España trágica/VII

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VII

Las negras damas pedigüeñas habían salido del Hospicio. Tras ellas anduvieron un rato los cuatro federales.Carbonerín propuso que, si ellas se corrían más allá de la Era del Mico, debían seguirlas y apedrearlas. Pero las postulantes se metieron en un palacete que hacía esquina a la calle del Divino Pastor, con jardín cerrado por elegante verja curva. «Esta es la casa de Fermín Lasala -dijo Santamaría-, y aquí vive Montpensier, el pobre Duque derrotado en las elecciones de Oviedo. Pretende la corona y no ha podido alcanzar el acta de diputado». Viendo entrar a las pécoras, todos a una dieron por seguro que iban a pedir dinero a Montpensier para ayuda de sus embelecos mojigatos. A este propósito contó Halconero lo que días antes había oído de boca de uno de los dependientes del librero Durán. De vez en cuando entraba el Duque en la tendilla de la Carrera de San Jerónimo a comprar alguna obra de Historia Contemporánea, o de estudios graves de Economía Política. Le mostraban lo mejor que había, y su primera palabra, hojeando los volúmenes, era ¿Combien?... De la repetición de esta muletilla vino el que le pusieran el nombre de Monsieur Combien. Comprara o no, siempre iba por delante la pregunta del precio.

«Pues a este Monsieur Combien -dijo Santamaría-, me parece que le van a poner las peras a cuarto muy pronto».

«¿Quién, cómo, cuándo?». A estas preguntas no quiso Santamaría responder concretamente. Dijo que tenía que ver al Infante don Enrique, y que si los amigos pensaban seguir paseando hacia Chamberí, no les acompañaría. Los otros declararon que eran vagos políticos, que ni como milicianos ni como patriotas libres tenían nada que hacer en aquella ocasión. Lo mismo divagaban por el Norte que por el Sur. Barruntando que Santamaría pudiera contarles algo nuevo, de picante actualidad, determinaron ir con él hasta dejarle en la Costanilla de los Ángeles, y en la puerta misma de la morada del único Borbón residente en España.

Parecía el buen don Emigdio poco seguro de sí mismo, preocupado, vacilante, dudoso. Bajando por la calle Ancha, a ratos se adelantaba como si tuviera prisa, a ratos quedaba retrasado sin hacer caso de sus amigos... Uno de estos propuso ir a pasar el rato al cafetín de la Plaza de Santo Domingo, llamado de Lepanto, donde tenía su asiento una tertulia federal de las más ardorosas. Allá se fueron, y al llegar a la puerta del café se despidió Emigdio Santamaría de sus compañeros diciendo secamente: «Vuelvo». Los amigos entraron, dirigiéndose a las mesas de la izquierda. En ellas rebullían grupos de gente ociosa, zumbante, fumante, embriagada por el espíritu y el vaho de ideales risueños. El local era de los más típicos: columnas prismáticas de madera sostenían el ahumado techo; el mostrador, el cafetero, los mozos, el echador, las mesas, el gato, el servicio, la jorobadita vendedora de cerillas y periódicos, reproducían con indudable propiedad arqueológica los gloriosos recintos de La Fontana de Oro y Lorenzini.

En las mesas donde se apiñaban los bulliciosos federales, envueltos en irrespirable ambiente de tabaco y disputas, no se hablaba sólo de política. Un capitán del Batallón de Maravillas, y un chico del de Palacio, ambos cubiertos con la gorra colorada, embobaban a los compañeros refiriendo sus triunfos amorosos. El de Maravillas tenía por teatro de sus conquistas La Novedad (bailes de Capellanes), y otro saltó diciendo que para mujerío hasta allí y conquistas rápidas no había nada como La Azucena Madrileña, Carrera de San Francisco... En la caterva hirviente del cafetucho había también hombres estudiosos y jóvenes formales que alternaban con los demás por la común exaltación federalista. Halconero se arrimó a un tal Segismundo García Fajardo, hombre muy listo y de fácil palabra, sobrino del Marqués de Beramendi. Había comenzado su vida política alistándose en la Unión Liberal; al estallar la Revolución del 68 se pasó a los demócratas de Rivero; poco después, por no sabemos qué piques o despechos, dio un salto tan grande que fue a caer junto a don Carlos; del carlismo se vino a la República, y seducido por las doctrinas de Pi, abrazó el Federalismo con fervor delirante. Respetando sus inconsecuencias, Halconero le admiraba por la agilidad de su ingenio y por su verbo rico, seductor.

En la mesa próxima, un federal vetusto, de abolengo progresista, lobo de barricadas curtido por los huracanes revolucionarios, hablaba del ciudadano Emigdio Santamaría, que minutos antes se separó de sus amigos en la puerta del café. No fue benévolo el tal en los comentarios que hizo del ausente y de su conducta en la vencida insurrección federal. En Octubre del año anterior salió de Madrid para Levante. Iban en el mismo tren Froilán Carvajal, Rodríguez Solís, Bertomeu, Palloc y otros. Con Antoñete Gálvez se corrió hacia Orihuela y Murcia, dejando en Alicante a sus compañeros. Estos sublevaron muchos pueblos de la provincia; se batieron con los pandorgos, que así llamaban a los monárquicos por allá; fueron vencidos... la tropa les dio caza, les abrasó... Al pobrecito Froilán nos le fusilaron... los demás se escondieron, volaron... En el extranjero esperaban un indulto... Pues Santamaría, después de andar en el fregado de Murcia sin hacer cosa de provecho, se vino acá tranquilamente y le dijo a Prim: «Don Juan, yo no he sido... Don Juan, yo no estuve en Murcia; yo soy hombre de orden... yo no he tenido arte ni parte en esas locuras...». Y con su poco de coartada y otro poco de sanfasón, ahí le tenéis tan campante...».

Empezaban el Carbonerín y Bravo a defender a Santamaría, ponderando su valor, su honradez republicana, cuando entró el aludido, tomando asiento en medio de la pandilla. Saltó la conversación a un punto interesante sugerido por la presencia del amigo que acababa de llegar. «Oiga, ciudadano don Emigdio -gritó un sujeto de bronca voz, echándola desde el extremo de la mesa más distante, como un proyectil parabólico-, aunque usted guarda una reserva, como aquel que dice, diplomática, ¡ajo!... no se nos oculta que podrá confirmar lo que por ahí corre tocante a los planes, ¡ajo! del Infante don Roque, digo, don Enrique.

-No sé nada... todo lo que se dice es música, amigo Tablares -replicó Santamaría apartando de la boca del vaso el platillo con los terrones de azúcar, para que el echador le sirviera-. El Infante es un caballero, es un liberal de toda la vida; pero su nombre y posición excepcional le prohíben adoptar actitudes demasiado activas...

-Se ha dicho, y yo lo creo -indicó el Carbonerín-, que don Enrique Borbón, sin de, ¡fuera ringorrangos! abraza el Federalismo con todas sus consecuencias, y está preparando el manifiesto que ha de dar a la Nación.

-No crean eso... El Infante es liberal, muy liberal y muy caballero; pero debe apartar su nombre y su jerarquía de las luchas candentes -dijo Emigdio, quemándose los labios con los primeros sorbos del café, tan caliente como la opinión».

Pausa breve, con maleantes murmullos de incredulidad... Era Santamaría un perfecto modelo del tipo arábigo levantino. Si vistiera chilaba o albornoz, podría creerse que acababa de llegar de la Meca. Nació en Elche, oasis que los genios islamitas transportaron de las faldas del Atlas. Le destetaron con dátiles, y desde su tierna infancia aprendió el Korán de la Libertad, que luego fue ardiente Federalismo. Su color moreno aceitunado, su barba negra partida, sus labios gruesos, de un rojo ahumado, hacían creer a la gente que el simpático Profeta se paseaba por estos mundos vestido de español del siglo XIX.

Rompió el silencio Segismundo García con una observación que denotaba su sentido político y su conocimiento de la historia contemporánea. «Me escamo mucho, señores -decía cautivando con sus primeras palabras la atención del auditorio-; me ponen en ascuas estos príncipes de sangre Real que se enamoran locamente de la República. ¿No os dice nada el ejemplo de Luis Napoleón? Ese hombre ladino y falso se declaró partidario ardiente de la forma de gobierno que más odian los reyes y los tiranos. Coqueteó con ella, le hizo la rueda hasta calzarse la presidencia; y apenas apagado el eco de sus juramentos, empezó a conspirar contra la institución sacrosanta... y ya sabéis lo demás... Con un plebiscito amañado se burló de Francia y de los franceses, y les puso la albarda del Imperio... Amigos, ojo a los príncipes que se prendan de nuestra República y la encuentran preciosa, monísima...».

Una voz de bronce, al otro extremo de la pandilla, gritó: «No queremos Borbones en casa... no queremos República con pachulí... no, no... Fuera demócratas de sangre Real, aunque nos digan que vienen con buen fin... Besugo, te veo el ojo claro...». Andese con tiento, el titulado Infante, y no juegue con nuestra Federal, que es doncella pulida y no admite chicoleos ni tentarujas. Borbón, a tus zapatos; zapatero, a tu monarquía... Haz las paces con tu cuñada la Isabelona, y no enredes aquí, pues ni con plebecito ni sin plebecito te tragaremos... He dicho».

Protestó Santamaría buscando apoyo en la mirada de Halconero y de Segismundo, los más ilustraditos de la reunión, limitándose a repetir que don Enrique no quería más que la felicidad de España; que era un espejo de caballeros, hombre puro, limpio de ambición, con otros discretos razonamientos... A pesar de la réplica del buen Emigdio, siguieron los demás picoteando en aquel tema, hasta que les llevó a otros más risueños el voluble giro de la conversación.

El que menos hablaba era Vicente, que se sentía descentrado en aquella sociedad. Ni sabía cómo alternar en las ardorosas disputas, ni hallaba modo de cortar y despedirse airosamente. La superioridad de su entendimiento, su timidez y delicadeza le tuvieron un buen rato abstraído, y como ausente, en espíritu, del bullicioso cotarro. Soltando las alas a su imaginación, volaba muy lejos, y a sus oídos, físicamente ligados al torbellino del café, llegaban cláusulas dispersas. Oyó que un miliciano de colorada gorra leía trozos de un folleto muy celebrado en aquellos días, Los neos en calzoncillos, de Funes y Lustonó. Las carcajadas que coreaban la lectura interrumpían el libre pensamiento del joven soñador. Oyó también que hablaban de La Carmañola, comedia estrenada en Lope de Rueda, noches antes, con estrepitosa ira del público; a su cerebro llegó alguna palabra referente a las bravatas de los carlistas, a las disensiones que por apreturas económicas estallaron en la familia Real proscrita...

Nada de esto podía interesarle, ni lo que después dijeron de teatros y diversiones. Como se había echado encima la tediosa Cuaresma, los bailes de Piñata cerraron el ciclo coreográfico, y de amenos galanteos y conquistillas; pero en cambio tuvo el vago público en Lope de Rueda un drama sacro-bíblico tradicional, Los siete dolores de María, dividido en pasos, cada uno con decoración espléndida, lujoso vestuario y guardarropía... Había coros, comparsas; salían judíos y cristianos, los doce Apóstoles, las tres Marías, y en la final apoteosis, angelitos de ambos sexos y lindas muchachas que cantaban aleluyas... ¡Gloria in excelsis Deo, y Viva la República Federal!