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España trágica/XI

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XI

Poca gente había en el santuario chiquitín, pues aún faltaba más de media hora para la Novena. Luces, pocas; sombra, mucha; silencio misterioso sólo turbado por el profano rumor que al abrir de la puerta entraba de la calle con soplos de aire frío. Cuatro bultos se veían aquí y allá: eran viejas baldadas y catarrosas, que respiraban con siniestros carraspeos. Al poco rato aparecieron otros bultos, anunciados por la quejumbre chillona de los goznes de la puerta... Las figuras entrantes tomaban posiciones, señalando su presencia con el arrastrar de suelas y el restallido de toses. El altar se destacaba de la obscuridad por salteados golpes de resplandor en su estofa luciente, y San José, con las velas no encendidas aún, vestidito de fiesta, aguardaba risueño la ofrenda litúrgica, en unas andas domingueras al lado del Evangelio.

Donata oró un rato de rodillas. Los instantes del rezo fueron horas para Segismundo. Al fin, la dama ecuménica se sentó en el más delantero de los tres bancos colocados al lado de la Epístola, y el atrevido joven se instaló en el segundo, de donde sin escándalo de los fieles adormecidos, hablar podía con ella cómodamente. «Donata -le dijo-, ya que su nombre indica que usted se ha dado a Dios, yo me llamaré Donado, pues por usted, por seguirla como la sigo, religioso y amante, también quiero darme a Dios... o darme a usted, para que lo vaya entendiendo...

-Cállese, libertino, y repare que estamos en lugar sagrado -murmuró la hembra piadosa volviendo ligeramente su rostro.

-Me callaré -respondió Segismundo, deslizando las sílabas con susurro-, me callaré después de decir a usted, Donata sublime, que este Donado ama a usted con locura, con frenesí... No me culpe a mí; culpe a sus virtudes, a su hermosura, que no tiene igual en el mundo. ¿Quién hizo esa belleza dolorida y arrebatadora? Dios... Pues si Dios la hizo, ¿qué mal hay en que yo la reverencie, en que yo la adore?...

-Desvergonzado, no siga... Me está usted perturbando en mi devoción... Reserve su desatino y sofóquelo... Si usted quiere condenarse, yo no me condenaré por sus arrebatos...

-No nos condenaremos. Usted se salva y a mí me salvará de mis tormentos temporales, peores que los eternos. Sea usted benigna, Donata, y no vea en mí un tipo vicioso, ni un incrédulo enemigo de Dios, ni menos un masón corrupto. Yo me convierto a la fe, y por usted, que es toda pureza y amor, quiero ser su discípulo y su amante... con pureza y arrobamientos. A las personas eclesiásticas entrega usted su alma. No me lo niegue: conozco la inmensa unción de su espíritu fogoso y pío. Pues aquí me tiene decidido a ser también religioso. ¿Quiere usted ver en mí el aspecto grave, el limpio rostro de las personas consagradas a la divinidad? Pues el aspecto, y la limpieza y la divina compostura verá pronto en este neófito. Abrazaré el estado canónico, y para que acompañen las apariencias a la vocación, mañana mismo, si usted lo manda, me afeitaré el bigote, este signo infamante del hombre libre, siervo de una sociedad profana, por no decir atea...».

Torció su cabeza la Dolorosa más a lo vivo, sin llegar a mirarle, y muy quedamente le dijo: «No me tiente, Segismundo, que si sus errores y las malas compañías le han hecho disoluto, el Diablo le ha hecho simpático. Apague el fuego de sus palabras, y si el de su corazón es como dice, y son sinceros sus propósitos de entrar en religión, ya hablaremos...

-¿Pero duda...? ¿Cuándo llegó a sus oídos la expresión de un amor como el mío? Sométame a cuantas pruebas quiera; impóngame penitencias; oblígueme a mortificaciones crueles, que yo he de cumplirlas, así me valgan y me conforten las potencias celestiales y los santos del día...

-Los santos de hoy -dijo Donata sin ladear la cabeza-, son San Leandro, arzobispo, San Rodrigo, San Salomón, y Santa Eufrasia; los de mañana, Santa Matilde, reina, y la Traslación de Santa Florentina. Encomiéndese a ellos, y cálmese y espere». Y a los nuevos parrafillos eróticos que el pícaro silbó en su oído como satánica serpiente, contestó con susurro estas discretas palabras: «Cálmese y espere. Tenga fe y paciencia... No soy persona blanda, ni tampoco puerco-espín erizado de púas. Si tanto me estima, obedézcame... Vea usted: ya encienden las luces del altar; ya se va llenando de gente la iglesia. Váyase de aquí, que pronto vendrá Domiciana, y como me vea y le vea tan cerca de mí, no será floja reprimenda la que me endilgue... Domiciana es mujer de tanta austeridad, que no nos permite hablar con ningún hombre, como no sea en las casas de gente piadosa y honesta a carta cabal. Con el ejemplo nos predica, porque ya sabrá usted que no hay otra que más aferrada viva en la abstención de todo melindre... Rechaza la dulzura, busca el padecer, reniega de los hombres... y ha sabido conservarse virgen.

-No lo sabía -replicó el pícaro-; pero sostendré que es la misma pureza si usted me lo manda. No me coge de nuevas la noticia de su virginidad, que ya me había llegado al alma el olor de sus virtudes...

-Obedézcame, Segismundo: por Dios se lo ruego.

-Obedezco, y aquí dejo mi corazón, Donata... No quiero que por mí tire de disciplinas la santa maestra virginal, a quien deseo ver pronto en los altares... Adiós, alma y vida mía en lo temporal y en lo eterno. Me humillo, me encomiendo al Santo Patriarca, y desaparezco por el foro, anunciando a usted que esta noche, cuando se retire a su casa, calle de Silva, me encontrará. Adiós».

Arrodillose, y encorvado devotamente rezongó, dándose golpes en la caja torácica. Luego hizo mutis despacio con quiebro, genuflexión y agua bendita en la misma puerta... En la calle vio gentes que miraban a la casa mortuoria, adorantes del hecho trágico representado en la fúnebre quietud de un cuerpo que nadie podía ver desde fuera. El pueblo hace sus honras frente a una pared callada, o ante el fulgor de luces que alumbran el camino de la Eternidad, para que no tropiecen los que a ella se dirigen.

En el portal le salió al encuentro su amigo Roque Barcia, y a él se agregó para entrar y subir como por su casa. En la escalera vio a dos o tres señores vestidos con anticuadas levitas, encasquetado el sombrero de copa (de la moda del año 40), ceñidos de bandas, con el deslucido adorno de un mandil que del pecho hasta más abajo de la cintura les colgaba... En la antesala encontró a Luis Blanc, el cual se lamentaba de que no asistiesen a velar o siquiera visitar al ilustre difunto los personajes de primera fila, pertenecientes a la Orden. «Ya ves: no ha venido ni vendrá don Juan Prim, que tiene el grado 33 en el Oriente de Escocia; ni Sagasta, que ahora quiere ver olvidada su historia masónica».

En el salón contempló el cuerpo del Infante en cama imperial de la Sacramental de San Isidro, vestido de vicealmirante. En la cabecera se veía el escudo con las armas Reales, y debajo de este un paño bordado con signos diversos, descollando en el adorno el número 33 en letras de oro. El cadáver estaba colocado en la línea de Oriente a Occidente, y en los cuatro ángulos de la cama hacían guardia otros tantos individuos con bandas y mandil, empuñando la espada. Parecían estatuas, o más bien maniquíes, vestidos de levitones demasiado anchos, o de casaquines que reventaban de estrechos. En los relucientes aceros advirtió Segismundo todas las variedades arqueológicas. Alguno era ondeado, como el que le ponen al Arcángel vencedor de Satanás, y otros procedían sin duda de las panoplias de Zorobabel, o de Ciro Rey de Persia.

Observado todo esto, se fijó el picaresco joven en las desnudas paredes del salón y en la pobreza de su mueblaje. Cuadros había dos: el uno de cacerías flamencas, grandón, ennegrecido, lucha de perros y venados; otro, un retrato de personaje del siglo XVIII, con peluquín, casacón galonado de plata, y venera de Santiago. Una consola vulgar recientemente barnizada para disimular su vejez plebeya, y algunos sillones de tapicería, de una modernidad de baratillo, hacían juego con la alfombra deslucida y de retazos, sin ningún parentesco con las de Santa Bárbara. Todo cuanto allí se veía daba testimonio de la honrada escasez en que había vivido el infortunado Príncipe, que no quiso doblegarse ante su Real parentela. Digno era de respeto, de tanto respeto como lástima, y su cadáver merecía del pueblo y de los grandes más altos honores.

Pasó Segismundo a otras salas y gabinetes: en uno de estos halló individuos de filiación ministerial en la política militante. Alguno se aventuró a sostener que no había derecho para sacar a relucir la guardarropía masónica en aquel acto. «Por estas tontunas -dijo Ricardo Muñiz, poniendo cátedra de discreción-, se han alejado de la casa mortuoria las entidades políticas de más viso. Por nohacer el oso se abstiene la Marina, que hoy se llama Almirantazgo, y esto es lo más grave, pues don Enrique de Borbón era, si no me equivoco, vicealmirante. La clase aristocrática, que habría sido el mejor ornamento de las honras fúnebres, también brilla por su ausencia, y henos aquí deseando tributar nuestros homenajes a este gran patriota de sangre Real, y temerosos de caer en el ridículo».

En otro grupo halló Segismundo al joven Halconero, y juntos se internaron de sala en sala, huroneando en la fría y desamparada mansión. En una estancia de las más recónditas, próxima a la cocina, vieron al Carbonerín y a Romualdo Cantera(el cojo de las Peñuelas), con uniforme de milicianos; a otros dos de la misma vitola, y a tres de los de levitón, mandil y banda de colorines. Habían mandato traer vino y cerveza del café de Santo Domingo, y estabanrefrescando, o haciendo salvas, según el vocabulario masónico. Excitado por la bebida, Carbonerín despotricó agriamente contra los del triángulo, que con sus artilugios habían hecho del funeral del Infante patriota una mala comedia para niños y criadas de servir. Si él y sus colegas de la Milicia se hubieran encargado de organizar la manifestación de luto, formando en el entierro, el día siguiente sería sonado en Madrid... Confirmó y acentuó estas opiniones Cantera, diciendo: «Dennos el cadáver, y yo aseguro que las honras no acabarán en el camposanto. ¿Qué mejor responso para este señor que un toque de Libertad, y Abajo el Gobierno?». Los del mandil respondían, con cierta gravedad sacerdotal, que el acto debía tener carácter religioso, y ellos a este criterio elevado se ajustaban, entendiendo que lo litúrgico no quitaba lo revolucionario, antes bien, cada uno de los ritos masónicos simbolizaba la destrucción del templo de la farsa para construir el de la verdad.

No interesaban a los dos amigos estas vanas altercaciones, y desfilaron llevándose a Cantera, cuyo pie de palo batía marcha con duro compás al través de pasillos y salas de la triste casona. En la capilla ardiente se toparon de nuevo con Roque Barcia, que en actitud un tanto aflictiva expresaba su duelo, mezclando a las audacias democráticas alguna simpleza sentenciosa de corte bíblico. Su cuerpo mezquino y su cara irregular, más ancha de un lado que del; otro, perdiéronse en el gentío, y asimismo se perdió Cantera, fundiéndose en un grupo de milicianos. Libres ya Segismundo y Vicente, tomaron aire escaleras abajo, y se fueron a la calle, ávidos de franquía para correr a sus anchas. Halconero quería cenar; Segismundo también necesitaba un buen reparo del organismo; pero no desistía de acechar el paso de Donata cuando se recogiese a su vivienda. De una breve discusión brotó esta luz: ojear durante un cuarto de hora en la calle de Silva, y si la res no parecía, irse a cenar al café de la Luna... La suerte favoreció a los galanes, porque a los diez minutos de medir la calle, vieron que la incierta luz de un farol sacaba de la obscuridad el bulto negro de la linda ecuménica.

Al instante se le pusieron los dos al costado, y Segismundo, con elocuencia descocada y mística, repitió sus endechas amorosas, pidiendo compasión a la santa mujer. Cumpliría esta las obras de misericordia dando posada al peregrino, admitiendo aquella noche en su domicilio venerable al dolorido galán y catecúmeno. De tal desvergüenza protestó airada la bella santurrona, persignándose y rompiendo en estos anatemas: «Quite allá, insolente, deslenguado, y no me provoque a maldecirle y aborrecerle.

-Perdone, hermana y redentora... Si aspiro a recogerme donde usted se recoge -dijo el pícaro con sutil argucia-, no es por mala idea, ni por acicate de concupiscencia; es por un intenso anhelo de que mi espíritu more junto al espíritu de usted y con él se compenetre, unidos en la oración y escondidos en un mismo cenáculo. Si he faltado, sea mi señora indulgente, y ofrézcame que me concederá otra noche el favor que le pido.

-Otra noche tampoco podrá ser... ¿Cómo va a poder ser eso que pide? -replicó ella en lenguaje de persona sensata, que mide y pesa los obstáculos materiales más que los espirituales. Y volviéndose hacia Vicente, prosiguió así-: Convénzale usted, señor de Halconero; usted que parece más razonable que su amigo. Yo les agradeceré que se retiren y me dejen entrar en mi casa sin más paradas ni conversaciones. Aunque parece que no hay testigos, puede haberlos... En ninguna parte está la inocencia libre de sospechas».

Para sosegarla afirmó el tuno que los ojos inquisitoriales de Domiciana no llegarían a la escondida calle donde a la sazón se hallaban los tres. A lo que respondió Donata que la maestra, como virgen y exenta de pecados, poseía un saber prodigioso y cierta divina inspiración que le permitía ver lo distante, y penetrar en el porvenir obscuro. «Esta noche -añadió- nos ha causado un miedo espantoso con su flujo de adivinación. Al través de las paredes de la casa del infelicísimo don Enrique, ha visto los horribles actos sacrílegos de los masones, y ha oído sus blasfemias, burlas y rugidos infernales. Luego nos ha dicho que en este año se han de ver los efectos de la grande ira del Altísimo por los ultrajes que se le hacen en esta Nación perdida y en otras. Dice que si hoy la piedra lanzada por el pueblo no ha matado a Prim, piedras o balas volarán que lo maten, pues ya está llamado a dar cuenta estrecha de sus acciones malas... Afirma también, como si lo viera, que en este año maldito ha de correr mucha, pero mucha sangre de cristianos, justo castigo de esa pestilencia que llaman el Pensamiento Libre.

-Nosotros -dijo Halconero- nos inclinamos ante las profecías de la venerable dama huesuda y zanquilarga, y pedimos a Dios que esa sangre de cristianos que ha de derramarse no sea la nuestra. Y ahora, Segismundo, acompañemos respetuosamente a esta señora hasta la puerta de su casa, y vámonos a cenar, que estamos desfallecidos».

Así lo hicieron, y Segismundo extremó sus amorosos aspavientos en la puerta, que muy a pesar suyo no podía franquear.

«Donata, como buen creyente -murmuró apretándole la mano-, yo siempre espero... La fe y la esperanza están en mí. Sólo me falta la caridad que veo en usted sin poder alcanzarla.

-Si es usted razonable, Segismundo -dijo la negra dama Dolorosa, abandonando sus dedos inertes en la cálida mano del joven-, seguiré estimándole; no le diré que ponga punto en la esperanza. Adiós; una cosa les recomiendo al despedirles: que no vayan mañana al entierro de ese Príncipe masón. Habrá palos, correrá la sangre de culpables y de inocentes... Domiciana lo ha dicho... Sangre inocente es la que lava... Adiós, pollos alocados, adiós».

Y con un saludito de su mano bella se metió en un portal lóbrego, muy cercano a la iglesia del Cristo de la Salud.