España trágica/IX

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IX

Vieron los amigos que los coches paraban en el lugar llamado Portazgo de Alcorcón, y que de ellos descendían caballeros que, unos tras otros, tiraron a pie hacia la derecha. Vicente y Bravo apresuraron el paso, carretera adelante, para tomarles las vueltas. Largo trecho anduvieron, sin poder penetrar en el coto militar: aquí encontraban cierre de alambres, allí un soldado que les cortaba el paso. Por fin Bravo, adelantándose a su amigo, logró la condescendencia de un oficial, que permitió la entrada con tal que observasen exquisita discreción, permaneciendo lejos del sitio del lance... Admitidos en el vedado, los dos jóvenes hubieron de caminar a la ventura, procurando orientarse. El terreno era extenso, ondulado, con pabellones y casetas aquí y allá, raso de arboledas, resplandeciente de luz vivísima y batido por aires matinales de picante frescura.

Aturdido del vago correr en distintas direcciones, y deslumbrado por la luz, Halconero sentía el cansancio precursor del aburrimiento. Llegó con su amigo a un lugar donde vieron un alto y abultado armatoste, formado con vigas y planchas de hierro: era el blanco del tiro de cañón, enorme pantalla que les permitió parapetar su curiosidad en acecho de la comedia o tragedia que se preparaba. Al amparo de aquel biombo robusto, abollado por los proyectiles, se tumbaron en el suelo boca abajo, postura de lagartijas con que fácilmente ocultaban sus personas, y en tal situación divisaron a los caballeros que en dos grupos avanzaban y retrocedían, como escogiendo lugar adecuado para la justa. Contaron unas diez personas: los dos adalides, tres padrinos para cada uno, y otros dos, que debían de ser médicos. Tanto se aproximaron algunos, que Halconero vio brillar los lentes de Montpensier. La preparación del duelo se efectuaba con exactitud parsimoniosa, semejante a las ceremonias litúrgicas.

«Tú no te has visto en estos lances, y desconoces la escrupulosidad con que se disponen -dijo Bravo al hijo de Lucila-. Yo he tenido tres, y en los tres acabamos con abrazo y almuerzo. Lo que importa es aparentar valor, sobreponer al peligro la idea de quedar bien, y ser caballeresco desde el principio al fin. ¿Ves? Ahora, después de elegir terreno, se cuidan de que ninguno de los combatientes reciba de cara los rayos del sol. Uno de ellos tendrá el sol a su derecha, el otro a su izquierda... Inmediatamente medirán la distancia. Ya lo ves: miden nueve o diez metros con una cinta; luego echarán suertes para designar quién ha de tirar primero... Se sorteará también el punto que cada cual debe ocupar en los extremos de la línea. La rifa de vida o muerte va despacio, como ves, y los que han de batirse hacen de tripas corazón, mostrando una impavidez fría, etiqueta obligada de estos encuentros en la puerta de la Eternidad, que las más veces suele ser la puertecita de una fonda».

Por la distancia que de estos trámites le separaba y por la extrañeza de ellos, Halconero los veía como actos y figuras de ensueño, y su atención se iba de la humana realidad a las líneas y colores del paisaje. Frente a sí, más allá del lugar de la liza, vio una caseta roja, otros mamparones que servían de blanco al tiro de fusil, y detrás, manchas verdosas de jara, las curvas del terreno acentuadas por la viva luz, y a lo lejos la torre de Húmera... El azul de la Sierra, con toques de nieve, embelesó sus ojos por un momento, y los habría embelesado más si Bravo no le trajese a la realidad inmediata diciéndole:

«Mira: ya están los caballeros de Orleans y Borbón cada uno en su puesto. El primero a nuestra izquierda, el otro a esta otra parte. Fíjate... Parecen estatuas. Ambos están serenos... con la serenidad del honor... con la vergüenza caballeresca, que es lo mismo que la torera, pongo por caso... Ninguno de ellos deja ver la procesión que le anda por dentro... Mientras los sacerdotes del Destino permanecen como marmolillos entregados a la meditación y al cálculo de las probabilidades de vida o muerte, los acólitos se ocupan en cargar las pistolas, operación delicada que realizan metódicamente, devotamente... Las balas son el símbolo del honor... son el criterio, el sí y el no de este tribunal que llamamos Juicio de Dios... Las balas deciden, y tienen siempre razón.

-Serán la razón de la sinrazón -dijo Halconero sin quitar los ojos de los que a distancia del punto de acecho cargaban las pistolas-. Desde aquí distingo las barbas morunas de don Emigdio y las blanquinegras de don Federico Rubio. Parece que han terminado de atacar las razones...

-Y ahora echan suertes para elegir pistola... A cada uno le llevan la suya... Se retiran los padrinos a distancia prudente... Las actitudes indican que se ha dado ya la voz: ¡atención!...

-Ya están los adversarios en manos de la Fatalidad.

-Ya están en guardia... los distingo claramente... el brazo derecho doblado, la pistola a la altura de la cara, con el cañón apuntando al cielo... Han alzado el cuello de la levita para ocultar el de la camisa, que hace blanco con su blancura.

-Ya los segundos se alargan... La Fatalidad se hace esperar... la esfinge retrasa su fallo, y dice voy, voy, sin venir nunca. ¿Pero cuándo tiran, cuándo se matan? Si tiraran a un tiempo y se matasen los dos, sería lindo término de esta expectación angustiosa... y...».

Disparó el Infante, disparó luego Montpensier, y ambos quedaron ilesos. Los padrinos cargaron de nuevo las pistolas y discutieron, probablemente sobre la supresión del avance después de cada doble disparo... «La función es harto pesada -dijo Vicente-; los actos brevísimos, los entreactos interminables. A ver, guapos mozos, tiren otra vez, y hagan el favor de hacer blanco». Y Bravo opinó que el lance llevaba trazas de inofensividad estudiada o fortuita, para concluir sin víctima y sin vencedor, con el solo triunfo del honor en el concepto condecorativo y de social etiqueta... Al disparar los rivales por segunda vez, acudieron los padrinos al Infante, creyéndole herido. Sin duda no fue nada, porque se procedió a cargar nuevamente. «Esto va para largo», dijo Bravo. Y Halconero: «A la tercera va la vencida. Veo la Fatalidad arrugando el ceño...». Y el otro: «Yo veo en su boca una muequecilla conciliadora. Desengáñate. Habrá vida y honor para todos». Por un rato de duración inapreciable, siguieron comentando el lance prolijo, y cuando sus palabras pasaban resueltamente del tono serio y expectante al de las bromas, oyeron el tercer disparo del Borbón... y al sonar el de Montpensier, ¡ay! vieron a don Enrique girar con rápido quiebro y voltereta, y caer de un lado... Al rebotar en el suelo, quedó el cuerpo en posición supina.

Con excepción del caballero de Orleans, que impávido, tal vez temeroso, permanecía en su puesto, todos acudieron a examinar al caballero caído... Los amigos intrusos, espoleados por su curiosidad ardiente, metiéronse en el vedado del Juicio de Dios. Si un instante dudaron, pronto les decidió el ver que de la otra parte violaban la clausura diferentes personas, algunas en traje militar. Algo sucedía de gravedad suma. Cuando llegaron al grupo, destacose de él Santamaría, y en su rostro moruno vieron los dos amigos la emoción trágica. «¿Herido el Infante?» murmuró Bravo. Y el levantino respondió que si no estaba muerto, poco le faltaba... Acercose Bravo codeando; mas de tal modo se apiñaban sobre el caído los ansiosos de examinarle, que sólo pudo ver el cuerpo de rodillas abajo... Federico Rubio, que antes que los dos médicos del duelo había podido apreciar la herida del Infante y su respiración estertorosa, se incorporo diciendo: «No hay remedio. Está expirando».

Al propio tiempo volvió Halconero sus miradas hacia Montpensier, la contrafigura del duelo terminado, y vio que un señor, en quien pudo reconocer a Solís, secretario y padrino del Duque, le notificaba el terrible desenlace.

El de Orleans dejó caer sus lentes, que quedaron colgando de la cinta, y mientras los cristales devolvían la luz con picantes reflejos, el caballero vencedor se llevó las manos a la cabeza en ademán de desesperación, y al aire salieron de su boca palabras doloridas que oyó tan sólo el secretario. O se lamentaba cristianamente de haber matado al primer hermano de su esposa, o lloraba viendo desvanecida en humo su ilusión mayestática . Fue al lance tal vez con la idea de hacer ante el público sus pruebas de valentía y de honor caballeresco, guardando las vidas de ambos para un reinado de conciliación, de lavatorio en aguas jordánicas. Pero el Destino le había jugado una mala partida. Él quería comedia, y Melpómene le había cambiado los trastos. Frente a la catástrofe, Montpensier maldecía su suerte, confundiendo en su consternación los motivos políticos y los humanos. Había matado a un individuo de la Familia Real de España, hermano del Rey consorte, cuñado y primo de la Reina, tío del inocente Alfonso. Pero si la bala de Orleans quitó la vida al Infante, la bala de Borbón, perdida en el espacio, se llevó la corona de Isabel, que ya el esposo de Luisa Fernanda creía poder encasquetar en su cabeza. Con brutal humorismo, el Destino retirábase del escenario, dejando tras de sí las sílabas de su carcajada... ja, ja...

Expirante don Enrique, nada tenía que hacer allí Montpensier. Acompañado de dos de sus padrinos y de uno de los del adversario, se volvió a Madrid. Iba el egregio señor verdaderamente consternado. La gloria de triunfador era poca para sofocar el remordimiento de fratricida. Su ambición, aliada con sus sentimientos humanitarios, había pedido al Destino una victoria incruenta, un éxito de pamplina honorífica para deslumbrar al profano vulgo. Lloraba el nieto de Felipe Igualdad la desfloración de sus ilusiones, y masticando los amargores de un triunfo desgraciado, entró abatidísimo en el palacio de Lasala... Como novio que ha tenido que maltratar al hermano de la novia, suspiraba pensando en el estallido de la opinión al siguiente día, o aquella misma tarde, cuando cundiesen por Madrid las lástimas de la tragedia, y empezase el clamoreo de los que no tienen más oficio que lloriquear por toda víctima y hablar pestes de todo matador.

Pasaron minutos, y los testigos de ambas partes desfilaron mudos y cabizbajos; temían la llegada de la Policía, que desde muy temprano recibió del Gobierno la orden de perseguir a los duelistas... En tanto, de los próximos edículos militares acudían curiosos, y en torno a la víctima se formó un ancho ruedo compasivo y susurrante. Aislado el cuerpo en medio de aquel redondel de mirones, todos podían verle y contemplarle consternados, y el comentario giraba una vez y otra con triste murmullo, por todo el círculo de cabezas. Muchos tenían al Infante por muerto; otros observaban tenues oscilaciones de la vida en su extinción solemne.

El desdichado Borbón tenía la cabeza hundida en la tierra, tal vez por la blandura del suelo. La mortal herida sangraba en la sien derecha. En la mejilla y en el cuello de la camisa brillaba el rojo de la sangre, que ya invadía el hombro y brazo del mismo lado. El brazo izquierdo, doblado con violencia, desaparecía bajo la espalda; el derecho se extendía rígido, como brazo de cruz; las piernas se abrían; el pie izquierdo aparecía contraído violentamente, con la bota a medio descalzar. En la voltereta que dio el cuerpo, al ser taladrada la masa encefálica por el proyectil, sufrió, sin duda, el pie izquierdo una dislocación formidable... El rostro no se había desfigurado aún, y su expresión mortuoria satisfacía los diferentes gustos de los curiosos. Algunos veían el rencor en el entrecejo fruncido del muerto o moribundo; otros descubrían en sus labios un intento de sonrisa irónica.

Esto vio Halconero, transido de compasión, y cuanto más le consternaba la tragedia, con más ahínco se clavaban en ella sus ojos. Ningún detalle perdía, ningún objeto accesorio se sustrajo a su tenaz observación. La pistola del Infante estaba no lejos de los pies. El sombrero y guantes a la derecha... Llegó el subdelegado de Orden Público, señor Maestre, y su primera disposición, después de reconocer a la víctima y de darla por muerta, fue requerir a los militares para que facilitaran una camilla en que trasladar el cadáver a un local cercano donde se le instalara con algún decoro, y pudiera ser examinado por los médicos forenses.

Llegaron los camilleros; fue recogido el cadáver, y en marcha se puso la triste procesión hacia la Venta de Retamares. Rodeaban la camilla los de Policía, y detrás formaban acompañamiento los curiosos, gente de pueblo, chiquillos, algunas mujeres que pedían la cabeza del matador. En el cortejo dolorido iban Bravo y Halconero, y este no podía echar de su mente la página histórica, que había visto antes de que pudiera ser escrita. ¿Era el fin de una raza? ¿Con don Enrique morían la dinastía borbónica y su colateral, la rama de Orleans?... ¿Qué giro tomaría el pleito obscuro de la Interinidad?... No recordaba que ningún Príncipe español hubiese muerto en desafío... El duelo resultaba como una democratización de la realeza... Gran resonancia tendría en toda Europa el suceso del 12 de Marzo, aunque el Gobierno español lo desvirtuara con la fabulilla oficial de que don Enrique había muerto probando unas pistolas en el Campo de Tiro. A esta infantil versión contestaría la Iglesia negándose a enterrar en sepultura bendita al pundonoroso y desgraciado Príncipe.

Mientras la Policía cumplía sus deberes en la Venta de Retamares, Bravo intentó convencer a su amigo de que debían abrir un pequeño paréntesis en el duelo, haciendo por la vida... Hasta para llorar y condolernos necesitamos vivir sanamente, y la vida y la salud nos piden alimento. Declaró Bravo su buen apetito, y aunque Vicente se resistió a descender de golpe desde lo espiritual a lo material, al fin pudo el amigo llevársele a la reparación orgánica. Largo trecho anduvieron por el camino real y fuera de él hasta dar con la Venta de la Rubia, donde un adusto ventero y una Maritornes amable les sirvieron opulenta tortilla con jamón y unas magras carneriles con cartílagos y osamenta, vino peleón, y para postre, blandas y melosas torrijas. Probó de todo Vicente con desgana; devoró Bravo, y luego se volvieron despacito al recinto mortuorio de Retamares.

Yacía el cadáver de don Enrique en desnudo colchón, que sustentaban desiguales tablas sobre dos derrengados bancos. Fláccidas almohadas sostenían la cabeza, que se inclinaba del lado de la herida. La sangre que de esta manaba se iba empapando en un luengo paño, como toalla, que aplicado por un extremo a la sien se extendía hasta medio cuerpo como culebra roja y blanca. El pie izquierdo estaba descalzo, por haberse perdido la bota en el traslado del cuerpo. Entre las rodillas y los pies se veían el sombrero y los guantes... Golpe de gente había en el mísero local. De rodillas junto al muerto rezaba un sacerdote, que era, según después les dijo Santamaría, el capellán de las Descalzas Reales, señor Pulido y Espinosa. Entre los visitantes reconocieron a Luis Blanc, a Montero Telinge, a García López y otros calificados republicanos, que iban a rendir triste homenaje al tataranieto del Duque de Anjou (Felipe V), tronco del árbol hispano-borbónico.

Los mortales despojos del Príncipe sin ventura evocaban memorias históricas, y ponían de relieve sus lazos de sangre con todas las personas de la familia que había cesado de reinar en Septiembre del 68. Era primo y cuñado de Isabel II; tío carnal del niño Alfonso, que los fieles dinásticos habían traído a que reinara en sus corazones; primo hermano de la esposa de Montpensier, lanzado por la fatalidad a un lamentable fratricidio; primo de Montemolín, de don Juan de Borbón y tío en segundo grado de Carlos VII. Fue desdeñado pretendiente de Isabel, por esta preferido, preferido también por los progresistas; mas rechazado por la Corte y las camarillas reaccionarias. De esta pugna y del desaire resultaron las llagas del corazón, las acritudes de carácter que habían de persistir en el resto de su vida como enfermedad crónica... Fue causa o pretexto de la revolución gallega, que terminó con los fusilamientos del Carral. Halagado por los del Progreso y admitido con júbilo en los senos masónicos, hizo profesión y gestos de liberalismo que disgustaron a su parentela. Sufrió persecuciones, destierros y desdenes, por lo que su impetuoso ánimo se lanzó a más peligrosas inquietudes. Era hidalgo, valiente, liberal, amante de sus hijos, amante del aura popular. Su historia, desde el 46, en que los vientos de la opinión jugaron con su nombre ilustre, hasta que murió en una tragedia doméstica, fue agitada y borrascosa, vida de rebeldía constante, de querella irreductible entre la realeza y la popularidad... En el Diario de Vicente Halconero descuella esta frase que no carece de sagacidad histórica: «Tempestad que turbaste a la Familia Real de España con ruidos y conmociones de escándalo, así en el trono como en el destierro, ya pasaste para siempre. Yo te vi exhalar el último soplo...».