Ir al contenido

España trágica/XV

De Wikisource, la biblioteca libre.

XV

En el curso de Abril, entre Semana de Pasión y Pascua florida, floreció la amistad de Halconero con Pilarita Calpena, hasta llegar al noviazgo consentido por los padres, o sea los amores en su expresión más correcta y fría, como un negociado más de la oficina social. Con agrado, ya que no con ardor, fue entrando Vicente en este género de relaciones, sometidas a un estrecho formulismo y a melindrosas etiquetas. A los pocos días de verse en aquella blanda esclavitud, que pictóricamente se expresaría con los tonos rosado y gris perla, pudo el galán penetrar en el alma de la señorita; creyó ver en ella un fondo moral de gran solidez, y al propio tiempo cierta malicia inocente, no incompatible sin duda con el fondo moral, pero que desconcertaba la pareja.

Pilar había tenido ya dos novios o pretendientes, relaciones fugaces, domésticas y de escasa formalidad; pero que fueron parte a que la damisela se adestrara en las artes del diálogo amoroso para novios honestos, en el cambio de insípidas esquelas, y más que nada, en las perfidias coquetiles, que, aun en estado embrionario, esconden algo de veneno. De estos amores zangolotinos no quedó otra huella que las artimañas de Pilar, sus desconfianzas, sus exigencias, celos a cada instante y por liviana causa, afán de interrogar, de inquirir, el romper hoy para reanudar mañana, y otros menudos y enfadosos alfilerazos. No era así Fernanda, mujer de extraordinaria grandeza, que daba o negaba su corazón todo entero, y cuando le deparaba su destino agravios que reprimir, entuertos de amor que enderezar, no tomaba sus armas de los acericos, sino de las panoplias...

Frente a la fuerza quisquillosa y femenil de Pilarita, tenía fuerza mucho más eficaz Halconero, su saber literario, el espíritu universal archivado en su propio espíritu, un mundo grande dentro de otro pequeño; y aunque el conocimiento que de esto resultaba no era directo, valía como tal en aquel caso. Pasiones, batallas de amor, almas y personas de uno y otro sexo, procederes que no por imaginarios dejaban de ser profundamente humanos; todo esto, y la forma exquisita y los retóricos ejemplos, llevaba el buen Halconero dentro de su alma, y con semejante arsenal se aprestó a regalar su propio ser con ideales paseos por diferentes espacios del amor. ¿Era venganza? ¿era compensación? De todo había un poco.

Encendido el cerebro por la llama literaria, Halconero reanudó sus gratas expansiones con la desenvuelta Eloísa, y lo hizo sin escrúpulo de conciencia, sin creerse traidor a su cándido noviazgo, ni en deuda de fidelidad con la inocente doncella. Si alguna turbación sintió en los comienzos de su enredo con la bella hetaira, luego invocó augustos nombres:¡Libertad! ¡Juventud!... Y dichas estas palabras, agregando otras, Arte, Poesía, declaró ante su conciencia el derecho del hombre libre a la independencia de amor. Esta independencia se conquista con el cultivo del espíritu. Dueño era de hacer su gusto el que había estado en comunicación con todos los grandes maestros de la literatura, desde Virgilio hasta Cervantes, y desde Cervantes hasta Balzac.

Así pasaron días. Pilarita, que poseía geniales dotes de observación y perspicacia, sospechó, por no decir adivinó, las distracciones de Vicente, y le atosigaba con interrogaciones y quejas reiteradas. «¿De dónde vienes?... ¡Vaya unas horas de venir!... ¿Y a dónde irás luego?... ¿En qué estás pensando ahora?... A ti te pasa algo; tienes el pensamiento a cien leguas de aquí... ¿Contestas o no a lo que te pregunto?... Pues así no se puede seguir... ¿A qué hora te espero mañana?». Otro día, para dar picante variedad a su impertinencia, empleaba Pilar la pregunta capciosa: «¿Saliste de casa esta mañana?». Contestaba Halconero que no. Y ella, revistiendo su cara de artificiosa sequedad, y clavando en él los ojos, decía: «Mentira. A las once y cuarto pasaste por la calle de la Montera, frente a la tienda de Scropp»... Vicente se sentía cogido. Alguien, tal vez ella misma, le habría visto... Parábase un poco; revolvía su mente buscando disculpas, explicaciones, y al fin encontraba un lindo artificio con que salir del paso.

Aliviábase al fin la señorita de su rigor inquisitivo, oyendo de boca de él dulces conceptos de madrigal. Pero al día siguiente volvían a las andadas. ¿Quare causa? En el salón de sus amigas las de Monteorgaz oyó Pilarita reticencias que dejaban malparada la honradez amorosa de Halconero, o bien se le decía claramente que era muy favorecido del bello sexo... Mercedes Lantigua, inocente o maliciosa, le aseguró que Vicente tenía la mala costumbre de retirarse a su casa a las tantas de la noche...

Sobrevino de estas hablillas una grave alteración de la modosa paz del noviazgo. Tardes enteras pasaron ella y él en dimes y diretes, y cándidas ironías. Pilarita le recriminaba; él se defendía con arte y gracejo... Por fin, una prima noche estalló en forma destemplada la ruptura. La niña de Calpena se presentó con faz luctuosa... Había llorado, y sobre la huella de las lágrimas traía como lindo afeite un toque de afectación. Engrosó su linda voz cuanto podía para decir: «Lo sé todo... Ya no valen disculpas ni enredos... Hemos concluido... fíjate bien, concluido para siempre... ¿Qué vas a decirme? Vale más que te calles. Ni tú ni yo debemos alborotarnos... no. Esto se ha de resolver con frialdad. Los dos nos hemos equivocado... Ni yo soy para ti lo que creíste, ni tú para mí...».

Apareció una premiosa lagrimilla, que Pilar hubo de borrar pasándose la mano por los ojos con gracioso ademán gatesco, y luego repitió y agravó sus recriminaciones con acento un tantico teatral; que algo le valían los ejemplos de las comedias y dramas que había visto representar. Véase el latiguillo: «Lo sé todo... Ea; basta de fingimientos. Estás en relaciones con una señora casada». Tronó Vicente contra tan absurda suposición. Contestó ella que no suponía, sino que afirmaba de ciencia cierta. Personas de todo respeto le habían revelado la terrible verdad. «Y antes de que me la revelaran, tuve indicios... ¡ay, Vicente! indicios de esos que no dejan duda... Hace dos días... a ver cómo explicas esto... hace dos días traías en el cuello de tu levita... mejor dicho, entre el cuello y el hombro... un cabello rubio. Sobre el paño negro se destacaba como un hilo de oro... Yo, naturalmente, no te dije nada... No era decoroso, no era propio de mí preguntarte: '¿De quién es ese cabello, Vicente?'... Me callé... Tragando amarguras estuve aquella tarde y toda la noche... En fin, no hay más que hablar... Acabemos, acabemos de una vez... Equivocados tú y yo... Adiós... Ya sabes... Nos devolveremos las cartas... Adiós... Retírate tranquilamente, como si nada ocurriese... y que te vaya bien con tu señora casada... Adiós, digo... No más, no más».

Todas las protestas y negativas que puso Halconero en su defensa fueron inútiles, porque la niña, firme en su idea y propósito de rompimiento, como actriz concienzuda que sostiene su papel con artístico tesón, no se daba a partido, ni escuchaba razones, ni se apeaba de aquel inflexible tópico de la señora casada y del pelito de oro. Cerrado el camino a la conciliación, el buen Halconero, ya rendido al cansancio de aquellas enfadosas peleas, ya con miras de castigo y ejemplaridad como único medio de domar a la fierecilla, aceptó el desenlace, tomando un airecillo de resignación decorosa. Retirose al Aventino de su casa con romana gravedad; y en dos días, que para entrambos resultaron nebulosos, la costurerilla, que hacía el servicio de comunicación epistolar, fue y vino con paquetitos que despedían olor de flores ajadas y de ilusiones muertas.

Y ahora interviene la Historia, que nunca olvida sus viejas mañas de amalgamar los grandes hechos de público interés con los casos triviales, que componen el tejido de la vida común. Para que veáis cómo la severa Clío no se desdeña de ser traída y llevada por criaturas insignificantes que mariposean en los espacios del amor, sabed por ella que, efectuado el toma y daca de cartitas, la niña de Calpena cayó en vaga tristeza, que a la tristeza siguió un desconsuelo intensísimo, y que a los tres días del regaño, ya le faltaba poco para rasgar sus vestiduras y entregarse a la desesperación.

En noche horrible de insomnio y pesadillas, Pilarita delataba la grave turbación de su alma con febriles monólogos: «No sé qué me haría para castigarme por mi simpleza, por mi falta de seso y de tacto... ¿En qué estabas pensando, Pilar, cuando le pusiste en el disparadero de despedirse y decir no vuelvo más? ¡Pobre chico!... Vaya, que estuve impertinente y soberbia... Lo que digo: estuve muy cargante... ¡Y ahora!... Pues nada, que lo ha tomado en serio, y ya no vuelve... ¡Dios mío! ¿Pero he sido yo quien le ha dado libertad, o es él quien se la toma para matarme de pena?... Estuve tontísima al decirle aquello de la señora casada. ¿Pero lo inventaste tú, Pilar, o fue artimaña de las de Lantigua? Ellas, por envidia, me lo dijeron, como sospecha no más, y yo... Bueno: pues admitiendo que sea verdad, y que lo del cabello de oro no fuera casual, ahora resulta que yo, ciega y embrutecida, en vez de atraerle a mí, le solté, para que a sus anchas se divierta con la señora casada... Estas son cosas de los hombres; cosas de las casadas casquivanas, que les trastornan a ellos, sin conseguir que ellos las quieran... ¡Pues me he lucido, como hay Dios! Da una estas pifias, y a muerte se condena por orgullo, por aquello de mostrar carácter y decirle al hombre: 'Sobre tu voluntad estará siempre la mía...'. Pero ya me vuelvo atrás... Yo te quiero, Vicente; yo te quiero a ti, y a ningún hombre podré querer aunque mil años viva... Pues si es así, acábese pronto esta ansiedad mía. Tú deseas volver; pero por puntillo de amor propio no darás el primer paso. Yo, que con mis tonterías he traído esta terrible situación, daré el primer paso... Tomo por la calle de en medio, y te escribiré mañana... ¡Pero que te escribiré, vaya, y de pensarlo y resolverlo ya me pongo más contenta que unas pascuas! ¡Ay, que peso se me quita sólo con el propósito firme de escribir a Vicente!... Vicente, te escribo... Vicente, te pido perdón. Por Dios, no salgas ahora dándote tono... Ven a casa... Acuérdate de Fernanda... Fernanda se me aparece en sueños, y me dice que tú me quieres como la quisiste a ella...».

Pero sucedió que a la claridad del día cambiaron las ideas de Pilar, y le entró el miedo a infringir las sosas etiquetas del noviazgo. No debía ella tomar la iniciativa para la reconciliación; podía, sí, emplear un ardid mañoso para echarle el lazo. Su hermana Juanita, con quien consultó el tremendo caso, opinaba lo mismo. Tempranito se encerró Pilar en su cuarto, y atormentó el tintero y la pluma buscando la fórmula digna de escribir al galancete; mas como ninguna le saliera conforme a su gusto, muchos plieguecillos rompió apenas rasgueados por la pluma. Luego fue a misa con su madre y hermana, y pidió a la Virgen del Carmen que la iluminase para poder salir del atranco. Al volver a casa, metiose de nuevo en el trajín de buscar la fórmula. Y entonces se vio, como socarronamente dice la Historia, que hay una Providencia, o una Virgen del Carmen, para las niñas buenas, aunque sean frívolas y quisquillosas.

Pues aconteció que hallándose Pilarita suspensa, como Cervantes al escribir su prólogo,con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano en la mejilla, pensando lo que escribiría, entró a deshora en el cuartito de la doncella su tío don Santiago, que venía del Ministerio de la Guerra... Aquel mismo día, muy temprano, llegó de Toledo, y por la tarde tenía que salir para La Guardia, de donde le llamaban los menesteres de su hacienda... Nada sabía de la ruptura de los novios, ni le importaría gran cosa si la supiera... Disponiendo de poco tiempo entre la llegada y la partida, fió a su sobrina un delicado encargo.

«Toma este papel -le dijo, entregándole un plieguecillo doblado en cuatro-, y dáselo a Vicente en cuanto llegue... Cuidado; no lo pierdas, que ello es cosa de importancia, copia fiel de la nota que dio Prim a eseMister Sickles, embajador de los Estados Unidos... ya le conoces; el que arrastra una pierna de palo... En este documento resplandece la luz, que nos saca de una gran confusión; y como Vicente y yo hemos andado medio locos con la falsa noticia de la Venta de la Isla de Cuba, pon en sus manos el desengaño para que se tranquilice, y vea en don Juan Prim, no un vendedor de islas, sino el más alto y sagaz de los patriotas».

En el alma de Pilar estalló la franca alegría, y cogiendo el pedazo de Historia que el tío puso en su mano, lo colmó de besos. La Virgen del Carmen disfrazada de Clío había venido a verla, penetraba en su camarín, y bondadosa le decía: «Ahí tienes, niña del alma, la solución que me pediste; te doy la fórmula para escribir a ese alocado Vicentito...». Con acción rápida tomó la pluma, y no tuvo que pensar mucho para escoger el tono y estilo que emplear debía... El tono había de ser severo, como de persona ofendida y completamente inflada de dignidad. Ved ahora la carta:

«Señor don Vicente Halconero.- Muy señor mío: Muy a pesar mío dirijo a usted esta carta...». Suspendió la escritura, diciéndose: «Dos veces he puesto mío, que es la palabra cariñosa... Pero no importa... En lo demás, me pondré muy fiera... ¡Que rabie, que rabie!... Sigue, Pilarica... «He tenido que violentarme para obedecer a mi tío Santiago, que me ordena remitir a usted este documento... Yo no quería... porque entre usted y yo hay un abismo...». Retiró la pluma pensando que lo del abismo sería demasiado fuerte; pero luego siguió, atenuando la frase...: «un abismo abierto por la fatalidad... Me limito, pues, a cumplir el encargo de mi señor tío, y nada más tiene que comunicarle su segura servidora q. b. s. m. -Pilar de Calpena».

Notó al instante que algo más debía decirle, y trazó con firme mano la postdata: «Ya comprenderá usted que a mí me importa tres pitos que vendan o compren la Isla de Cuba, pues ni en esa isla ni en la de San Balandrán se me ha perdido nada... Lo que me faltó decirle es que no me escriba usted a mí, sino a mi tío, para que este vea que he cumplido su encargo. Pero como mi tío sale esta tarde para La Guardia y no volverá hasta la semana que viene, puede dirigirme a mí la carta con sólo cuatro letras que digan: 'Recibí, etcétera...'. Y no se moleste en poner otras cosas, porque cerraré los ojos y romperé la carta sin leerla».