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Revisión del 20:33 7 feb 2021
154 cido. La vió después parar la atención hacia un impercep- tible ruido de hojas secas; cortar en seguida, con su cuchi- llo, unas cañas; desaparecer por un momento entre los vástagos del espinoso napinda y sonando un golpe, como el que produce el hacha sobre el tajo, volvió a su lado, arrojando sobre los cadáveres del jaguar y el yumiri el de una hermosa vibora de la cruz. - Cristiano -le dijo, señalándosela, - ésta fue la que te mordió y también la he dado muerte para castigarla por el mal que te ha hecho. Te han salvado los polvos del «caapebá,» que afortunadamente yo traia; pero tienes que purificar tu sangre de la mortal ponzoña y debes masticar sus hojas que aqui te traigo. E inclinándose de nuevo ante el joven le ofreció aque- llas hojas que acababa de cortar. El desconocido las toinó é hizo le que la india le dijo. Fijo de nuevo sus ojos observadores en ella y con una ex- presión de infinito agradecimiento, quiso besar la mano con que aun le alcanzara de aquellas hierbas; pero ella repelió bruscamente la acción del joven, diciéndole, con acento de blanda humildad: -Eso hacen los esclavos, cristiano, y tú no lo eres. Ambos se miraban fijos los ojos en los ojos en una pro- funda contemplación y así permanecieron hasta que le preguntó él: -¿Me ama la hija de la tribu charrua? -No lo sé, cristiano...-murmuró ella, inclinando la frente ante la dominadora expresión de aquellos ojos que ya la ansiaban. El la atrajo å si y lo que ella no permitiera hacer en la mano, quiso hacerlo en su boca; pero Ipond volvió a re. chazarlo, diciéndole, con el mismo acento de antes: -Abi sólo besa el unido a la mujer. -¡Y yo-replicó él, atrayéndola nuevamente,-que te debo dos veces la vida, india mia, me uno á ti por toda mi existencial Y ante la nueva resistencia de Iponá, añadió, veho- mente: