Espigas de un haz, drama castellano en tres actos y un epílogo, de José Rincón Lazcano

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"Espigas de un haz", drama castellano en tres actos y un epílogo, de José Rincón Lazcano (22 mar 1920)
de Francisco Aznar Navarro
Nota: F. Aznar Navarro «"Espigas de un haz", drama castellano en tres actos y un epílogo, de José Rincón Lazcano» (22 de marzo de 1920) La Correspondencia de España, año LXXI, nº 22.669, p. 5.

ESTRENOS

 «ESPIGAS DE UN HAZ», drama castellano en tres actos y un epílogo, de José Rincón Lazcano

 Princesa.—En la historia de la espiritualidad humana, los extraordinarios amores de Romeo y Julieta forman un capítulo aparte, con relieve tal, que los siglos no tuvieron fuerza para rebajarlo. En ese capitulo hay que mirar como cosa secundaria la lucha entre los dos bandos veroneses, que no pasa de ser la perspectiva del cuadro en cuyo primer término se destacan esas dos figuras admirables, nacidas o imaginadas para la representación de los grandes amores trágicos. Por atender a ellas preferentemente dejó Shakespeare un cuadro que nadie ha podido superar. Por conceder a la perspectiva demasiada importancia, nuestro Rojas Zorrilla no consiguió encumbrar Los bandos de Verona a la universalidad alcanzada por la obra del trágico inglés. La lucha entre capuletos y mónteseos es cosa bastante menos extraordinaria, y, aun si se quiere, demasiado común. Con otros nombres, con otras lenguas, con otras indumentarias—todos con el mismo espíritu, porque la humanidad es siempre la misma—, de capuletos y mónteseos está sembrado el mundo. Don José Rincón Lazcano, explorador de almas y paisajes de Castilla, acaba de encontrar en ua pueblo castellano, de seguro no muy distante de Segovia, una reproducción novísima de los bandos veroneses.
 Lo de novísima no está dicho a humo de pajas. Hemos apuntado hace un momento la afirmación de que la humanidad es siempre la misma. Capuletos y mónteseos no sólo representan el odio enconado, sino también la perpetuidad del odio. A capuletos y montescos no se les concibe dando su brazo a torcer. Una terquedad infinita hará que lleven sus odios a las últimas consecuencias sin retroceder un paso. Capuletos y montescos, en fin, nacieron para odiarse y para prolongar sus malquerencias de generación en generación. Eso es lo lamentablemente humano; y la condición humana no cambia nunca. Sólo en apariencia ha cambiado alguna vez: al ser considerada con un exceso de buena voluntad por los hombres buenos que quisieron que la humanidad dejara de ser como es para convertirse en lo que ellos imaginan.
 Rincón Lazcano es de estos hombres buenos que creen suficiente su ingénita bondad para introducir modificaciones esenciales en los rumbos de la existencia colectiva. Ni en tierras castellanas, ni en tierras de ningún país del mundo es concebible, mientras la humanidad sea como es, la sumisión incondicional de los capuletos a los montescos, o de los montescos a los capuletos en un abrir y cerrar de ojos.
 Si medió, como en este caso de Castilla, efusión de sangre, lo humano no es que se sobreponga a todo el temor a la represalia; la lógico es que sirva para ahondar todavía más los odios.
 Andrés, jefe de bando, predispuesto incluso al perdón del crimen cometido en su propia persona, y D. Bernardo, jefe del partido opuesto, allanándose a la humillación porque su hijo Germán se salve de las consecuencias de una tentativa de asesinato, son figuras que no responden a las normas regulares de la vida. Del mismo modo, los amores del hermano de Andrés y la hija de D. Bernardo son de transcendencia tan escasa y tan subordinados a la perspectiva, que aquí resulta lo principal, que se desdibujan excesivamente, y la renuncia de Andrés, sin duda enamorado de Marciana, en favor de Juan, no puede ser de un extraordinario efecto. ¿Qué puede significar ese sacrificio por un hermano en quien ha tenido la suficiente grandeza de alma para perdonar al hijo de su mayor enemigo, que le hirió gravísimamente, dispuesto a asesinarlo?
 Rincón, hombre ingenuo, bien intencionado, ha querido esta vez, no sólo cantar a Castilla, como ya lo hiciera en La alcaldesa de Hontanares, sino también dedicar otro canto a la fraternidad humana. Bien está la intención. Pero ¡ay! algo más que D. José Rincón Lazcano hizo Cristo en esa materia, y al cabo de veinte siglos siguen los hombres despedazándose, como si no fueran «espigas de un haz».
 Si en este aspecto adolece la obra de inconsistencia, que no deja de estar en cuanto cabe bien disimulada, en el otro aspecto, el que dio a Rincón notoriedad con La alcaldesa de Hontanares, ha tenido que vencer la desventaja de no poder presentarnos cosa tan típica y atrayente como aquella fiesta admirable en que una mujer queda facultada para administrar libérrimamente justicia.
 A falta de esa nota, íntimamente unida a la acción principal de La alcaldesa de Hontanares, en Espigas de un haz encontramos un casino de pueblo pintado de mano maestra; pero este cuadro, con ser admirable por el colorido y la combinación de las figuras, es tan ajeno a la acción principal, que más bien que otra cosa la debilita y esfuma. Tiene la obra, aparte ese cuadro, toques que muestran a Rincón como al admirable costumbrista de La alcaldesa de Hontanares. Aquellos gañanes han sido captados a la realidad. Aquella ama de casa (que la señora Torres compuso magistralmente) es una confirmación indirecta de la más jugosa poesía de Gabriel y Galán. En cuanto a la propiedad lexicográfica, si a ratos olvida Rincón que está pintando un lienzo grande, que ha de ofrecer efecto de conjunto, para complacerse en miniar trozos aislados, no por ello la propiedad desaparece, aun cuando se distraiga la atención con esas aisladas invitaciones a lo contemplativo de la forma.
 Soy un admirador fervoroso de Rincón y Lazcano. Quiero verle sobre las más altas cumbres de nuestra dramaturgia. Ayuda sincera le podemos prestar animándole, pero no engañándole. Espigas de un haz tiene, sobre su buena intención, muchas bellezas aisladas. En su conjunto, como obra dramática, es evidentemente inferior a La alcaldesa de Hontanares, sin duda porque en ésta hay más calor de humanidad y menos artificio.
 Rincón, llamado al final de todos los actos, compartió el aplauso público con los principales intérpretes de Espigas de un haz: la ya citada señora Torres, a quien esta vez hago la justicia de colocar en primer término; Díaz de Mendoza, no menos magistral; Santiago, admirabilísimo de gracia; la señora Díaz Artigas, Mariano Mendoza y Juste, modelos de discreción.

    F. AZNAR NAVARRO.