Examen de ingenios:16

De Wikisource, la biblioteca libre.

Capítulo IV [VII de 1594][editar]

Donde se muestra que el ánima vegetativa, sensitiva y racional son sabias sin ser enseñadas de nadie, teniendo el temperamento conveniente que piden sus obras


Tiene tanta fuerza el temperamento de las cuatro calidades primeras (a quien atrás llamamos Naturaleza) para que las plantas, los brutos animales y el hombre acierten a hacer cada cual las obras que son proprias de su especie, que si llega a estar en el punto perfecto que puede tener, repentinamente, y sin que nadie les enseñe, saben las plantas formar raíces en la tierra y por ellas traer el alimento, retenerle, cocerle y expeler los excrementos; y los brutos conocen luego en naciendo lo que es conveniente a su naturaleza y huyen de lo que es malo y nocivo. Y lo que más viene a espantar a los que no saben filosofía natural es que el hombre, teniendo el celebro bien templado y con la disposición que alguna ciencia ha menester, repentinamente y sin jamás haberla aprendido de nadie, dice y habla en ella cosas tan delicadas, que no se pueden creer.

Los filósofos vulgares, viendo las obras maravillosas que hacen los brutos animales, dicen que no hay que espantar, porque lo hacen con instinto de naturaleza, la cual muestra y enseña a cada uno en su especie lo que ha de hacer. Y en esto dicen muy bien, porque ya hemos dicho y probado que Naturaleza no es otra cosa más que el temperamento de las cuatro calidades primeras, y que éste es el maestro que enseña a las ánimas cómo han de obrar. Pero ellos llaman instinto de naturaleza a cierta maraña de cosas que suben de las tejas arriba, y jamás lo han podido explicar ni dar a entender.

Los graves filósofos, como son Hipócrates, Platón y Aristóteles, reducen todas estas obras maravillosas al calor, frialdad, humidad y sequedad; y esto toman por primer principio, y no pasan de aquí. Y preguntando quién enseñó a los brutos animales hacer las obras que nos espantan, y a los hombres raciocinar, responde Hipócrates: Natura omnium sine doctore; como si dijera: «las facultades, o el temperamento en que consisten, todas son sabias sin haberlo aprendido de nadie». Lo cual parece muy claro considerando las obras del ánima vegetativa (y de todas las demás que gobiernan al hombre): que si tiene un pedazo de simiente humana, con buena temperatura, bien cocida y sazonada, hace un cuerpo tan bien organizado y hermoso, que todos los entalladores del mundo no lo sabrían contrahacer; en tanto que, admirado Galeno de ver una fábrica tan maravillosa, el número que tiene de partes, el asiento y figura, el uso y oficio de cada una por sí, vino a decir que no era posible que el ánima vegetativa ni el temperamento supiesen hacer una obra tan extraña, sino que el autor de ella era Dios o alguna inteligencia muy sabia.

Pero esta manera de hablar ya la dejamos reprobada atrás, porque a los filósofos naturales no les está bien reducir los efectos inmediatamente a Dios, dejando por contar las causas intermedias; mayormente en este caso, donde vemos por experiencia que si la simiente humana es de mala sustancia y no tiene el temperamento que conviene, hace el ánima vegetativa mil disparates. Porque, si es fría y húmida más de lo que es menester, dice Hipócrates que salen los hombres eunucos o hermafroditas; y si es muy caliente y seca, dice Aristóteles que los hace hocicudos, patituertos y las narices remachadas como son los de Etiopía; y si es húmida, dice el mesmo Galeno que salen largos, y desvaídos; y siendo seca, nacen pequeños de cuerpo. Todo lo cual es gran fealdad en la especie humana, y de tales obras no hay que loar a Naturaleza ni tenerla por sabia. Y si Dios fuera el autor, ninguna destas calidades le podía estorbar. Solos los primeros hombres que hubo en el mundo dice Platón que los hizo Dios; pero los demás nacieron por el discurso de las causas segundas, las cuales, si están bien ordenadas, hace el ánima vegetativa muy bien sus obras, y si no concurren como conviene, produce mil disparates.

Cuál será el buen orden de naturaleza para este efecto: es tener el ánima vegetativa buen temperamento. Y si no, responda Galeno y todos los filósofos del mundo: ¿qué es la razón que el ánima vegetativa tiene tanto saber y poder en la primera edad del hombre (en formar el cuerpo, aumentarle y nutrirle) y venida la vejez no puede hacer? Porque si al viejo se le cae una muela, no hay remedio de tornarle a nacer; y si al muchacho le faltan todas, vemos que Naturaleza las torna a hacer. Pues ¿es posible que una ánima que no ha hecho otra cosa, en todo el discurso de la vida, sino traer el manjar, retenerlo, cocerle y expeler los excrementos y reengendrar las partes que faltan, que al cabo de la vida se le haya olvidado y que no lo pueda hacer? Cierto es que responderá Galeno que ser sabia y poderosa el ánima vegetativa en la niñez, que nace de tener mucho calor y humidad natural, y en la vejez no lo puede hacer, ni sabe, por la mucha frialdad y sequedad que tiene el cuerpo en esta edad.

También la sabiduría del ánima sensitiva depende del temperamento del celebro; porque si es tal cual sus obras le piden y han menester, las acierta muy bien a hacer, y si no, también las yerra como el ánima vegetativa. El medio que tuvo Galeno para contemplar y conocer por vista de ojos la sabiduría del ánima sensitiva fue tomar un cabrito luego en naciendo; el cual, puesto en el suelo, comenzó a andar como si le hubieran enseñado y dicho que las piernas se habían hecho para tal uso; y tras esto, se sacudió de la humidad superflua que sacó de la madre; y alzando el pie, se rascó tras la oreja, y poniéndole muchas escudillas delante con vino, agua, vinagre, aceite y leche, después de haberlas olido todas, de sola la leche comió. Lo cual visto por muchos filósofos que a la sazón se hallaron presentes, a voces dijeron: «¡Gran razón tuvo Hipócrates en decir que las ánimas eran sabias sin haber tenido maestro!». Y no sólo se contentó Galeno con esto; pero pasados dos meses, lo sacó al campo muerto de hambre; y oliendo muchas yerbas, de solas aquéllas comió que las cabras suelen pacer.

Pero, si como Galeno se puso a contemplar las obras de este cabrito, lo hiciera entre tres o cuatro juntos, viera que unos andaban mejor que otros, se sacudían mejor, se rascaban mejor y hacían mejor hechas las obras que hemos contado. Y si Galeno criara dos potros, hijos de unos mesmos padres, viera que el uno se hollaba con más gracia y donaire, corría y paraba mejor, y tenía más fidelidad. Y Si tomara un nido de halcones y los criara, hallara que el primero era gran volador, el segundo gran cazador y el tercero goloso y de malas costumbres. Lo mesmo hallara en los podencos y galgos; que, siendo hijos de unos mesmos padres, al uno no le faltaba más que hablar en la caza y al otro no le imprime más que si fuera mastín de ganado.

Todo esto no se puede reducir a aquellos vanos instintos de Naturaleza que fingen los filósofos. Porque, preguntando por qué razón el un perro tiene más instinto que el otro, siendo ambos de la mesma especie y hijos de un mesmo padre, yo no sé qué podrían responder, si no es acudir luego a su bordón, diciendo que Dios le enseñó al uno más que al otro y le dio más instinto natural. Y tornándoles a repreguntar qué es la causa que este buen perro, siendo mozo es un gran cazador y venida la vejez no tiene tanta habilidad, y, por el contrario, de mozo no saber cazar y de viejo ser astuto y mañoso, no sé qué puedan responder. Yo, a lo menos, diría que ser el perro más hábil para la caza que el otro nace de tener mejor temperamento en el celebro; y otras veces cazar bien de mozo y no poderlo hacer de viejo, que proviene que en la una edad tiene el temperamento que requieren las habilidades de la caza, y en la otra no. De donde se infiere que, pues la temperatura de las cuatro calidades primeras es la razón y causa por donde un bruto animal hace mejor las obras de su especie que otro, que el temperamento es el maestro que enseña al ánima sensitiva lo que ha de hacer.

Y si Galeno considerara las sendas y caminos de la hormiga y contemplara su prudencia, su misericordia, su justicia y gobernación, se le acabara el juicio, viendo un animal tan pequeño con tanta sabiduría sin tener preceptos ni maestro que le enseñase. Pero, sabida la temperatura que la hormiga tiene en su celebro, y viendo cuán apropiada es para la sabiduría (como adelante se mostrará) cesará el admiración y entenderemos que los brutos animales, con el temperamento de su celebro y con las fantasmas que les entran por los cinco sentidos, hacen los discursos y habilidades que les notamos. Y entre los animales de una mesma especie, el que fuere más disciplinable e ingenioso nace de tener el celebro más bien templado; y si por alguna ocasión o enfermedad se le alterase el buen temperamento del celebro, perdería luego la prudencia y habilidad, como lo hace el hombre.

Del ánima racional es ahora la dificultad: cómo ella también tiene instinto natural para las obras de su especie, que son sabiduría y prudencia; y cómo de repente, por razón del buen temperamento, puede saber el hombre las ciencias sin haberlas oído de nadie; pues nos muestra la experiencia que, si no se aprenden, ninguno nace con ellas.

Entre Platón y Aristóteles hay una cuestión muy reñida sobre averiguar la razón y causa de donde puede nacer la sabiduría del hombre. El uno dice que nuestra ánima racional es más antigua que el cuerpo; porque, antes que Naturaleza le organizase, estaba ya ella en el cielo en compañía de Dios, de donde salió llena de ciencia y sabiduría; pero, entrando a informar la materia, por el mal temperamento que en ella halló, las perdió todas, hasta que andando el tiempo se vino a enmendar la mala temperatura, y sucedió otra en su lugar, con la cual (por ser acomodada a las ciencias que perdió) poco a poco vino a acordarse de lo que ya tenía olvidado. Esta opinión es falsa; y espántome yo de Platón, siendo tan gran filósofo, que no supiese dar razón de la sabiduría humana viendo que los brutos animales tienen sus prudencias y habilidades naturales, sin que su alma salga del cuerpo ni vaya al cielo a aprenderlas. Por donde no carece de culpa, mayormente habiendo leído en el Génesis, a quien él tanto crédito daba, que Dios organizó primero el cuerpo de Adán, antes que criase el ánima. Eso mesmo acontesce ahora, salvo que Naturaleza engendra el cuerpo, y en la última disposición cría Dios el ánima en el mesmo cuerpo, sin estar fuera de él tiempo ni momento.

Aristóteles echó por otro camino, diciendo: omnis doctrina omnisque disciplina ex praexistenti fit cognitione; como si dijera: «todo cuanto saben y aprenden los hombres nace de haberlo oído, visto, olido, gustado y palpado, porque ninguna noticia puede haber en el entendimiento que no haya pasado primero por alguno de los cinco sentidos». Y, así, dijo que estas potencias salen de las manos de Naturaleza «como una tabla rasa donde no hay pintura ninguna». La cual opinión también es falsa como la de Platón. Y para que mejor lo podamos dar a entender y probar, es menester convenir primero con los filósofos vulgares que en el cuerpo humano no hay más que un ánima, y ésta es la racional, la cual es principio de todo cuanto hacemos y obramos; puesto caso que en esto hay opiniones y no falta en contrario quien defienda que en compañía del ánima racional hay otras dos o tres.

Siendo, pues, así, en las obras que hace el ánima racional como vegetativa, ya hemos probado que sabe formar al hombre, y darle la figura que ha de tener; y sabe traer el alimento, retenerle, cocerle y expeler los excrementos; y si alguna parte falta en el cuerpo, la sabe rehacer de nuevo y darle la compostura que ha de tener conforme al uso. Y en las obras de sensitiva y motiva, sabe luego el niño, en naciendo, mamar y menear los labios para sacar la leche, y con tal maña, que ningún hombre, por sabio que sea, lo acertara a hacer; y con esto atina a las calidades que convienen a la conservación de su naturaleza, y huye de lo que es nocivo y dañoso, sabe llorar y reír sin haberlo aprendido de nadie. Y si no, digan los filósofos vulgares quién enseñó a los niños hacer estas obras, o por qué sentido les vino. Bien sé que responderán que Dios les dio aquel instinto natural, como a los brutos animales; en lo cual no dicen mal, si el instinto natural es lo mesmo que el temperamento.

Las obras proprias del ánima racional, que son entender, imaginar y hacer actos de memoria, no las puede el hombre hacer luego en naciendo; porque el temperamento de la niñez es muy disconveniente para ella, y muy apropiado para la vegetativa y sensitiva; como el de la vejez, que es apropriado para el ánima racional y malo para la vegetativa y sensitiva. Y si, como el temperamento que sirve a la prudencia se adquiere poco a poco en el celebro, se pudiera juntar todo de repente, de improviso supiera el hombre discurrir y filosofar mejor que si en las escuelas lo hubiera aprendido; pero, como Naturaleza no lo puede hacer sino por discurso de tiempo, así va el hombre adquiriendo poco a poco la sabiduría. Y que sea ésta la razón y causa, pruébase claramente considerando que, después de ser un hombre muy sabio, viene poco a poco a hacerse nescio, por ir cada día (hacia la edad decrépita) adquiriendo otro temperamento contrario. Yo para mí tengo entendido que si como Naturaleza hace al hombre de simiente caliente y húmida (que es el temperamento que enseña a la vegetativa y sensitiva lo que ha de hacer) le formara de simiente fría y seca, que en naciendo supiera luego discurrir y raciocinar, y no atinara a mamar, por ser esta temperatura disconveniente a tales obras.

Pero, para que se entienda por experiencia que si el celebro tiene el temperamento que piden las ciencias naturales no es menester maestro que nos enseñe, es necesario advertir en una cosa que acontesce cada día. Y es que si el hombre cae en alguna enfermedad por la cual el celebro de repente mude su temperatura (como es la manía, melancolía y frenesía) en un momento acontesce perder, si es prudente, cuanto sabe, y dice mil disparates; y si es nescio, adquiere más ingenio y habilidad que antes tenía.

De un rústico labrador sabré yo decir que, estando frenético, hizo delante de mí un razonamiento encomendando a los circunstantes su salud, y que mirasen por sus hijos y mujer si de aquella enfermedad fuese Dios servido llevarle, con tantos lugares retóricos, con tanta elegancia y policía de vocablos como Cicerón lo podía hacer delante del Senado. De lo cual admirados los circunstantes, me preguntaron de dónde podía venir tanta elocuencia y sabiduría a un hombre que estando en sanidad no sabía hablar; y acuérdome que respondí que la oratoria es una ciencia que nace de cierto punto de calor, y que este rústico labrador le tenía ya por razón de la enfermedad.

De otro frenético podré también afirmar que, en más de ocho días, jamás habló palabra que no le buscase luego su consonante, y las más veces hacía una copla redondilla muy bien formada. Y espantados los circunstantes de oír hablar en verso a un hombre que en sanidad jamás lo supo hacer, dije que raras veces acontescía ser poeta en la frenesía el que lo era en sanidad; porque el temperamento que el celebro tiene, estando el hombre sano, con el cual es poeta, ordinariamente se ha de desbaratar en la enfermedad y hacer obras contrarias. Acuérdome que su mujer de este frenético, y una hermana suya que se llamaba Marigarcía, le reprehendían porque decía mal de los santos. De lo cual enojado el paciente, dijo a su mujer de esta manera: «Pues reniego de Dios por amor de vos, y de Santa María por amor de Marigarcía, y de San Pedro por amor de Juan de Olmedo». Y así fue discurriendo por muchos santos que hacían consonancia con los demás circunstantes que allí estaban.

Pero esto es cifra y caso de poco momento respecto de las delicadezas que dijo un paje de un Grande de estos reinos estando maníaco. El cual era tenido en sanidad por mozo de poco ingenio; pero caído en la enfermedad, eran tantas las gracias que decía, los apodos, las respuestas que daba a lo que le preguntaban, las trazas que fingía para gobernar un reino del cual se tenía por señor, que por maravilla le venían gentes a ver y oír, y el proprio señor jamás se quitaba de la cabecera rogando a Dios que no sanase. Lo cual se pareció después muy claro. Porque, librado el paje de esta enfermedad, se fue el médico que le curaba a despedir del señor, con ánimo de recebir algún galardón o buenas palabras; pero él le dijo de esta manera: «Yo os doy mi palabra, señor doctor, que de ningún mal suceso he recebido jamás tanta pena, como de ver a este paje sano; porque tan avisada locura no era razón trocarla por un juicio tan torpe como a éste le queda en sanidad. Paréceme que de cuerdo y avisado lo habéis tornado nescio, que es la mayor miseria que a un hombre puede acontescer. El pobre médico, viendo cuán mal agradecida era su cura, se fue a despedir del paje; y en la última conclusión de muchas cosas que habían tratado, dijo el paje: «Señor doctor, yo os beso las manos por tan gran merced, como me habéis hecho en haberme vuelto mi juicio; pero yo os doy mi palabra, a fe de quien soy, que en alguna manera me pesa de haber sanado, porque estando en mi locura vivía en las más altas consideraciones del mundo, y me fingía tan gran señor que no había rey en la tierra que no fuese mi feudatario. Y que fuese burla y mentira, ¿qué importaba?, pues gustaba tanto de ello como si fuera verdad. ¡Harto peor es ahora, que me hallo de veras que soy un pobre paje y que mañana tengo que comenzar a servir a quien, estando en mi enfermedad, no le recibiera por mi lacayo!».

Todo esto no es mucho que lo reciban los filósofos y crean que pudo ser así. Pero, ¿si yo les afirmase ahora, por historias muy verdaderas, que algunos hombres ignorantes, padeciendo esta enfermedad, hablaron en latín sin haberlo en sanidad aprendido? ¿Y de una mujer frenética que decía a cada persona de los que la entraban a visitar sus virtudes y vicios, y algunas veces acertaba con la certidumbre que suelen los que hablan por conjeturas y por indicios, por esto ninguno la osaba ya entrar a ver, temiendo las verdades que decía? Y lo que más causó admiración fue que, estándola el barbero sangrando, le dijo: «Mirá, fulano, lo que hacéis, porque tenéis muy pocos días de vida, y vuestra mujer se ha de casar con fulano». Y, aunque acaso, fue tan verdadero su pronóstico, que antes de medio año se cumplió.

Ya me parece que oigo decir a los que huyen de la filosofía natural que todo esto es gran burla y mentira, y, si por ventura fue verdad, que el demonio, como es sabio y sutil, permitiéndolo Dios se entró en el cuerpo de esta mujer y de los demás frenéticos que hemos dicho, y les hizo decir aquellas cosas espantosas. Y aun confesar esto se les hace cuesta arriba, porque el demonio no puede saber lo que está por venir, no tiniendo espíritu profético. Ellos tienen por fuerte argumento decir: «esto es falso porque yo no entiendo cómo puede ser», como si las cosas dificultosas y muy delicadas estuviesen sujetas a los rateros entendimientos y de ellos se dejasen entender.

Yo no pretendo aquí convencer a los que tienen falta de ingenio, porque esto es trabajar en vano, sino hacerle confesar a Aristóteles que los hombres, tiniendo el temperamento que sus obras han menester, pueden saber muchas cosas sin haber tenido de ellas particular sentido ni haberlas aprendido de nadie: Multi etiam propterea quod ille calor sedi mentis, in vicino est, morbis vesaniae implicantur aut instinctu lymphatico infervescunt, ex quo Sibillae efficiuntur, et Bacchae, et omnes qui divino spiraculo instigari creduntur, cum scilicet id, non morbo, sed naturali intemperie accidit. Marcus civis Syracusanus, poeta etiam praestantior erat dum mente alienaretur. Et quibus nimius ille calor remissus ad mediocritatem fit, ii prosus melancholici quidem, sed longe prudentiores. Por estas palabras confiesa claramente Aristóteles que, por calentarse demasiadamente el celebro, vienen muchos hombres a conocer lo que está por venir, como son las sibilas; lo cual dice Aristóteles que no nace por razón de la enfermedad, sino por la desigualdad del calor natural. Y que sea ésta la razón y causa pruébalo claramente por un ejemplo, diciendo que Marco siracusano era más delicado poeta cuando estaba, por el calor demasiado del celebro, fuera de sí; y volviéndose a templar, perdía el metrificar, pero quedaba más prudente y sabio. De manera que no solamente admitió Aristóteles por causa principal de estas cosas extrañas el temperamento del celebro, pero aun reprehende a los que dicen ser esto revelación divina y no cosa natural. El primero que llamó divinidades a estas cosas maravillosas fue Hipócrates: et si quid divinum in morbis habetur, illius quoque ediscere providentiam, por la cual sentencia manda a los médicos que si los enfermos dijeren divinidades, que sepan conocer lo que son y pronosticar en lo que han de parar. Pero lo que más me admira en este punto es que, preguntándole a Platón de dónde pueda nacer que de dos hijos de un mesmo padre el uno sepa hacer versos sin haberle nadie enseñado, y el otro, trabajando en el arte de poesía, no los pueda hacer, responda que el que nació poeta está endemoniado y el otro no. Y, así, tuvo razón Aristóteles de reprehenderle, pudiéndolo reducir al temperamento como otras veces lo hizo.

Hablar el frenético en latín sin haberlo en sanidad aprendido muestra la consonancia que hace la lengua latina al ánima racional. Como adelante probaremos, hay ingenio particular y acomodado para inventar lenguas; y son los vocablos, latinos y las maneras que esta lengua tiene de hablar tan racionales, y hacen tan buena consonancia en los oídos, que, alcanzando el ánima racional el temperamento que es necesario para inventar una lengua muy elegante, luego encuentra con ella. Y que dos inventores de lenguas puedan fingir unos mesmos vocablos (tiniendo el mismo ingenio y habilidad) es cosa que se deja entender considerando que, como Dios crió a Adán y le puso todas las cosas delante para que a cada una le pusiera el nombre con que se había de llamar, formara luego otro hombre con la mesma perfección y gracia sobrenatural, pregunto yo ahora: si a éste le trujera Dios las mesmas cosas para darles el nombre que habían de tener, ¿qué tales fueran? Yo no dudo sino que acertara con los mesmos de Adán; y es la razón muy clara, porque ambos habían de mirar a la naturaleza de la cosa, la cual no era más que una. De esta manera pudo el frenético encontrar con la lengua latina y hablar en ella sin haberla en sanidad aprendido; porque, desbaratándose por la enfermedad el temperamento natural de su celebro, pudo hacerse por un rato como que el mesmo que tenía el que inventó la lengua latina, y fingir como que los mismos vocablos (no con tanto concierto y elegancia continuada, porque esto ya parece señal de que el demonio mueve la lengua, como la Iglesia enseña a sus exorcistas).

Esto mesmo dice Aristóteles que ha acontescido en algunos niños, que en naciendo hablaron palabras expresas y que después tornaron a callar; y reprehende a los filósofos vulgares de su tiempo, que por ignorar la causa natural de este efecto lo atribuían al demonio. La razón y causa de hablar los niños luego en naciendo, y tornar luego a callar jamás la pudo hallar Aristóteles, aunque dijo muchas cosas sobre ello; pero nunca le cupo en el entendimiento que fuese invención del demonio ni efecto sobrenatural como piensan los filósofos vulgares. Los cuales, viéndose cercados de las cosas sutiles y delicadas de la filosofía natural, hacen entender a los que poco saben que Dios o el demonio son autores de los efectos raros y prodigiosos, cuyas causas naturales ellos no saben ni entienden.

Los niños que se engendran de simiente fría y seca, como son los hijos habidos en la vejez, a muy pocos días y meses después de nacidos comienzan a discurrir y filosofar; porque el temperamento frío y seco, como adelante probaremos, es muy apropriado para las obras del ánima racional, y lo que había de hacer el tiempo, los muchos días y meses, suplió la repentina templanza del celebro, la cual se anticipó por muchas causas que hay para ello. Otros niños, dice Aristóteles, que luego en naciendo comenzaron a hablar, y después callaron todo el tiempo que no tuvieron la edad ordinaria y conveniente para hablar; el cual efecto tiene la mesma cuenta y razón que lo que hemos dicho del paje, y de los demás maniáticos y frenéticos y de aquel que habló de repente en latín sin haberlo en sanidad aprendido. Y que los niños, estando en el vientre de su madre, y luego en naciendo, puedan padecer estas mesmas enfermedades, es cosa que no se puede negar.

El adivinar de la mujer frenética cómo pudo ser, mejor lo diera yo a entender a Cicerón que a estos filósofos naturales. Porque cifrando la naturaleza del hombre, dijo de esta manera: animal providum, sagax, multiplex, acutum, menor, plenum rationis et consiIii, quem vocamus hominem. Y, en particular, dice que hay naturaleza de hombres que en conocer lo que está por venir hacen ventaja a otros: est enim vis et natura quaedam quae futura praenuntiat; quorum vim atque naturam ratio nunquam explicuit. El error de los filósofos naturales está en no considerar (como lo hizo Platón) que el hombre fue hecho a semejanza de Dios, y que participa de su divina providencia, y que tiene potencias para conocer todas tres diferencias de tiempo: memoria para lo pasado, sentidos para lo presente, imaginación y entendimiento para lo que está por venir. Y así como hay hombres que hacen ventaja a otros en acordarse de las cosas pasadas, y otros en conocer lo presente, así hay muchos que tienen más habilidad natural en imaginar lo que está por venir. Uno de los mayores argumentos que forzaron a Cicerón para creer que el ánima racional era incorruptible fue ver la certidumbre con que los enfermos decían lo por venir, especialmente estando cercanos a la muerte. Pero la diferencia que hay entre el espíritu profético y este ingenio natural es que lo que dice Dios por boca de los profetas es infalible, porque es palabra expresa suya, y lo que el hombre pronostica con las fuerzas de su imaginativa no tiene aquella certidumbre.

Los que dijeron que las virtudes y vicios que descubría la frenética a las personas que la entraban a ver era artificio del demonio, sepan que Dios da a los hombres cierta gracia sobrenatural para alcanzar y conocer qué obras son de Dios y cuáles del demonio, la cual cuenta san Pablo entre los dones divinos y la llama discretio spirituum; con la cual se conoce si es demonio o algún ángel bueno el que nos viene a tocar. Porque muchas veces viene el demonio a engañarnos con apariencia de buen ángel, y es menester esta gracia y este don sobrenatural para conocerle y diferenciarlo del bueno. De este don estarán más lejos los que no tienen ingenios para la filosofía natural (porque esta ciencia y la sobrenatural que Dios infunde caen sobre una mesma potencia, que es el entendimiento), si es verdad que (por la mayor parte) Dios se acomoda en repartir las gracias al buen natural de cada uno, como arriba dije. Estando Jacob en el artículo de la muerte, que es el tiempo donde el ánima racional está más libre para ver lo que está por venir, entraron todos sus doce hijos a verle y a cada uno en particular le dijo sus virtudes y vicios y profetizó lo que sobre ellos y sus descendientes había de acontescer. Esto cierto es que lo hizo en espíritu de Dios. Pero si la Escritura divina y nuestra fe no nos lo certificara, ¿en qué conocieran estos filósofos naturales que ésta era obra de Dios, y que las virtudes y vicios que la frenética decía a los que la entraban a ver, lo hacía en virtud del demonio, pareciendo este caso en parte al de Jacob?

Estos piensan que la naturaleza del ánima racional es muy ajena de la que tiene el demonio y que sus potencias (entendimiento, imaginativa y memoria) son de otro género muy diferente. Y están engañados. Porque si el ánima racional informa un cuerpo bien organizado, como era el de Adán, sabe muy poco menos que el más avisado diablo; y fuera del cuerpo, tiene tan delicadas potencias como él. Y si los demonios alcanzan lo que está por venir, conjeturando y discurriendo por algunas señales, eso mesmo puede hacer el ánima racional cuando se va librando del cuerpo o tiniendo aquella diferencia de temperamento que hace al hombre con providencia. Y, así, tan dificultoso es para el entendimiento alcanzar cómo el demonio puede saber estas delicadeces, como atribuírselas al ánima racional. A éstos no les cabe en el entendimiento que puede haber señales en las cosas naturales para conocer por ellas lo que está por venir, y yo digo que hay indicios para alcanzar lo pasado, lo presente, y conjeturar lo que está por venir, y aun para conjeturar algunos secretos del Cielo: invisibilia enim ipsius, a creatura mundi, per ea quae facta sunt, intellecta, conspiciuntur. El que tuviere potencia para ello lo alcanzará, y el otro será tal cual dijo Homero: «lo pasado entiende el nescio, y no lo que está por venir». Pero el avisado y discreto es la mona de Dios, que le imita en muchas cosas; y aunque no las puede hacer con tanta perfección, pero todavía tiene con Él alguna semejanza en rastrearle.