Extracto de las notas del diario de Washington Irving: Visita a los lugares colombinos
Este extracto de su diario, traducido al español, es parte de lo anotado los días 12 y 14, y todo lo anotado el 13 de agosto de 1828.
El testimonio de este viajero romántico, refleja la vida cotidiana en los lugares colombinos (Moguer y Palos de la Frontera) del año 1828. Washington Irving fue a España para conocer sobre todo Andalucía, cuyas costumbres y formas de vida le fascinaron. Cuando escribe este relato en su diario reside en Sevilla y se acerca con el deseo de conocer los lugares en los que se gestó la aventura descubridora.
Martes, 12 de agosto de 1828
[editar]..............................................................................
Justo después de atardecer llegamos a Moguer. Esta pequeña ciudad, de momento aún conserva dicha categoría, está situada a una legua más o menos de Palos, de donde, según me han dicho, ha ido gradualmente absorbiendo o todos sus habitantes más importantes, de entre ellos a la familia de los Pinzones.
Tan alejado está este pequeño lugar de la alborotada y bulliciosa ruta de los viajeros y tan falto de lo ostentación y de las vanaglorias de este mundo, que mi calesa, al tintinear ruidosamente por sus estrechas y mal pavimentadas calles, causó una gran sensación; los chiquillos corrían y gritaban a su lado, asombrados con los llamativos adornos de estambre y bronce, mirando con reverencia al importante visitante que llegaba en tan suntuoso vehículo.
Me dirigí a la posada principal, cuyo propietario se encontraba a la puerta de la misma. Este hombre de tez clara, ojos azules y pelo rubio me pareció amabilísimo, y rápidamente se dispuso a hacer todo lo que estaba a su alcance para que yo me sintiera confortable. Solamente había una dificultad: en su establecimiento no había ni cama ni dormitorio. De hecho, aquello era únicamente una venta para muleros, los cuales acostumbran a dormir en el suelo con las mantas de las mulas como cama y los serones como almohada. La situación no era fácil al no existir otra posada mejor en la ciudad. Pocas personas son las que viajan por gusto o por curiosidad a estos lugares tan a tras mano de España, y aquéllos de cierta categoría que lo hacen, se hospedan por lo general en casas de particulares.
Por mi parte he viajado lo suficiente por España como para haber llegado a la conclusión de que, después de todo, una cama no es un artículo de indispensable necesidad. Ya estaba a punto de reservarme un tranquilo rincón de la venta donde extender mi capa, cuando afortunadamente hizo su aparición la mujer del posadero. No podía tener una disposición mejor que la de su marido pero, ¡Dios bendiga a las mujeres!, ellas siempre saben cómo llevar a cabo sus propósitos. En un momento quitaron unos trastos viejos de una pequeña habitación de dos por medio metro cuadrados, que servía de pasillo entre las cuadras y una especie de tienda-bar que había en la venta, y me aseguraron que iban a poner allí una cama para mí. De las deliberaciones que vi mantener a mi posadera con algunas de sus comadres vecinas, me dí cuenta que la cama iba a ser una especie de obra comunal llevada a cabo con las aportaciones de todos a fin de acreditar el establecimiento.
Tan pronto como me cambié de ropa, quise comenzar las investigaciones históricas motivo de mi viaje y pregunté por el domicilio de don Juan Hernández Pinzón. Mi servicial ventera se ofreció a llevarme y salí de la posada lleno de entusiasmo ante la idea de conocer a un descendiente directo de uno de los colaboradores de Colón.
Tras un corto paseo llegamos a una casa cuya apariencia era de lo más respetable, indicativo de una holgada, si no opulenta, situación económica. La puerta, como es habitual en los pueblos de España durante el verano, estaba completamente abierta. Entramos con el saludo o más bien con la llamada de costumbre: «Ave María».
Una aseada criada andaluza nos contestó y, después de preguntarle por el dueño, nos condujo a través de un pequeño patio, situado en el centro de la casa y refrescado por una fuente rodeada de flores, a una terraza trasera también llena de flores, donde don Juan Hernández estaba sentado con su familia, al fresco y disfrutando de aquella serena tarde.
Me gustó mucho el aspecto de don Juan. Es un venerable caballero ya de edad, alto, delgado, de tez clara y pelo gris. Me recibió cuando le conté que uno de los motivos de mi interés estaba en relación con su propia familia, ya que, al parecer, este honorable caballero no se ha preocupado demasiado por las hazañas de sus antepasados. Después de leer la carta de su hijo, se mostró muy sorprendido de que alguien viniera hasta Moguer con el único objeto de conocer el escenario de donde partió Colón.
Tomé asiento en el círculo familiar y pronto me sentí como si estuviera en mi propia casa. Generalmente la sincera hospitalidad de los españoles hace que los extranjeros nos encontremos rápidamente a gusto bajo sus techos. La mujer de don Juan es muy amable y educada, y posee además el ingenio característico de las mujeres españolas.
En el curso de la conversación me enteré que don Juan tiene setenta y dos años, y es el mayor de cinco hermanos, todos los cuales viven en Moguer o en sus alrededores prácticamente al mismo nivel de vida que sus antepasados en tiempos del descubrimiento. Esto concuerda con lo que yo previamente había oído sobre las familias de los descubridores. La de Colón fue una estirpe extraña que nunca echó raíces en la tierra y de la que no quedan descendientes directos; por el contrario la raza de los Pinzones continúa prosperando y multiplicándose en el suelo de sus mayores.
Estábamos todavía de conversación cuando entró un caballero que me fue presentado como don Luis Hernández Pinzón, el más joven de los hermanos de Don Juan. Parece tener entre cincuenta y sesenta años, es bastante robusto, de tez clara, pelo gris y con unas maneras abiertas y varoniles. Es el único de la actual generación que ha seguido la antigua profesión de la familia, habiendo servido con gran éxito como oficial de la Armada, de la cual se retiró al casarse, hace ahora veintidós años. También es el que se toma con más interés y afición los temas históricos de su casa, conservando todas las leyendas y documentos relativos a las hazañas y distinciones concernientes a sus antepasados; posee un volumen manuscrito sobre el tema que me ha ofrecido para que lo consultase. Me dice también don Luis, que lamentablemente murió el escribano de Palos, un estudioso de las cosas del pueblo, quien tenía muchos documentos relativos a su historia.
En ese momento de la conversación, don Juan expresó su deseo de que me alojara en su casa durante mi estancia en Moguer. Me excusé alegando que la buena gente de la posada se había tomado tanto interés y molestias para instalarme en su establecimiento que no me gustaría desilusionarles. El honorable y anciano caballero se comprometió a arreglarlo todo y, mientras se preparaba la mesa para la cena, fuimos juntos hasta la posada.
Allí nos encontramos con que mis serviciales anfitriones se habían esforzado hasta límites insospechados. Habían colocado una vieja mesa, a modo de somier, en un rincón de mi pequeña habitación y sobre ella habían hecho una cama de lujo o de ceremonias, que era la admiración de toda la casa. En conciencia no podía dar la impresión de que no apreciaba el triunfo del arte y del lujo que, aquella pobre gente había logrado con tan sincera y buena voluntad; así que rogué a don Juan que me dispensara de dormir en su casa, prometiéndole que puntualmente comería con él mientras permaneciera en Moguer. Como el anciano caballero comprendió mis motivos para declínar su invitación y además se sentía satisfecho por la actuación de los posaderos, llegamos fácilmente a un acuerdo.
Volvimos a casa de don Juan y cené con su familia. Estuvieron presentes parte de los hijos de don Juan y de sus hermanos. Oigo ruidos de puertas que se cierran. Las doncellas vienen a pedir las llaves.
Durante la cena don Juan se ha ofrecido a acompañarme mañana a visitar Palos y el Convento de La Rábida. Desayunaremos en el cortijo que él posee en las cercanías de Palos, donde también almorzaremos a la vuelta del Convento. Ha mandado razón a la Iglesia de Santa Clara para que el fraile estuviese en La Rábida por la mañana temprano.
Concluidos estos planes, me despedí por esta noche y me he vuelto a la posada muy contento.
Miércoles, 13 de agosto de 1828
[editar]He dormido perfectamente en la cama que, puedo afirmar, ha sido inventada exclusivamente para mí.
Esta mañana, a primera hora y con un día claro y radiante, he salido con don Juan Hernández en mi calesa hacia Palos. Al principio yo tenía miedo de que el voluntarioso y anciano caballero, en su deseo de agradarme, se hubiera levantado demasiado temprano y se fuera a exponer o unas fatigas excesivas para su edad, pero al comentarle este tema, se rió de mis perjuicios asegurándome que estaba acostumbrado a madrugar y a todo tipo de ejercicio tanto a pie como a caballo, ya que es un entusiasta deportista que, con frecuencia, pasa varios días de cacería en las montañas, viviendo en tiendas de campaña junto con sus sirvientes, caballos y provisiones. Efectivamente, aparenta ser hombre de costumbres activas y poseer un espíritu joven y vivaz. Su alegre estado de ánimo hizo que nuestro paseo mañanero fuera muy agradable y sus educados modales se hicieron patentes con cada uno de los campesinos que nos encontramos en el camino. Hasta el más humilde de ellos fue saludado con el apelativo de «caballero», señal de respeto siempre satisfactoria para el pobre pero orgulloso español, cuando es otorgada por un superior.
Como la marea estaba baja, fuimos por la playa que bordea el Tinto. El río quedaba a nuestra derecha y a nuestra izquierda había una serie de dunas entre las cuales sobresalían unos promontorios cubiertos por viñedos e higueras. La temperatura era suave, el aire ligero y tranquilo, y el paisaje relajante y alegre. Pasamos por los alrededores de Palos y nos dirigimos al cortijo que está situado entre el pueblo y el río.
El edificio es de baja altura, construido en piedra, bien blanqueado y muy grande. Uno de los extremos está acondicionado para residencia de verano con salones, dormitorios y una capilla particular, y el otro como bodega o almacén donde se guarda el vino producido en la finca. La hacienda cuenta con una destilería para fabricar aguardiente.
La casa está situada en una colina entre viñedos que pertenecen a los Pinzones y que cubren gran parte de lo que fuera el antiguo pueblo de Palos, convertido hoy en un pueblecito misérrimo. Detrás de estos viñedos, en la cresta de una distante colina, se ven las blancas paredes del Convento de La Rábida que se alza tras un sombrío pinar.
Por debajo del cortijo corre el río Tinto donde Colón embarcó. Una baja lengua de tierra o mejor dicho, la barra de Saltés, separa a dicho río, del Odiel con el que muy pronto mezcla sus aguas para desembocar juntos en el océano. Próxima a esta lengua de tierra, donde el canal del río es más profundo, estuvo anclada la escuadra de Colón y desde allí se hicieron a la mar la mañana de la partida.
La suave brisa que corría apenas si rizaba la superficie de este hermoso río, mientras que dos o tres pintorescas embarcaciones con grandes velas latinas, llamadas místicos, se deslizaban por él. Con un poco de imaginación se las podía comparar con las pequeñas carabelas de Colón partiendo para su arriesgada expedición mientras, a lo lejos, las campanas de la ciudad de Huelva tañían como ahora, saludando a los viajeros con un melodioso repique de despedida.
No puedo expresar cuáles han sido mis sensaciones al caminar por la misma orilla que una vez estuviera animada por el bullicio de lo partida y en cuyas arenas quedaron grabados las últimas pisadas de Colón. La sublime y solemne naturaleza del acontecimiento que después tuvo lugar, así como las aventuras y desventuras de aquellos que participaron en el mismo, llenaban mi mente de melancólicos sentimientos. Era como ver el escenario vacío y silencioso de una gran representación dramática cuando los actores han desaparecido. Las características del paisaje, tan hermoso y tranquilo, me tenían bajo su influjo y, conforme paseaba por la desierta orilla al lado de un descendiente de los descubridores, una serie de emociones embargaron mi corazón y mis ojos se llenaron de lágrimas.
Lo que me sorprendió fue no encontrar vestigio de puerto alguno. No hay ni muelle ni embarcadero: en la arena seca de la bajamar sólo se veía el erguido casco de una barcaza que, según me dijeron, hace el transporte de viajeros hasta Huelva. Aunque, indudablemente, Palos ha ido disminuyendo desde su primitivo tamaño, nunca ha podido ser importante ni en extensión ni en población. Si alguna vez hubo almacenes en la playa, éstos han desaparecido. Según me cuenta don Juan, el pueblo tiene unos pocos cientos de habitantes que viven principalmente del trabajo en el campo y en los viñedos. La raza de mercaderes y marineros ha desaparecido. No hay barcos que pertenezcan al pueblo ni queda actividad comercial excepto en el tiempo de la fruta y del vino, cuando unos pocos místicos y otras barcas ligeras anclan en el río para recoger la cosecha de la comarca. La gente es ignorante y hasta es probable que en su mayor parte ni siquiera conozca el nombre de América. Así es el lugar de donde partió la aventura del descubrimiento de todo el mundo occidental.
Volvimos al cortijo y desayunamos en un pequeño salón desde el que, en el horizonte y al borde del agua, se veían brillar las blancas casas de Huelva. La mesa estaba servida con suculentos productos de la tierra: uvas de moscatel, uvas negras del viñedo cercano, deliciosos melones del huerto y abundantes vinos obtenidos en la finca. El desayuno estuvo animado por las geniales maneras de mi hospitalario anfitrión que parece poseer la más envidiable alegría de vivir y la mayor sencillez de corazón.
Después de desayunar, partimos en la calesa para visitar el Convento de La Rábida que está como a media legua de distancia. El camino atravesaba las viñas y durante una parte del trayecto era un profundo arenal. El calesero se hacía cruces intentando comprender los motivos que podía tener un extranjero como yo para visitar un lugar como Palos, que él consideraba uno de los peores sitios del mundo entero. Este último esfuerzo a través de las arenas para llegar al viejo Convento de La Rábida le puso al límite de su comprensión. «¡Hombre¡, exclamó, ¡si es sólo una ruina¡». Don Juan se rió y le dijo que yo había hecho todo el camino desde Sevilla precisamente para ver esas viejas ruinas. El calesero hizo el típico ademán español de perplejidad: se encogió de hombros y se santiguó.
Ascendimos a una colina y tras bordear un sombrío pinar llegamos al Convento. Está situado en un lugar solitario, en la cima de un promontorio que mira al oeste y domina un amplio espacio de mar y tierra, bordeado por las montañas fronterizas de Portugal distantes aproximadamente unas ocho leguas. Desde el Convento no se ven los viñedos de Palos por taparlos el lúgubre pinar que he citado, el cual cubre una colina existente al este y da un tono oscuro al paisaje por aquella dirección. Me llamó la atención la presencia de una solitaria palmera entre los pinos.
No hay nada destacable en la arquitectura del Convento. En parte es gótico pero ha sido reparado con frecuencia y blanqueado de acuerdo con la general costumbre andaluza heredada de los moros, y ha perdido el venerable aspecto que podía esperarse de su antigüedad.
Nos bajamos en la misma puerta en la que Colón, como un pobre caminante en tierra extranjera, pidió pan y agua para su hijo. Por ello, pienso que mientras el Convento subsista, éste es un lugar que siempre despertará un emocionante interés. La entrada permanece claramente en el mismo estado de cuando aquella visita, aunque ya no hay portero a mano para satisfacer los deseos del caminante. Las puertas estaban abiertas de par en par y entramos en un pequeño patio, del cual, a través de un portal gótico, pasamos a la capilla sin que viéramos a ningún ser humano. Después atravesamos dos claustros con apariencia de abandono y ruina, igualmente vacíos y silenciosos. Por una ventana echamos un vistazo a lo que en su día había sido un jardín, pero al que también había llegado la desidia: sus muros estaban agrietados y destruidos, sólo algunos matorrales y un par de higueras desperdigadas eran las huellas que quedaban de anteriores cuidados.
A continuación pasamos a través de largas galerías donde todas las celdas estaban silenciosas y desiertas. Excepto un gato que furtivamente salió huyendo por un corredor al fondo, no vimos a nadie.
Por fin, después de recorrernos casi todo el edificio oyendo sólo el eco de nuestros propios pasos, llegamos a la puerta entreabierta de una celda por la que vimos a un monje escribiendo sobre una mesa. Se levantó y nos dió la bienvenida con suma cortesía, llevándonos ante su superior que estaba leyendo en la celda adyacente. Tanto uno como otro son bastantes jóvenes y junto con un novicio y un lego, que hace las veces de cocinero, constituyen toda la comunidad. Don Juan les dijo el objeto de mi visita y mi deseo de inspeccionar los archivos del Convento, para ver si había documentos relativos a la estancia de Colón entre estos muros. Nos comunicaron que los archivos habían sido totalmente destruidos por los franceses y que sólo les quedaba un sucinto memorial escrito por el fraile más joven, el cual había leído los archivos en profundidad, y en el que se recogen varios detalles relativos a las negociaciones de Colón en Palos, a su visita al Convento y a cuando su expedición se hizo a la mar. Sin embargo, por lo que se me dijo, me dio la impresión de que todo lo contenido en los archivos había sido sacado de Herrera y de otros conocidos autores.
El monje, muy hablador y elocuente, rápidamente pasó de su discurso sobre el tema de Colón a otro que él consideraba de mucho mayor interés: la milagrosa imagen de la Virgen que, conocida con el nombre de « Nuestra Señora de la Rábida », poseía el Convento. Nos contó la historia de la prodigiosa forma en la que había sido descubierta, enterrada en un lugar donde estuvo oculta durante siglos desde la conquista de España por los moros, y las numerosas disputas mantenidas con otros lugares de los alrededores por la posesión de la misma. También nos habló de la extraordinaria protección que había proporcionado a estos lugares, sobre todo en la prevención de la rabia tanto en los hombres como en los animales. Al parecer dicha enfermedad estaba tan extendida por la zona, que a este lugar se le llamaba de la Rabia, denominación que, gracias a la Virgen, no fue necesario seguir manteniendo. Leyendas y reliquias como éstas se encuentran en cualquier convento de España y son entusiásticamente descritas por los monjes y devotamente creídas por el pueblo llano.
Dos veces al año, el día de Nuestra Señora de la Rábida y el del Santo Patrono de la Orden, la soledad y el silencio del Convento se ven rotos por la llegada de una hormigueante multitud de gentes de Huelva, Moguer y de las llanuras y montañas de los alrededores. La amplia explanada con la cruz, que está situada delante del Convento, se convierte en una feria y el bosque adyacente hierve con la abigarrada muchedumbre mientras que la imagen de la Virgen es paseada en triunfante procesión.
A la vez que el fraile se extendía de esta manera acerca de los méritos y fama de la imagen, yo me distraía con los ensueños a los que soy tan aficionado. Como la decoración del Convento parece no haber cambiado durante siglos, me imaginaba que la celda donde estábamos podía ser la misma que habitara el fraile portero Juan Pérez de Marchena en los tiempos de la visita de Colón, ¿Por qué no podía ser aquella robusta mesa que tenía delante de mí la misma en la que el navegante desplegara sus hipotéticos mapas y expusiera sus teorías acerca de la ruta occidental a las Indias? Con un poco de imaginación adicional logré reunir un pequeño cónclave alrededor de la mesa: Juan Pérez, el fraile; García Fernández, el médico y Martín Alonso Pinzón, el intrépido navegante: todos oyendo con absorta atención a Colón, o las narraciones de algún viejo marinero de Palos acerca de las Islas vistas en la zona occidental del Océano.
Los frailes, hasta donde alcanzaban sus pobres medios y escasos conocimientos, estuvieron dispuestos a hacer cualquier cosa para que se cumpliera el objetivo de mi viaje. Me mostraron todo el edificio, el cual no tiene mucho de que vanagloriarse a no ser por las connotaciones históricas con él relacionadas.
La biblioteca se reducía a unos cuantos volúmenes llenos de polvo, casi todos sobre temas eclesiásticos, apilados descuidadamente en un rincón de una sala abovedada, muy interesante en sí misma. Está situada en la parte más antigua del Convento y se supone que formó parte de un templo en tiempos de los romanos, el cual, según el fraile, estaba dedicado a Proserpina, diosa a la que cada año se le sacrificaba una bella doncella.
Subimos a la azotea del Convento para disfrutar de la amplia vista que desde ella se domina. Inmediatamente debajo del promontorio donde está situado el Convento corre un estrecho río, aunque suficientemente profundo, llamado Domingo Rubio, que desemboca en el Tinto. Me dijo don Juan que en opinión de su hermano don Luis, es en este río donde los barcos de Colón fueron reparados y armados, al proporcionar un resguardo mejor que el Tinto y, además, no ser sus orillas tan profundas. La solitaria barca de un pescador estaba anclada en medio de la corriente y, no lejos, sobre un pequeño promontorio de arena, se veían las ruinas de una antigua torre vigía. Desde la azotea también divisamos los meandros del Odiel y del Tinto antes de unirse en la ría por la que Colón salió a la mar, la barra de Saltés, Huelva a lo lejos, las montañas de Portugal, el Océano con sus barcos, etc. El Convento, por su elevada y destacada situación, visible a una considerable distancia desde el mar, sirve de guía para los barcos que entran en estas costas. Por el lado opuesto se divisa un solitario camino a través de los pinos por el que el entusiasta portero del Convento, Fray Juan Pérez, partió a medianoche sobre su mula, camino del campamento de Fernando e Isabel en la Vega de Granada, para defender ante la reina el proyecto de Colón.
Habiendo terminado la visita al Convento nos preparamos para partir y fuimos acompañados hasta el portal por los dos frailes. Nuestro calesero trajo su ruidoso e inestable vehículo para que nos montáramos y, a la vista del mismo, uno de los frailes exclamó sonriendo: «¡Santa María, lo que faltaba por ver: una calesa ante la puerta del Convento de La Rábida¡», y en verdad, tan solitario y lejano se halla situado este viejo edificio y es tan simple el modo de vivir de las gentes de este rincón de España que incluso la presencia de una simple calesa puede ser motivo de asombro. Es curioso que fuera precisamente en un sitio así donde el plan de Colón encontrara inteligentes oyentes y audaces colaboradores después de haber sido rechazado casi con mofa y menosprecio por doctas universidades y espléndidas cortes.
En nuestro camino de regreso a la hacienda nos encontramos con don Rafael, el hijo pequeño de don Juan, un gallardo joven de veintiún años que, según me informó su padre, está actualmente estudiando francés y matemáticas. Venía en un brioso caballo tordo, vestido a la andaluza con chaquetilla corto y un pequeño sombrero redondo. Montaba airosamente y manejaba el caballo con gran maestría. Me gustó ver la llaneza y cariño con que don Juan trataba a su hijo, lo que me dio a pensar que don Rafael es su favorito. Además, por lo que entendí, es el único que comparte la afición a la caza del viejo caballero y el que le acompaña en sus excursiones.
La comida había sido preparada en lo finca por la mujer del capataz, la cual junto con su marido, parecía muy a gusto con la visita de don Juan y por la confianza y las ocurrentes respuestas que recibían del ingenioso caballero a cada una de las preguntas que ellos hacían. La comida se sirvió sobre las dos y, realmente, fue un agradable almuerzo. El vino y la fruta, que eran excelentes procedían de la finca mientras que el resto de las viandas venían de Moguer al ser el contiguo pueblo de Palos demasiado pobre para suministrar nada. Una agradable brisa del mar entraba por el zaguán y atemperaba el calor del verano. No recuerdo haber visto nunca un sitio más agradable que esta casa de campo de los Pinzones. Su situación sobre una ventilada colina a no gran distancia del mar, en un clima meridional, produce una temperatura deliciosa, ni frío en invierno ni calor en verano. Además domina un maravilloso paisaje y está rodeada por una espléndida naturaleza.
Por otra parte, en la zona abundan las diversiones: el río cercano proporciona numerosas ocasiones para practicar el deporte de la pesca tanto de día como de noche, así como para que los aficionados a navegar a vela hagan deliciosas excursiones por él. Durante la época de los trabajos del campo, especialmente en el alegre período de la vendimia, la familia pasa allí algún tiempo acompañada de numerosos huéspedes, asegurándome don Juan que no faltan las distracciones tanto terrestres como marítimas. Por lo que me dice, también la caza de liebres, conejos y perdices es muy abundante por estos contornos.
Cuando hubimos comido y dormido la siesta de acuerdo con la veraniega costumbre española, emprendimos el retorno a Moguer visitando las cuevas del río y el pueblo de Palos. Don Rafael se adelantó para hacerse con las llaves de la Iglesia y avisar al cura de nuestro deseo de consultar los archivos. Palos consta básicamente de dos calles de casas bajas y encaladas. Muchos de sus habitantes tienen un aspecto muy moreno que delata la mezcla de sangre africana que corre por sus venas.
Entrando en el pueblo, fuimos directos a la humilde casa del cura. Yo esperaba encontrarme con un personaje parecido al cura de Don Quijote que con astucia y conocimiento de su entorno, nos contara anécdotas de la parroquia y de las riquezas, antigüedades y eventos históricos del pueblo. Tal vez hubiese sido así en otra ocasión, pero desafortunadamente el cura era aficionado a los deportes campestres y le acababa de llegar la noticia de que había caza por los alrededores. Nos lo encontramos saliendo de su casa y en verdad que su aspecto era pintoresco. El hombre, que era bajo de estatura aunque ancho y fornido, había cambiado su sotana y su amplio sombrero clerical por la chaquetilla corta y el pequeño sombrero redondo de los andaluces y, cargado con su escopeta, estaba a punto de subirse a un borriquillo que le estaba sujetando una vieja y mustia criada. Temeroso de que le priváramos de su correría, en cuanto nos vió abordó a mi acompañante de la siguiente manera: «Dios le guarde, señor don Juan. He recibido su mensaje y sólo tengo una respuesta. Los archivos fueron todos destruidos, no hay resto de nada de lo que ustedes puedan buscar. Nada de nada, Don Rafael tiene la llave de la Iglesia donde pueden ustedes ver todo lo que deseen. Adiós, caballero». Con estas palabras el pequeño pero gallardo cura se montó en el burro, le golpeó los costillares con la culata de su escopeta y salió trotando hacia las colinas.
Yendo hacia la iglesia pasamos junto a las ruinas de lo que fuera una hermosa y espaciosa casa, de un tamaño muy superior a las del resto del pueblo. Según me dijo don Juan, era una antigua propiedad de su familia que, desde que se trasladaron a Moguer, había caído en ruina por falta de inquilino que la arrendara. Probablemente en tiempos de Colón fue la vivienda de Martín o de Vicente Yáñez Pinzón.
Llegamos a la Iglesia de San Jorge por el pórtico en el que Colón, por primera vez, hizo pública a los habitantes de Palos la orden de los soberanos que les obligaba a suministrarle barcos para su gran viaje del descubrimiento. El edificio ha sido recientemente muy restaurado por lo cual, dado lo sólido de la construcción, es presumible que permanecerá durante siglos como monumento en homenaje a los descubridores. Se levanta en las afuera s del pueblo, sobre una colina, mirando hacia un pequeño valle que llega hasta el río. En otra época anterior, esta iglesia fue una mezquita como lo prueban los restos de un arco árabe que aún se pueden ver en ella. Por encima de la Iglesia, en la cima de la colina, están las ruinas de un castillo moro.
Me detuve en el pórtico y me esforcé en recordar la curiosa escena que allí tuvo lugar cuando Colón, acompañado por el entusiasta Fray Juan Pérez, hizo que el escribano leyera la Orden Real, en presencia de los asombrados alcaldes, regidores y alguaciles. No es fácil llegar a imaginarse la consternación que debió provocar en este remoto y pequeño pueblo la súbita aparición de un extranjero portando una orden por la que los habitantes del lugar deberían poner sus personas y barcos a su disposición y echarse a la mar con él, camino de la desconocida inmensidad del Océano.
En el interior de la Iglesia no hay nada destacable excepto una imagen en madera de San Jorge venciendo al dragón, situada en el altar mayor y que es objeto de admiración de la gente sencilla de Palos, que la sacan en solemne procesión por las calles el día de su fiesta. La imagen ya existía en los tiempos de Colón pero ahora tiene un aspecto de renovada juventud y esplendor, debido a que ha sido recientemente pintada y dorada. El rostro del santo se ve singularmente lozano y brillante.
Una vez que terminamos la visita a la Iglesia, volvimos a tomar nuestros asientos en la calesa y retornamos a Moguer. Sólo me quedaba una cosa para completar los objetivos de mi peregrinación: visitar lo Iglesia del Convento de Santa Clara. Cuando Colón al regreso de su gran viaje se vio en peligro de perderse en una tormenta, hizo la promesa de pasar una noche en vela, rezando en dicho Iglesia, voto que no dudó en cumplir inmediatamente después que desembarcó.
Al llegar al pueblo nos encontramos a casi todos los hombres, algunos con capas, formando grupos en la plaza principal. Don Juan fue saludado por cada uno de ellos y a continuación mi amable y atento amigo me llevó al convento, el más opulento de Moguer, propiedad de una comunidad de veintiuna monjas de la Orden Franciscana. Me llamó la atención una monja que parecía mora. La iglesia es grande y está decorada con cierta riqueza sobre todo en la zona del altar mayor, la cual está adornada con los magníficos mausoleos de la valerosa familia de los Portacarrero, antiguos señores de Moguer, famosos durante la guerra contra los moros. La estatua en alabastro del más distinguido guerrero de la casa así como la de sus mujeres y hermanas están situadas, una al lado de otra, con las manos cruzadas, inmediatamente delante del altar mayor, mientras que las de los demás están colocadas en profundos nichos en las paredes laterales. Cuando entramos en el templo ya era noche cerrada, lo que hacía que la escena fuera aún más impresionante. El Interior estaba iluminado sólo por unas cuantas lámparas votivas cuyas débiles luces se reflejaban en los dorados del altar y en los marcos de los cuadros que nos rodeaban, reflejos que caían sobre las pétreas figuras de los guerreros y sus mujeres que dormían el eterno sueño de los siglos. La majestuosa mole central debía tener el mismo aspecto que cuando el piadoso descubridor llevó a cabo su vigilia, arrodillado ante el mismo altar, rezando y velando toda la noche para dar gracias por habérsele permitido completar este sublime descubrimiento.
Ahora que he visitado los diversos lugares relacionados con la historia de Colón, he cumplido el principal objetivo de mi viaje a estos lugares. Ha sido altamente satisfactorio el encontrarme con que algunos de ellos han sufrido pocos cambios a pesar del tiempo transcurrido. La verdad es que en este tranquilo rincón de España, tan alejado de los caminos principales, pocos son los cambios fundamentales que produce el paso del tiempo. Nada sin embargo me ha sorprendido y congratulado más que la estable continuidad de la familia Pinzón.
Después de visitar el Convento fuimos a la casa de don Juan donde nos encontramos con don José, un hijo de don Luis, que acababa de llegar de la sierra en donde había estado viendo una corrida de toros. Poco después llegó el propio don Luis con quien nos fuimos a su casa, una de las mejores del pueblo, para que me prestara el libro sobre su familia. Don Juan y Don Luis me hablan de la vuelta de Sevilla de un joven primo suyo, que temen no se adapte bien a la sencilla vida de Moguer tras haber conocido el esplendor y el lujo sevillano.
Más tarde me vine a la posada donde he tomado unas notas del libro de don Luis. En él he leído la afirmación de un viejo marinero según la cual Colón, en su ansia por forzar a los Pinzones para abandonar la empresa y volver a España, abrió fuego contra sus barcos. Como ellos continuaron, el Almirante se vió obligado a seguirles, debido a lo cual, dos días después, descubrió la Isla de la Española. Es evidente que si el viejo marinero hablaba sinceramente mezclaba en sus nebulosos recuerdos las disputas de la primera parte del viaje y el abandono que de la expedición hizo Martín Alonso Pinzón, llegando a descubrir Lucayos y Cuba, una vez Colón ya había descubierto la Española.
Don José Hernández Pinzón y Benítez, padre de don Juan y de don Luis, fue Alférez Mayor y Regidor Perpetuo de la Ciudad de Moguer, y en 1777 obtuvo el Real Privilegio de Hidalguía y el reconocimiento oficial de ser descendiente de los descubridores de América.
Oigo ruidos de muleros que vuelven de una corrida de toros. Duermo profundamente.
Jueves, 14 de agosto de 1828
[editar]Amaneció un día frío y con viento. Por la mañana visité de nuevo la iglesia de Santa Clara con don Juan.
Después tuve la oportunidad de ver el interior de casi todas las casas de los miembros de la familia Pinzón. Al manifestar mi deseo de conocer los restos del castillo moro, en otro tiempo la ciudadela de Moguer, don Juan se empeñó en enseñarme una torre de dicho castillo que utilizó como bodega uno de sus familiares, y mientras buscábamos la llave de la misma fuimos de casa en casa visitando a la mayoría de sus parientes. Todos parecen vivir de forma tranquila sin los agobios y frivolidades de la vida; una felicidad sustentada por la amabilidad y cordialidad de sus costumbres familiares.
Casi siempre nos encontramos a las mujeres de la familia sentadas entre las flores del patio central de sus casas, bajo la sombra de los toldos. Aquí en Andalucía, las mujeres tienen la costumbre de pasar las mañanas haciendo labores, rodeadas de sus doncellas, en el más primitivo o, mejor dicho, oriental estilo.
Debajo del balcón principal de algunas de las casas vi colgado en un cuadro enmarcado el escudo de armas otorgado a la familia por Carlos V. Sobre la puerta de la casa de don Luis, el oficial de marina, está el escudo grabado en estuco y coloreado. En el escudo de los Pinzones se ven tres carabelas en el mar, con una mano en cada una de ellas señalando la primera tierra descubierta, «orlado» todo el conjunto con «anclas y corazones».
En estos días he recogido muchas noticias acerca de la familia de los Pinzones, sobre todo en mis conversaciones con don Juan y en el libro que me prestó don Luis. De todo lo que he aprendido parece claro que en los casi tres siglos y medio transcurridos, poco ha cambiado en las condiciones sociales de esta familia. De generación en generación han mantenido el mismo nivel social y buena fama entre sus vecinos, ocupando los cargos públicos de confianza y prestigio, y ejerciendo una gran influencia en el pueblo por su buen sentido y comportamiento. Qué raro es ver este ejemplo de estabilidad de fortuna en este mundo fluctuante, y qué realmente estimable es esta respetabilidad heredada, que no está basada ni en títulos ni en mayorazgos sino que está perpetuada exclusivamente por la calidad de la raza. Los más ilustres descendientes de las más altas alcurnias, nunca merecerán para mí, el mismo sincero respeto y la cordial consideración con las que he contemplado a esta firme y perdurable familia, que lleva tres siglos y medio manteniéndose exclusivamente por sus virtudes.
Como yo debía partir para Sevilla antes de las dos, entre las doce y la una tuvimos una comida de despedida en casa de don Juan. A la mesa estábamos don Juan, su hijo don Rafael, un clérigo, la señora Pinzón, una hija suya y yo mismo. Comimos pescado, etc.. buena fruta y un delicioso melón. Al terminar me despedí de ellos con sincero pesar.
El anciano y digno caballero con la cortesía o, mejor dicho, con la cordialidad de un auténtico español, me acompañó hasta la posada para verme partir.
Al llegar a la venta vimos a un joven jinete español. Estaba montado en un excelente caballo tordo y ataviado con un sombrero redondo y blanco, con una ancha faja satinada y una escarapela; también llevaba chaquetilla corta, pantalón de color abotonado, polainas. etc.
Aunque había gastado muy poco dinero en la posada, gracias a la hospitalidad de los Pinzones, el orgullo español de mis posaderos parecía satisfecho por el hecho de que yo hubiera preferido la humilde habitación y el exiguo lecho que ellos me habían proporcionado, a la espaciosa mansión de don Juan. Cuando les agradecí sus amabilidades y atenciones, y le dí al posadero unos cuantos de mis cigarros preferidos, el corazón del pobre hombre parecía que le iba a estallar. Me sujetó con ambas manos y me dio su bendición de despedida, yéndose a continuación hasta el calesero para encargarle que tuviera especial cuidado de mí durante el viaje.
Me despedí calurosamente de mi buen amigo don Juan quien no había remitido sus atenciones hacia mí hasta el último momento, e inicié mi viaje de vuelta sumamente satisfecho de mi visita y lleno de cariñosos y agradecidos sentimientos hacia Moguer y sus hospitalarios habitantes.
................................................................................