Fórmulas salvadoras

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Escritos de juventud
Fórmulas salvadoras

de José María de Pereda

«Cada maestrillo tiene su librillo», dice el refrán, y es la pura verdad.

Por eso han hecho muy mal los que, sin más que observar atentamente la marcha que lleva la situación septembrina, han dicho resueltamente: «Esto va al abismo».

Aprensiones. Yo tengo muy presente siempre el atinado parecer de aquel que, viendo rodar a un prójimo por la escalera, se abstuvo intencionadamente de tenderle una mano que pudo haberle salvado.

-Él se entenderá -decía inalterable.

Eso mismo he dicho yo con respecto a los traspiés de la revolución, aun enfrente de los desaciertos de Figuerola, o séase a dos dedos de la bancarrota.

-Ellos se entenderán.

Y, felizmente, no he tenido que arrepentirme.

Los destinos más importantes han andado a merced de una esquelita de recomendación para tal o cual ministro; haberse batido en una barricada, o siquiera haber estado en ella, constituía el mejor título de capacidad para el desempeño del cargo más delicado; se ha visto hacer un juez de un boticario, y si no se han fabricado obispos con madera de voluntarios de la Libertad, es porque la carrera de la Iglesia no anda en boga entre la gente revolucionaria; se ha visto a un padre de la patria hacer un héroe de un corruptor de la disciplina militar, y pedir una pensión para la familia que dejó huérfana a aquel ser sorprendido en flagrante delito; otro ha pedido últimamente a las Cortes que se abone a los sargentos y cómplices que asesinaron a los valientes y leales jefes del cuartel de San Gil las pagas correspondientes al tiempo que estuvieron en la emigración a consecuencia de su hazaña; se ha visto...; hombre, lo que es por ver, puede haberse visto, como diría Caltañazor, a Montpensier comiendo pisto, si se ha querido mirar desde septiembre acá; no contando el tercer entorchado y la cruz de San Hermenegildo del general Prim, ni la liquidación de la Caja de Depósitos, ni la capacitación decapitada, ni los bolsistas arruinados por la claridad de los empréstitos de Figuerola, ni las declaraciones ortodoxas de Súñer y comparsa..., ni el proyecto de presupuesto de 3.000 millones, presentado a las Cortes por el hacendista de la revolución.

«Ellos se entenderán». Y así era.

Tras de tantos desaciertos, se escribió un proyecto de Constitución, que así se ajustaba al carácter del país como a los cerros de Úbeda.

El proyecto se discutió, y, aprobado casi ad pedem literae, llegó a ser tan Constitución como la más soplada de sus seis hermanas.

A pesar de esto, no se traslucía mayormente la solución que el pueblo español aguarda para salir de apuros y de necesidades. Yo, sin embargo, seguía diciendo:

«Ellos se entenderán».

Y, al cabo, se descubrió el misterio y la luz se hizo.

Parece ser que se están confeccionando unas plumitas de plata con cabos de marfil, con el objeto de dar una de ellas a cada diputado constituyente para que firme la Constitución y guarde después el regalo como un tesoro que pueda legarse de padres a hijos.

Esto ya es algo de luz.

Después, se guardarán tres días de fiesta para solemnizar el acto de la promulgación.

Esto no deja tampoco de ser luminoso.

Y acudirán a Madrid los presidentes de las diputaciones provinciales.

Y un individuo de cada Ayuntamiento.

Y un oficial de cada batallón de voluntarios.

Y muchos más señores. Tantos, que no han de hallarse con holgura en las estrecheces de la ex coronada.

Los ferrocarriles, que no deben ser menos patriotas que los diputados constituyentes, bajarán las tarifas para el transporte de las comisiones, a cuyos pueblos no se preguntará antes si están muriéndose de hambre, o si tienen obligaciones inexcusables que llenar con lo que han de gastarse en Madrid y en el camino los invitados para la solemnidad nacional.

Esto no es poco.

Y se inaugurará un Panteón de hombres grandes, por iniciativa de Ruiz Zorrilla, que ya es autoridad en la materia.

Esto es magnífico.

Pero lo más grande es la fórmula decretada para jurar la Constitución aquellos señores y cuantos tengan el deber o la voluntad de hacerlo.

Lo mismo que de sus templos, de esa fórmula se ha arrojado a Dios.

Y no podía suceder otra cosa habiendo concurrido a la obra magna doctores como Garía Ruiz y Capdevila, que están cordialmente reñidos con semejante monserga.

Cada individuo jurará por su conciencia y por su honor, y por su religión el que la tenga, acatar los preceptos constitucionales; y si falta a su juramento, se lo demandarán la práctica y la conciencia, y no Dios, como antes sucedía.

Aparte de la deferencia a los materialistas del Congreso que esta prudente distinción revela, la fórmula es admirable desde otro punto de vista.

Por la cruz de su espada y por los Santos Evangelios han jurado muchas veces defender y conservar lo que luego han atropellado más de dos personajes que han tomado parte en la flamante obra constitucional, no obstante haber consentido en que se lo demandase Dios si llegasen a ser perjuros.

Sabios de la talla de Robert y Díaz Quintero nos han demostrado después acá que eso de Dios es una patraña.

Nada más justo, por tanto, que sustituirle con otro juez más respetable: la conciencia y la práctica; porque es evidente que deben pagarse mucho de ambas cosas los que en menos tienen a Jesucristo y consideran a su Eterno Padre como una plaga semejante a la tisis.

Así, pues, cuando el país vea que Prim, que Serrano, que Topete, que Olózaga y tantos otros juran según la nueva fórmula guardar la Constitución que ha de regirnos, si Dios no lo remedia, no podrá menos de exclamar:

-Ahora va de veras.

Porque ya no temerá que este juramento se infrinja como tantos otros.

Y echando luego una mirada sobre las bases constitucionales, según las que se hace de un golpe casi rey al pueblo, aunque enfrente se halle con un Figuerola, que es tanto como si se hallara con la estampa de la miseria y de la anarquía, creerá a puño cerrado que ha caído sobre la franja y que le llueven ochentinas y tortas de mazapán.

Para que la ilusión sea más completa y permanente, la sabia previsión del Poder ejecutivo ha dispuesto ya que todas las lápidas que antes decían «Plaza de la Constitución» a secas, digan en adelante «Plaza de la Constitución democrática de 1869», con lo que se demuestra, además, que no era tan descabellado el apéndice del Toboso que ponía Don Quijote a cada Dulcinea que trazaba su dedo sobre la arena en las estrofas que dedicaba en sus austeras soledades a la señora de sus pensamientos.

Conque ¿no tenía razón de decir, al ver a los hombres septembrinos darse de cabezadas por la escalera del Poder: «Ellos se entienden»?

Y vaya si se entienden los angelitos.

La lástima será que no les dure.



(De El Tío Cayetano, núm. 29.)

6 de junio de 1869.