Examen de ingenios:21
Capítulo IX [XI de 1594]
[editar]Donde se prueba que la elocuencia y policía en hablar no puede estar en los hombres de grande entendimiento
Una de las gracias por donde más se persuade el vulgo a pensar que un hombre es muy sabio y prudente es oírle hablar con grande elocuencia: tener ornamento en el decir, copia de vocablos dulces y sabrosos, traer muchos ejemplos acomodados al propósito que son menester. Y, realmente, nace de una junta que hace la memoria con la imaginativa en grado y medio de calor, el cual no puede resolver la humidad del celebro y sirve de levantar las figuras y hacerlas bullir, por donde se descubren muchos conceptos y cosas que decir.
En esta junta es imposible hallarse el entendimiento, porque ya hemos dicho y probado atrás que esta potencia abomina grandemente el calor, y la humidad no la puede sufrir. La cual doctrina si alcanzaran los atenienses, no se espantaran tanto de ver un hombre tan sabio como Sócrates y que no supiese hablar; del cual decían los que entendían lo mucho que sabía que sus palabras y sentencias eran como unas cajas de madera tosca y sin cepillar por defuera, pero, abiertas, había dentro en ellas dibujos y pinturas dignas de admiración.
En la mesma ignorancia han estado los que, quiriendo dar razón y causa de la oscuridad y mal estilo de Aristóteles, dijeron que de industria, y por querer que sus obras tuviesen autoridad, escribió en jirigonza y con tal mal ornamento de palabras y maneras de hablar. Y si consideramos también el proceder tan duro de Platón y la brevedad con que escribe, la oscuridad de sus razones, la mala colocación de las partes de la oración, hallaremos que no es otra la causa.
¡Pues qué si leemos las obras de Hipócrates, los hurtos que hace de nombres y verbos, el mal asiento de sus dichos y sentencias, la mala trabazón de sus razones, lo poco que se le ofrece que decir para llenar los vacíos de su doctrina! ¿Qué más sino que, quiriendo dar muy larga cuenta a Damageto, su amigo, de cómo Artajerjes, rey de los persas, lo envió a llamar prometiéndole todo el oro y la plata que él quisiese y que le contaría entre los grandes de su reino (habiendo sobre esto muchas demandas y respuestas), dijo así: Persarum rex nos accersivit, ignarus quod apud me maior est sapientiae ratio quam auri. Vale; como si dijera: «el rey de los persas me envió a llamar, no sabiendo que yo estimo más la sabiduría que el oro». La cual materia si tomara entre manos Erasmo, o cualquier otro hombre de buena imaginativa y memoria como él, era poco para dilatarla una mano de papel.
¿Pero quién se atreviera a ejemplificar esta doctrina en el ingenio natural de san Pablo y afirmar que era hombre de grande entendimiento y poca memoria, y que no podía (con sus fuerzas) saber lenguas ni hablar en ellas con ornamento y policía, si él no dijera así: nihil me minus feccisse a magnis apostolis existimo, nam etsi imperitus sum sermone, sed non scientia; como si dijera: «yo bien confieso que no sé hablar, pero en ciencia y saber ningún apóstol de los grandes me hace ventaja». La cual diferencia de ingenio era tan apropriada para la publicación del Evangelio, que ninguna otra se podía elegir mejor. Porque ser el publicador elocuente y tener mucho ornamento de palabras no convenía, atento que la fuerza de los oradores de aquel tiempo se descubría en que hacían entender al auditorio las cosas falsas por verdaderas; y lo que el vulgo tenía recebido por bueno y provechoso, usando ellos de los preceptos de su arte, persuadían lo contrario, y defendían que era mejor ser pobre que rico, y estar enfermo que sano, y ser necio que sabio; y otras cosas que manifiestamente eran contra la vulgar opinión. Por la cual razón los llamaban los hebreos gevañin, que quiere decir engañadores. Lo mesmo le pareció a Catón el Mayor, y tuvo por peligrosa la estada de éstos en Roma, viendo que las fuerzas del imperio romano estaban fundadas en las armas, y éstos comenzaban ya a persuadir que era bien que la juventud romana las dejase y se diese a este género de sabiduría; y así, con brevedad los mandó luego desterrar de Roma y que no estuviesen más en ella.
Pues si Dios buscara un predicador elocuente y con ornamento en el decir, y entrara en Atenas o en Roma afirmando que en Jerusalén habían crucificado los judíos a un hombre que era Dios verdadero, y que había muerto de su propia y agradable voluntad por redimir los pecadores, y que resucitó al tercero día, y que subió a los cielos donde ahora está ¿qué había de pensar el auditorio sino que este tema era alguna estulticia y vanidad de aquellas que los oradores suelen persuadir con la fuerza de su arte? Por tanto, dijo san Pablo: non enim misit me Chtistus baptizare, sed evangelizare; non in sapientia verbi, ut non evacuetur crux Christi; como si dijera: «no me envió Cristo a baptizar sino a predicar, y no con oratoria, porque no pensase el auditorio que la cruz de Cristo era alguna vanidad de las que suelen persuadir los oradores». El ingenio de san Pablo era apropriado para este ministerio; porque tenía grande entendimiento para defender y probar, en las sinagogas y en la gentilidad, que Jesucristo era el Mesías prometido en la ley, y que no había que esperar otro ninguno. Y, con esto, era de poca memoria; por donde no pudo saber hablar con ornamento de palabras dulces y sabrosas. Y esto era lo que la publicación del Evangelio había menester.
Por esto no quiero decir que san Pablo no tuviese don de lenguas, sino que en todas hablaba de la manera que en la suya. Ni tampoco tengo entendido que, para defender el nombre de Cristo, bastaban las fuerzas de su grande entendimiento, si no estuviera de por medio la gracia y auxilio particular que Dios para ello le dio. Sólo quiero sentir que los dones sobrenaturales obran mejor cayendo sobre buena naturaleza, que si el hombre fuese de suyo torpe y nescio. A esto alude aquella doctrina de san Jerónimo, que trae en el proemio que hace sobre Isaías y Jeremías, preguntando qué es la causa que siendo el mesmo Espíritu Santo el que hablaba por la boca de Jeremías e Isaías, el uno proponga las cosas que escribe con tanta elegancia, y Jeremías apenas sabe hablar. A la cual duda responde que el Espíritu Santo se acomoda a la manera natural que tiene de proceder cada profeta, sin variarles la gracia su naturaleza ni enseñarles el lenguaje con que han de publicar la profecía. Y, así, es de saber que Isaías era un caballero ilustre, criado en corte y en la ciudad de Jerusalén, por la cual razón tenía ornamento y policía en el hablar; pero jeremías era nacido y criado en una aldea de Jerusalén que se llamaba Anatotites, basto y rudo en el proceder como aldeano; y de este mesmo estilo se aprovechó el Espíritu Santo en la profecía que le comunicó. Lo mesmo se ha de decir de las epístolas de san Pablo: que el Espíritu Santo presidía en él cuando las escribió, para que no pudiese errar; pero el lenguaje y manera de hablar era el natural de san Pablo, acomodado y proprio a la doctrina que escrebía, porque la verdad y la teología escolástica aborrecen la muchedumbre de palabras.
Con la teología positiva muy bien se junta pericia de lenguas y el ornamento y policía en hablar. Porque esta facultad pertenece a la memoria y no es más que un montón de dichos y sentencias católicas tomadas de los doctores sagrados y de la divina Escritura, y guardadas en esta potencia; como lo hace un gramático con las flores de los poetas Virgilio, Horacio, Terencio y de los demás autores latinos que lee, el cual, conociendo la ocasión de recitarlos, sale luego con un pedazo de Cicerón o de Quintiliano, con que muestra al auditorio su erudición. Los que alcanzan esta junta de imaginativa con memoria, y trabajan en recoger el grano de todo lo que ya está dicho y escrito en su facultad, y lo traen en conveniente ocasión con grande ornamento de palabras y graciosas maneras de hablar, es tanto lo inventado en todas las ciencias, que parece a los que ignoran esta doctrina que es grande su profundidad. Y realmente son muy someros, porque llegándolos a tentar en los fundamentos de aquello que dicen y afirman, descubren la falta que tienen. Y es la causa que con tanta copia de decir y con tanto ornamento de palabras no se puede juntar el entendimiento, a quien pertenece saber de raíz la verdad. Destos dijo la divina Escritura: ubi verba sunt plurima, ibi frequenter egestas; como si dijera: «el hombre que tiene muchas palabras, ordinariamente es falto de entendimiento y prudencia».
Los que alcanzan esta junta de imaginativa y memoria entran con grande ánimo a interpretar la divina Escritura, pareciéndoles que por saber mucho hebreo, mucho griego y latín, tienen el camino andado para sacar el espíritu verdadero de la letra. Y realmente van perdidos: lo uno, porque los vocablos del texto divino y sus maneras de hablar tienen otras muchas significaciones fuera de las que supo Cicerón en latín; lo otro, que a los tales les falta el entendimiento, que es la potencia que averigua si un espíritu es católico o depravado. Ésta es la que puede elegir (con la gracia sobrenatural), de dos o tres sentidos que salen de una letra, el que es más verdadero y católico.
Los engaños dice Platón que nunca acontescen en las cosas disímiles y muy diferentes, sino cuando ocurren muchas que tienen gran similitud. Porque si a una vista perspicaz le pusiésemos delante un poco de sal, azúcar, harina y cal, todo molido y cernido y cada cosa por sí ¿qué haría un hombre que careciese de gusto si con los ojos hubiese de conocer cada polvo de éstos sin errar, diciendo «esto es sal», «esto, azúcar», «esto, harina» y «esto, cal»? Yo no dudo sino que se engañaría, por la gran similitud que entre sí tienen estas cosas. Pero si el un montón fuese de trigo, otro de cebada, otro de paja, otro de tierra y otro de piedra, cierto es que no se engañaría en poner nombre a cada montón aunque tuviese poca vista, por ser cada uno de tan varia figura. Lo mesmo vemos que acontesce cada día en los sentidos y espíritus que dan los teólogos a la divina Escritura: que mirados dos o tres, a la primera muestra todos tienen apariencia de católicos y que consuenan bien con la letra, y realmente no lo son ni quiso el Espíritu Santo decir aquello.
Para elegir de estos sentidos el mejor y reprobar el malo, es cierto que no se aprovecha el teólogo de la memoria ni de la imaginativa, sino del entendimiento. Y, así, digo que el teólogo positivo ha de consultar al escolástico y pedirle que, de aquellos sentidos, le elija el que le pareciere mejor, si no quiere amanecer en la Inquisición. Por esta causa los herejes aborrecen tanto la teología escolástica y procuran desterrarla del mundo, porque distinguiendo, infiriendo, raciocinando y juzgando se viene a saber la verdad y descubrir la mentira.