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bosque de espinoso ñapindá, para refugiarte más tarde en las palmeras... Te creíste inseguro y marchaste de nuevo indeciso, sin saber adonde ir; pero alejándote de los cen- tros poblados, como si temieras ser descubierto.
—¿Tú me segulas, india?
—Si, cristiano: te he seguido desde el primer momento paso á paso hasta que, transcurrida la noche en esa ince- sante carrera, te vi cacr, rendido por el sueño, por el can- sancio, por la sed y el hambre... Toma, cristiano—añadió, sacando del zurrón una «vampa» en forma de mate y una maza de frutas, al ver que el desconocido se apoyaba en el tronco del árbol y flaqueaba, pálido y tembloroso, incli- nándose á él y acercando á sus labios la «vampa.»
El desconocido bebió y comió impulsado por el hambre y la sed; luego, como poseido de algo que lo atormentase y clavando en la india la mirada extática, llevó la diestra al pecho, murmurando:
—¡Aqui..., aqui... siento fuego! —desvaneciéndose.
La india le separó la mano y en el sitio, señalado por 6l, observó una pequeña herida, cuyos bordes, negros, se hallaban hinchados.
—¡Ah!..—exelamó sorprendida: —«curú» te ha mordido, cristiano—añadió en voz baja, examinando detenidamente la herida.—¡Ay de ti, si yo no hubiera estado aqui para curarte!
Y sacando del zurrón unos polvos los aplicó á la heri- da, restregándolos en ella. Luego rasgó un lienzo y aña- diéndolo, levantó el cuerpo del desconocido, colocó en la herida nuevos polvos y lo vendó cuidadosamente. Y asi, inclinada, abrazada á él y cerca su rostro de su rostro, casi unidos, musitó, arrobada, en el lenguaje de su raza:
—¡Qué hermoso eres, cristiano!
Cuando el desconocido, aliviado del intenso y sopori- fero dolor que aquella herida le causara, volvió en sí, la india ya no estaba á su lado; pero la vió cercana, eligien- do y arrancando las hojas de una planta rastrera, enlaza- das sus ramas á otras plantas y formando sortijas que la asemejaban al reptil venenoso que mordiera al descono-
