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Exámenes

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Exámenes
de Rafael Barrett


Es cosa de preguntarse si los señores del tribunal, según la frase clásica, toman en serio su papel, y pretenden quedar enterados, al cabo de un cuarto de hora, de lo que un alumno recuerda y comprende. He aquí un pobre niño que comparece como un reo ante el aparato risible para nosotros, pero imponente para él, de todas las justicias terrestres y divinas: tres magistrados, o más, a cuyos rostros se pega la severidad de lo omnipotente y de lo infalible, y de quienes depende la muerte o la vida, porque un año es un buen pedazo de nuestra existencia. El delito de asistir a los absurdos establecimientos de la enseñanza burocrática merece la penitencia del banquillo fatal, pero no es ese muchacho asustado el que debe sufrirla. Ahí está, torturando su memoria, implorando la amabilidad del azar. ¡Oh!, no se dirigirán a su inteligencia, a su imaginación, a sus ideas felices ante una cuestión práctica, natural, humana, que pida la elasticidad y no la inercia de su espíritu, no. Le exigirán la innoble faena de desembuchar, si la suerte le ayuda y el terror no le paraliza, algo de los millares de palabras sin sentido que devoró durante las últimas noches en vela, espoleado por la prueba próxima; le exigirán un cerebro bastante blando, bastante pasivo, bastante resignado para que los tipos de imprenta, al modo del hierro candente en el anca de la res, hayan dejado auténtica la marca del dueño; le exigirán que sea fonógrafo, y si funciona bien, los señores del tribunal firmarán que el fonógrafo sabe matemáticas, historia, química, literatura.

¡Farsa curiosa! Si a alguien le interesara sinceramente conocer hasta qué punto el alumno se ha incrustado el libro de texto, se acudiría al maestro encargado de la incrustación, el cual, en un largo curso de nueve o diez meses, puede mejor que nadie reunir los datos ad-hoc. Mas, ¿qué importa la cantidad de letras que el paciente engulla o no engulla? ¿Quién cree formalmente que en nuestros colegios se aprende algo? Quizá se aprende a ser profesor. Para el que conserva los sagrados principios administrativos, el colegio es una oficina donde se asciende. Para el que aspira a volver a la Naturaleza, a la realidad de que le ha separado el sucio charco de tinta, el almacén de signos muertos que los dómines amontonan; para el que busca las fuentes fecundas del mundo y de su propia conciencia, lo urgente es raspar la tiña contagiada en los bancos de escuela, olvidar los libracos elementales, pedantes y embusteros como ellos solos, enderezar la razón enviciada, sometida a una docilidad ignominiosa, cauterizar las llagas de pereza y deshonestidad intelectual adquiridas en clase, galvanizar la médula yerta y erguir el espinazo, resucitar la admiración y la curiosidad aletargadas al canturreo de las lecciones. Únicamente a contar del instante en que intentamos destruir la obra de la instrucción oficial, estamos seguros de aprovechar el tiempo.

Ahora, si se empeñan en perpetuar los dichosos exámenes, ¿por qué no encomendar a algunos hombres inteligentes el cuidado de proporcionarnos un breve diagnóstico psicológico? Levantar un acta, provisoria y somera sin duda, del carácter del niño, es mucho más útil que ocuparse de los ficticios resultados de una cultura académica perniciosa. Extracto del Journal des Economistes un ejemplo de sensatez: se trata del concurso de entrada en la escuela inglesa de los Naval Cadets. Hay un comité de interview compuesto de cuatro oficiales, que en un aposento aislado charlan sin ceremonia con el rapaz, haciéndolo reír para que se muestre desahogadamente tal cual es. Todo consiste en una conversación hábil que delate un entendimiento alerta y observador, una madera que promete. Se ha interrogado a los futuros marinos sobre el color de los cangrejos vivos y sobre si las vacas tienen los cuernos delante o detrás de las orejas. Los catedráticos a patrón se burlarán de tal sistema; es probable que ellos mismos no acertarían a contestar.

Sin embargo, la salvación está en suprimir los exámenes, continuando después en la tarea de airear y desinfectar los cuarteles donde se mistifica y se corrompe a nuestros hijos. Hay que abrir todas las ventanas a la luz, al amor, a la verdad, a la alegría. Hay que arrancar las almas inocentes al odioso formulismo escribanesco. Hay que unir los libros a las cosas. Educarse es prepararse a la vida, y la vida ha cambiado. No es ya el latín y el griego la clave del saber. No nos atañen ya la teología ni la heráldica. Lo que nos preocupa existe de veras, nos acecha y nos amenaza; nuestro destino es luchar con obstáculos reales y con fuerzas sin piedad, no con sombras y leyendas. Por eso la ciencia que no está más que en el papel es mentira y es maldad, y nuestro deber, si no consiguiéramos mantener la ciencia en contacto y en fusión constantes con el Universo, sería aniquilarla.

Lippman, el célebre descubridor de la fotografía de los colores, ha hablado con su inmensa autoridad en el «Congreso para el adelanto de las ciencias» celebrado en Lyon hace poco. Ha protestado furiosamente contra los concursos, los textos, los programas, los exámenes. El asunto de su discurso era «Las relaciones entre la ciencia y la industria». En terreno tan de su competencia demostró el insigne físico que la instrucción pública francesa (modelo de la española y sudamericana) está fundada en conceptos chinos. El Estado es un perfecto mandarinato. Todo arranque individual sucumbe bajo la red terrible. Tragar su texto, asegurar su programa, salir de su examen, eso, en su mezquindad estéril, es el fin, el sueño, el ideal de las energías vírgenes de una nación.

Lo divertido es que el método es obligatorio. Como si no fuera el derecho a ignorar igualmente respetable, y tal vez basado en filosofía más sana que el derecho a instruirse, todavía se impone a lo delicado y puro de nuestro ser un procedimiento degradante. ¡Y pensar que la solicitud lamentable de los gobiernos se despliega en un planeta donde las tres cuartas partes de la humanidad están condenadas a una miseria espantosa, y donde diariamente centenares de personas perecen de hambre y desesperación!



Publicado en "Los Sucesos", Asunción, 20 de noviembre de 1906.