que todo lloraba, el cielo y la tierra, los ojos y los corazones, hasta el momento en que vio desaparecer los despojos de su amada en el interior de un nicho, que fue tapado con ladrillos y yeso, el alma de Vicente Halconero estuvo emancipada de la vida corporal, y voló libremente por las negras regiones del dolor sin consuelo. Cuando a su casa volvió, su madre, que le esperaba intranquila, le obligó a recogerse y acostarse. El intenso cariño maternal fue medicina y salvación del desdichado joven. La idea del suicidio que embargaba su espíritu con clavada fijeza, señalándole el término eficaz de su inmenso padecer, se embotó en el corazón de Lucila. Y la terrible idea no vino, no, exenta de cierto orgullo, porque el propio aborrecimiento de la vida se encariñaba con un morir semejante al del joven Werther, gloria y ejemplo de los amantes desesperados.