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España trágica/XIII

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XIII

«15 de Marzo.- Obediente a su madre Lucila, obediente a su conciencia y a un vago deseo de embellecer la vida, llamó Vicente Halconero a la puerta de la casa en que moraban los Iberos y Calpenas (calle del Barquillo). Eran las cuatro de la tarde. Los señores habían ido de paseo. Volvió el caballerito por la noche, después de comer, y a todos encontró, y de todos fue recibido con alegría cordial. Abrazado tiernamente por Gracia, estuvo a punto de llorar viendo la aflicción de la pobre madre. Demetria le habló de Lucila, encomiando con ardor su belleza, su dulce trato, y reconociéndose igual a ella en el gusto de las artes del campo y en la chifladura de sacar pollos. Ibero y don Fernando, tocando la tecla política, pidieron a Vicente noticias del mundo plebeyo, federal y masónico que frecuentaba, dándole a entender delicadamente que en tal sociedad no hallaría nunca su ambiente propio un espíritu cultivado.

Después de picar en diferentes asuntos, los dos caballeros se fueron a la tertulia de Beramendi. Entraron otras personas, que luego se darán a conocer, y Vicente pudo platicar aparte con las niñas Pilar y Juanita. Ambas le cautivaron por su exquisita educación, en que se armonizaban la gravedad y la soltura. Sin ser beldad estupenda, Pilar lo parecía por la esbeltez de su talle y la admirable composición de su rostro, en el cual, con facciones vulgares, se producía un hechicero conjunto. La blancura de su tez y el opulento cabello castaño eran los toques definitivos de su linda persona. Más pequeña de talla y menos viva que su hermana era Juanita, que aún no llevaba al ras del suelo la falda de su vestido. En los ojos de ambas veía el buen Halconero un fugaz destello del mirar de Fernanda; llegó a creer que el alma de la trágica damisela jugaba al escondite con el alma de sus primas, así cuando estas reían como cuando se ponían serias.

Al poco rato de vago charlar con el nuevo amigo de la casa, reveló Pilar su genio sutil y vivaracho... Mejor que describiendo y perfilando sus caracteres, el narrador dará existencia real a las niñas de Calpena, dejándolas que hablen y se presenten a sí mismas. «Oiga usted, Halconero -decía Pilarita-: ya sabemos que se pasa usted la vida tragando libros franceses, o libros ingleses y alemanes traducidos al francés. Dice mi padre, y no se ofenda, que tanta lectura extranjera podía indigestársele a usted. Nosotras, como nos hemos criado en Burdeos, hablamos el francés lo mismo que el español. Y tan lo hablamos, que mi hermana, como usted habrá notado, arrastra un poquito las erres... Pues mi padre, que es el hombre más español que se conoce... entre paréntesis, sepa usted que le gustan muchísimo los Toros y no pierde corrida... pues mi padre, como le digo, nos ha quitado aquí todos los libros franceses que traíamos, dejándonos tan sólo dos o tres... y nos ha obligado a leer el Romancero dos veces, tres veces el Quijote, y de lo moderno nos tiene a ración diaria de las Leyendas de Zorrilla y de las Doloras de Campoamor... Veo que usted se ríe... Sin duda, nos tomará por unas brutas... Ea, no se nos vaya a enfadar por eso... Y si se enfada, ¡qué hemos de hacerle!... Ya sé que usted se surte de ilustración en la librería de Durán. Lo que le digo es que hace días fuimos allá nosotras a comprar las Novelas Ejemplares de Cervantes... y no las había... sí, las había; pero no más que en una edición grandota, que cuesta cuarenta duros».

Risueño y encantado, les contestó Vicente que el españolismo literario de sus nuevas amiguitas significaba una hermosa revelación. Ya comprendía que él, por tan aficionado a lo extranjero, era el verdadero bárbaro, y que de ellas tomaría lecciones: sería su discípulo...

«Oiga, Vicente, oiga... -dijo la menor-. Ya sabemos que es usted aficionado a la Mitología. Nosotras tenemos un libro chiquitín francés de esas cosas... con algunas láminas... Yo soy muy mitológica, y me entretengo con las mentiras de aquellos dioses pícaros, y de aquellos héroes... ¡Ay, qué líos arman!... Yo digo que son hombres poéticos... Lo que más me llama la atención es que Neptuno, con su corte de ninfas, pudiera vivir dentro del mar... La verdad... ¡qué lindas son las Musas... y el tal Cupido, qué mono!».

Vicente se declaró también mitológico, y diciendo a sus amiguitas que el libro de ellas era un manual insignificante, ofrecioles el suyo, y cumplió a la noche siguiente regalándoles su grandiosa obra deMitología Griega. Después de hojearla, viendo las admirables estampas, Pilar pasó por lentas gradaciones a otro punto. Habló de su prima Fernanda, y con expansiva crueldad puso sus delicados dedos en la llaga que aún sangraba y dolía. No pudo Halconero evadir la triste conversación, y con austero laconismo y sinceridad hizo a las niñas un resumen de su breve y tiernísima historia, desde que conoció al Lucero de la tarde hasta que lo dejó encerrado en el nicho de San Justo. Juana oyó el relato mirando al historiador con asustados ojos, y Pilarita derramó no pocas lágrimas. Al punto dijo: «Yo quise a Fernanda después de la tragedia tanto o más que antes la quería... Pero no hablemos de esto ahora, que ya mi tía Gracia nos está mirando... Tú, Juana, discurre algo que nos haga reír... y usted, Vicente, cuéntenos otras cositas de su vida que no sean dolorosas».

Y en la tercera visita, ya establecida una discreta confianza, Pilar dijo al caballero: «Esta noche, señor don Vicentito, tengo que pedir a usted un favor.

-Concedido antes de saber lo que es.

-No se comprometa tan pronto. Tenga cuidado, que si le cojo la palabra, no va a tener más remedio que cumplir... El favor será para mí de gran precio; pero si usted se pone tontito y no quiere concederlo, tendré paciencia, y por ello no hemos de enfadarnos... Con que no suelte prenda y pregúnteme qué favor es... Pues es... Ya está rabiando porque se lo diga... Bueno: rabie una chispita más... No, no quiero que se caliente esos cascos tan llenos de ilustración... Allá voy... Sé que usted ha escrito un Diario... Lo empezó el 1.º de Enero, y en él ha ido apuntando todas sus impresiones, todos sus secretos... Sé que a nadie ha dejado ver el librito de esas memorias... Pero alguien que le quiere a usted mucho lo ha visto, y a mí me han entrado ganas de verlo también... Soy muy impertinente, ¿verdad? ¡Ay, pobre Vicentito! ya le cayó que hacer».

Sorprendido y desconcertado, respondió Halconero que su Diario no era más que un juguete de estudiante... No quería que nadie lo viese... Lo había escrito sin reparar en las incorrecciones, amontonando idea tras idea, dejando correr lo absurdo entre lo razonable... A esto dijo Pilarita: «Ahora lo comprendo todo. Usted no quiere enseñarme su libro, porque en las últimas fechas ha puesto algo que va con nosotras... por ejemplo: Hoy, día tantos, he visto en la calle a esas desaboridas señoritas de Calpena, y...

-Sí, sí -replicó Vicente-; pensaba poner eso y algo más: que las niñas de Calpena me resultaban atrozmente antipáticas... Pero me ha faltado tiempo... Todo se andará; y ahora, pues empeñé mi palabra, le traeré a usted lo que desea para que se ría de los disparates que pensé y escribí... Sólo pongo una condición. Que usted me devuelva el Diario después de leerlo, o que lo queme, o que lo guarde, sin enseñarlo a persona viva».

Aceptada por Pilarita la triple condición, Halconero le llevó a la noche siguiente el arca de sus secretos, con lo que bien pudo decir que le había entregado su alma.

En los comienzos de su intimidad con los Iberos y Calpenas, no iba Vicente todas las noches a la casa de la calle del Barquillo. Pensaba, con buen juicio, que no era delicada la puntualidad. Mas transcurrida una semana, suprimió por consejo de su madre los discretos paréntesis, y quedóabonado a la tertulia y al dulce platicar con las donosas niñas. De ello se holgaba enormemente Lucila; que así se iba desprendiendo el chico de las groseras amistades, para entrar de lleno en el mundo y sociedad que le correspondían. Y él apreciaba ya las ventajas del cambio, dándose cuenta de una feliz transfusión de sus ideas. El vacío sentimental se le disminuía gradualmente, y su alma descansaba de los tormentos del pensar solitario, devorándose a sí mismo. Cesó además en la febril lectura, que ya tragado había bastante alimento en letras de molde, y se sentía mejor nutrido con la fácil asimilación de las letras vivas, hechos y personas.

Y no se concretaba el joven al cuchicheo galante con Pilar y Juanita, y otras agradables damiselas, las de Trapinedo, las de Lantigua, las de Monteorgaz; sino que se metía en el ruedo político formado por el Coronel y don Fernando con diferentes señores de grave continente y charla sesuda. En la mayoría de estos advirtió Halconero la tendencia alfonsina. Sin rechazarla como solución que impusiera la dura necesidad, Calpena reservaba su preferencia para un príncipe de la casa de Saboya, si teníamos la suerte de vencer las dificultades de España y escrúpulos de Italia.

A la semana de trato, alguna tarde paseaba Halconero con Demetria y sus hijas, haciéndose el encontradizo en la Castellana o en el Retiro. Y antes de estos gratos encuentros, don Fernando le hizo el honor un día de pasear con él en el Prado y llevarle después al Congreso, a ver de cerca la comedia política, que ya era familiar y soporífera, ya de intensa vibración dramática. Por cierto que el señor de Calpena le cautivaba por la delicadeza y distinción de su trato. Era sin duda la persona de más noble prestancia que Vicente había visto en su vida. Por algunos días rondó su mente la idea de asemejarse al modelo con una discreta imitación; pero luego hubo de caer en la cuenta de que para realzar la nobleza ingénita de su ser, le bastaría la proximidad al maestro sin necesidad de copiarle servilmente.

En una de sus visitas al Congreso, tuvo el hijo de Lucila la suerte de presenciar la famosa sesión que en la historia parlamentaria quedó con el nombre de San José, porque, empezada en la tarde del 18 de Marzo, no acabó hasta la madrugada del 19. Don Fernando, que con él estuvo en la tribuna, se cansó del largo debatir, y se retiró a las nueve de la noche con la presunción de que Prim perdería la batalla. Ibero volvió después de comer, y lo mismo hizo Halconero... Vivamente se interesaba don Santiago por el Jefe del Gobierno, con quien había reanudado antiguas amistades, y eran de esas que toman su fuerza del compañerismo militar, en juveniles andanzas de guerra con gloria y peligros. Tenía Ibero a Prim por su segundo ídolo, pues como primero figuraba siempre en su alma el Duque de la Victoria, y al llegar aquella comprometida ocasión en que peligraba la supremacía política del hombre de los Castillejos, no tenía sosiego hasta ver qué daba de sí el fiero empuje de las revoltosas mesnadas con quienes tenía que habérselas el bueno de don Juan.

Mientras Halconero permanecía en la tribuna aguantando el nublado de discursos, don Santiago andaba de fisgoneo en el Salón de Conferencias y pasillos, asomándose a ratos a las mamparas, de donde apreciar podía el giro del combate... Véanse ahora las causas, véanse las ambiciones que movían todo aquel cisco. Estaba el Gobierno a la cuarta pregunta. ¿Cómo tapar los agujeros abiertos en el Tesoro por las recientes sublevaciones carlista y federal? ¿Cómo acudir con hombres y dinero a la urgente obligación de atajar a los insurrectos cubanos? No hubo más remedio que sacar el dinero de debajo de las piedras, y las únicas piedras que guardaban a la sazón el dinero buscado por España eran un grupo de negociantes, que usureaban con el rótulo de Banco de París. No tenía Prim otro santo a quien encomendarse, y aceptó su auxilio, no porque fuera bueno, sino porque era el único que en aquel temporal de descrédito se le ofrecía.

En estos apuros del Gobierno y en lo que este hacía para dominarlos por el momento, vieron los unionistas la mejor coyuntura para dar el encontronazo a sus aliados los progresistas y demócratas. Juntos habían hecho la revolución; en dulce contubernio habían gobernado desde Septiembre del 68; llevaba Prim mucho tiempo con la mano potente en la caña del timón. En su belicosa actitud, los unionistas y conservadores vieron el cielo abierto con el apoyo que les daban los federales echando del lado conservador la cuantía y el peso de sus votos. Porque los federales de aquel tiempo, como todo partido español avanzado, padecían ya el mal de miopía, o sea el ver de cerca mejor que de lejos. Jamás apoyaban a sus afines; en estos veían el enemigo próximo, y cerraban contra él, descuidados del enemigo lejano, que era en verdad el más temible... Pues, señor, de cualquier modo que se sumaran por una parte y otra los votos probables, resultaba derrotado el Gobierno.

Halconero presenciaba desde la tribuna el tiroteo parlamentario. Oyó un grande y magistral discurso de Cánovas, otro muy substancioso y ático de don Manuel Silvela; oyó a Figuerola, a Santa Cruz, a Ulloa. Dándose unos a otros la denominación de elocuentísimos, y arrojándose el incienso de traidora cortesía, se destrozaban cruelmente, y el Gobierno llevaba la peor parte... No tenía hueso sano, y el banco azul despedía olores de matadero... Pero poco antes de las dos de la madrugada se levantó Prim en la cabecera del banco, y entre despojos lució su faz verdosa y sonó su palabra guerrera y cortante. Habló poco tiempo con frase dura, con lógica de hierro... Presentó la cuestión en su aspecto político y financiero, en su aspecto moral, todo ello con rápida flexibilidad oratoria; y al final, sacando y poniendo sobre el pupitre, no ya los argumentos, sino otras varoniles razones vigorosas, vino a decir poco más o menos: «Nunca pensé que los que fueron nuestros amigos y colaboradores vinieran a darme esta batalla... Ya sabéis las dificultades que he tenido que vencer, los cargos que se me han hecho, las consideraciones que he debido guardar a todos... los consejos, las súplicas... Si queréis guerra, no me queda que hacer más que decir también: Guerra...». Y terminó esgrimiendo la espada de los Castillejos, convertida en esta frase refulgente:¡Radicales, a defenderse! ¡El que me quiera, que me siga!

A votar, a votar... Ganó el Gobierno por 123 votos contra 117... ¡Seis votos de diferencia!... ¿De quiénes eran aquellos seis votos?