España trágica/XXIX

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XXIX

Antes de media noche contaba Muñiz en un corro de amigos, entre los cuales se encontraba Santiago Ibero, que él, por sí y ante sí, después de presenciar la cura del herido, había visitado al primer operador de España, don Melchor Sánchez Toca. Y oídas las impresiones del amigo, opinó el maestro que urgía la inmediata decolación del brazo izquierdo. De esto trataron los íntimos; pero ninguno se atrevió a proponer el caso a la familia, pues a la Condesa de Reus se había dicho que las heridas no eran de muerte, y la Facultad no consideraba precisa la intervención quirúrgica... Muñiz y Moreno Benítez resolvieron quedarse hasta el día; otros se retiraron a distintas horas de la noche.

A su casa llegó Ibero entre doce y una. Toda la familia velaba, anhelando noticias auténticas y dignas de crédito, pues en el curso de la noche habían llegado referencias distintas, las unas tranquilizadoras, las otras alarmantes. El Coronel adoptó un justo medio para informar a los suyos. Juanita no cesaba de atisbar desde la ventana de Levante, y cuando vio que de los balcones de la alcoba del General desaparecía la luz, por haber cerrado las maderas, dio por seguro que el león dormía tranquilamente.

Halconero, presente en la mansión de Calpena desde media tarde, no quiso retirarse a la suya sin noticias fidedignas. Hallábase afectadísimo, profundamente lastimado en su corazón, y se condolía de que el Gobernador y el Coronel Valencia tomaran a broma el aviso que se les dio con los nombres de los asesinos. Tal abandono era un nuevo crimen, o un reverso del acto criminal, y merecía castigo severo... El tiroteo de la calle del Turco se oyó en la casa cuando se disponían a sentarse a la mesa. El primer tiro retumbó en el cerebro de Vicente, dejándole aterrado y sin habla. Oyó los cinco restantes con el mismo estupor. Pilarita y los demás de la familia se estremecieron del susto. Todos se manifestaron con una interrogación angustiosa, y Vicente recobró así la palabra: «Han matado a Prim».

Dudas, ansiedad... Ibero corrió a Buenavista. Pronto se supo por diferentes conductos la verdad... Esta siguió entrando en la casa con versiones que variaban desde la extrema levedad a los augurios más desconsoladores. Halconero se resistió a comer, por el estado de su ánimo. Decía que el primer tiro fue para él siniestra repetición del trabucazo que le dejó tendido entre los cajones de la Plaza de los Mostenses... el mismo son simultáneo de campanas, con honda quejumbre que rompía el tímpano y el cráneo... Por un segundo fue víctima de la terrible sensación, y habría caído al suelo si los tiros siguientes no le trajeran a la realidad... Pilarita intentaba distraer a su prometido, y llevarle a la serena apreciación de las cosas; mas todo era inútil, y acabó ella por trastornarse también y ponerse un poquito trágica.

Ya era más de la una cuando el joven se decidió a volver a su casa. Fue con él don Fernando, por no dejarle solo con la turbación que padecía, y el coche hubo de tardar lo indecible por el cuidado y entorpecimientos de la nieve en las calles. Ardiendo de impaciencia esperaba la madre; retirose Calpena deseándoles descanso y buen dormir, y Lucila trató de que su amado hijo se recobrase de la tremenda emoción. Reduciéndole a meterse en la cama, la celtíbera combatió como pudo el prurito de hablar sin término, de referir el suceso, y condenar con atropellada indignación el descuido de las autoridades y el escandaloso alejamiento de la policía. Y cuando parecía dar fin a su relación y comentarios, empezaba de nuevo. Hasta el alba estuvo a su lado la madre, y no se retiró a su aposento sino cuando el adorado hijo, rendido al desgaste físico, cayó en profundo sopor.

Por la mañana, Bravito, llamado por Lucila, acudió sin tardanza. Vicente había dormido unas cuatro horas, con sueño intercadente. Despierto, le atacó de nuevo la verbosidad, ya con persistencia en una sola idea, que era la de hacer públicos los nombres de los asesinos y de pedir para ellos perentoria justicia. Como su madre y Enrique le dijesen que mirase bien lo que hacía, pues su boda estaba señalada para Reyes, y no le convenía distraerse de aquella obligación sagrada, contestó muy serio: «Madre y amigo, el casarme es asunto de dos personas, Pilar y yo; y el reclamar y obtener justicia, no sólo a dos familias afecta, sino a toda la Nación, y a la Humanidad entera.

Por precaución, y esperando que el aislamiento le calmase de aquella inquietud, Lucila le mantuvo encerrado en casa todo el día 28. Creyó Enrique ponerse a tono con la madre aguando el vino de la tragedia, y aseguró que las noticias del día eran plenamente satisfactorias. La Iberia, en un artículo truculento contra los matadores de la Libertad, decía que las heridas recibidas por el General no eran de cuidado.

El 29 mostrose Halconero más tranquilo; pero Lucila decretó un día más de encierro. Por la tarde presentose Segismundo en la casa, cuando menos se le esperaba. Los tres amigos hablaron del suceso con calor, y enaltecieron la figura del mártir, a quien un corto número de hombres fascinados y delirantes querían cerrar brutalmente el paso hacia el coronamiento de una empresa política. Si a todos no era grata tal política, merecía respeto por el brío y la perseverancia que Prim había puesto en ella. De aquí pasaron al examen y expurgo de la lista de facinerosos, que intentaron cambiar el rumbo de los destinos de España con feroz dentellada más propia de tigres que de hombres.

Rompió luego Segismundo el freno de su sinceridad, y sin preparación alguna nombró a los bárbaros de la calle del Turco. «No hay ni mediana paridad -dijo Halconero- entre esos nombres y los que traía la lista... Aquí tengo la copia, que para mi uso particular guardé». Sacó del bolsillo el papel, y examinado por el pícaro, dictó este a su amigo la rectificación, quitando dos nombres y sustituyendo otros dos por nombres nuevos. Total: ocho. Y luego que se hizo la enmienda, añadió estas palabras, dictadas por la radical convicción de lo que decía: «Ahora tienes completo y exacto el personal de la tragedia, cuyo desenlace ignoramos aún. Ahí verás al capataz de los bandidos; ahí los dos fosforeros, el del coche, y los cinco que dispararon sus retacos dentro de la berlina... ¿De dónde salieron preparados para dar muerte a don Juan? Lo sabrás todo. Lugares y personas tienen igual importancia. Entre dos luces partieron de la taberna de Botoneras, llevando su plan bien maduro, contados los pasos que habían de dar. Seguros iban de la indolencia de la policía y de la ceguera de las autoridades. Podían despachar su obra en cómodas tinieblas, en un escenario admirable para trabajar a mansalva, sin ningún peligro. Un solo contratiempo temían: que la víctima no pasase aquella noche por la vía más breve entre su palacio y el de las Cortes. Pero si pasaba, como siempre inerme y descuidado, no había de salvarle ni la Paz y Caridad.

»Salieron uno por uno del escondrijo de Botoneras, tomando distintas direcciones, bien calculados tiempo y distancias para reunirse en el Prado. Llevaban los más blusas largas; dentro de estas, los retacos... Unos subieron a la calle del Turco por la de la Greda, otros por la de Alcalá. Como habían de esperar a que terminase la sesión de las Cortes, entraron algunos en la taberna del Turco con disimulo de sus inicuas intenciones; su lenguaje fue jovial y totalmente extraño al asunto. Los demás divagaban por las proximidades andando a prisa, no como quien se estaciona, sino como quien pasa de largo... Con hábil estrategia, semejante a la de los ladrones, se juntaban para cambiar el alerta en espera del aviso. Este llegó comunicado por un sencillo telégrafo de fósforos encendidos en la obscuridad, y... lo demás pertenece a la historia visible y pública.

»Al General le ha perdido la vanagloria de su valor. Si hubiera dejado entrar en su alma un poco de miedo, ordenando que custodiara la calle una pareja no más de la Guardia Veterana, a estas horas estaría tranquilamente en Cartagena, sin otra inquietud que la de si aparecía o no en el horizonte la fragata Numancia. La bravura temeraria salva en unos casos a los hombres, y en otros los pierde. La hombrada de los Castillejos dio a Prim fama, gloria, tras de las cuales vino el caudillaje de las multitudes, el poder revolucionario, el poder de gobierno... Los hombres se endiosan por el éxito, y en el delirio de su soberbia llegan a desconocer que si en largos días no los vence la legión de enemigos descubiertos, en cinco minutos puede vencerlos y aniquilarlos la cobardía traicionera y enmascarada. En el escenario militar de África y en el teatro político de Madrid, triunfa el hombre valiente y sagaz, y en un paso estrecho y obscuro, media docena de bárbaros en acecho acaban con él y con sus ideas altas y generosas».

Dicho esto, el pícaro y bohemio abandonó a sus amigos alegando la necesidad de consagrarse a las ocupaciones que eran el nervio de su existencia. Su próvido cliente don Trinidad le apremiaba para que se pusiese al telar, pues los pueblos, ante el advenimiento de un Rey excomulgado, pedían actos de fe y el consuelo de la santa cátedra. «Me da en la nariz -dijo Segismundo al salir-, que viene a escape una época en que veremos muy floreciente la industria sermonera o sermonaria, y yo, que de ella vivo, quiero sostener, y si fuere posible, aumentar mi honrada parroquia».

Quedó Halconero, con la visita y referencias de Segismundo, más caviloso que antes estuvo, y más aferrado a la idea de lanzarse a la palestra de la Verdad como paladín de la Justicia. Guardando cuidadosamente en su bolsillo la corregida nota de los matachines de la calle del Turco, expresó con grandísimo tesón su propósito de acusarlos a cara descubierta, sacrificando a este deber su tranquilidad, su posición, sus amores, su vida misma si fuere menester. Viéndole tan decidido y ardoroso, Lucila pensó que sería peor contrariarle, y así lo dijo secretamente a Bravito cuando en la puerta le despedía. Toda la tarde y parte de la noche persistió Vicente en su temeraria idea, sin que de ella pudiese apearle ni el propio don Ángel Cordero con sesudos y amenos divagares sobre la economía y administración aplicadas al arte de pastorear a los pueblos. A media noche se durmió; junto al lecho observaba Lucila con atento amor las intermitencias del sueño del amado hijo. Retirose al tener certeza de que había caído en un dormir profundo. La estancia quedó alumbrada por una mariposa puesta en el gabinete próximo, frente a una imagen de la Virgen; la tenue llamita de la candileja proyectaba sobre el cuadro religioso extrañas claridades, que en unos puntos fingían figuras alargadas, y en otros sombras contraídas.

Media hora estuvo Lucila ausente de la habitación. Apareció de nuevo en ella, abriendo con lentitud la puerta para evitar el ruido. Venía mal cubierta de un manto, como persona que abandona su lecho para poner en ejecución una idea súbita, quizás una idea olvidada. Traía la cara trágica; podía ser comparada con Lady Macbeth cuando, en su vagar sonámbulo, intentaba lavar su mano de una mancha indeleble. Mas no era esta la intención, no era este el estado anímico de la noble señora en aquel instante, como se verá por la narración fiel de lo que hizo en la estancia donde su primogénito dormía.

Pasito a paso se acercó al lecho; sus pies descalzos no levantaban ni el más ligero ruido en la blanda alfombra. Observó a Vicente dormido, y llegándose a donde había dejado su ropa, la reconoció con dedos sutiles hasta encontrar el bolsillo en que guardaba el censo de asesinos. Suavemente lo sacó, poniendo en el mismo sitio otro papel que a prevención llevaba. Con el mismo andar de diosa o figura evocada por un ensueño, pasó de la alcoba al gabinete, y llegándose a la mesa en que estaba la candileja, miró la lista que llevaba en la mano, y segura de que no se había equivocado, acercó una de las puntas del papel a la lucecita que ardía sobre un disco de corcho, flotante sobre el aceite. El papel cogió lumbre. Viéndole arder lentamente, la señora de trágico rostro así pensaba: «Para nada sirve este infame papel, como no sea para trastornar a mi querido hijo y apartarle de su felicidad y de sus deberes. Quémate, lista criminal; quemaos, nombres de bandidos. ¡Lástima que con vuestros nombres no ardan también vuestras personas!... Descifren el acertijo los que tienen el deber de hacerlo; descubran los jueces lo que haya que descubrir, y queden los inocentes apartados de esta infamia. Ya se ha visto que no hay aquí policía ni autoridades previsoras. Para saber que tampoco hay justicia, no es necesario que este pobre hijo mío comprometa su nombre honrado y sacrifique sus días dichosos. Asesinos, pasad ignorados a la posteridad, y que esta pueda maldeciros sin conoceros».