Fabla salvaje/I

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I

Balta Espinar levantose del lecho y, restregándose los adormilados ojos, dirigiose con paso negligente hacia la puerta y cayó al corredor. Acercose al pilar y descolgó de un clavo el pequeño espejo. Viose en él y tuvo un estremecimiento súbito. El espejo se hizo trizas en el enladrillado pavimento, y en el aire tranquilo de la casa resonó un áspero y ligero ruido de cristal y hojalata.

Balta quedose pálido y temblando. Sobresaltado volvió rápidamente la cara atrás y a todos lados, como si su estremecimiento hubiérase debido a la sorpresa de sentir a alguien agitarse furtivamente en torno suyo. A nadie descubrió. Enclavó luego la mirada largo rato en el tronco del alcanfor del patio, y tenues filamentos de sangre, congestionada por el reciente reposo, bulleron en sus desorbitadas escleróticas y corrieron, en una suerte de aviso misterioso, hacia ambos ángulos de los ojos asustados. Después miró Balta el espejo roto a sus pies, vaciló un instante y lo recogió. Intentó verse de nuevo el rostro, pero de la luna solo quedaban sujetos al marco uno que otro breve fragmento. Por aquestos jirones brillantes, semejantes a parvas y agudísimas lanzas, pasó y repasó la faz de Balta, fraccionándose a saltos, alargada la nariz, oblicuada la frente, a retazos los labios, las orejas disparadas en vuelos inauditos...Recogió algunos pedazos más. En vano. Todo el espejo habíase deshecho en lingotes sutiles y menudos y en polvo hialoideo, y su reconstrucción fue imposible.

Cuando tornó al hogar Adelaida, la joven esposa, Balta la dijo,con voz de criatura que ha visto una mala sombra: –¿Sabes? He roto el espejo. Adelaida se demudó. –¿Y cómo lo has roto? ¡Alguna desgracia! –Yo no sé cómo ha sido, de veras...Y Balta se puso rojo de presentimiento.

Atardeció. Sentose él a la mesa para la comida en el corredor.Desde el poyo contemplaba Balta, con su viril dulcedumbre andina, el cielo, un cielo rosado y apacible de julio, que adoselaba con variantes profundas los sembríos de las lejanas quintas de la banda. Por sobre la rasante del huerto emergía la briosa cabeza castaña de "Rayo", el potro favorito y mimado de Balta. Mirole este, y el corcel reposó un momento sus grandes pupilas equinas en su amo, hasta que una gallina del bardal turbó el grave silencio de la tarde, lanzando un cántico azorado y plañidero. –¡Balta! ¿Has oído? –exclamó sobresaltada Adelaida, desde la cocina. –Sí... Sí he oído. Qué gallina más zonza. Parece que ha sido la "pulucha". –Jesús! ¡Dios me ampare! Qué va a ser de nosotros... Y Adelaida irrumpió en la puerta de la cocina, mirando ávidamente hacia el lado del gallinero."Rayo" entonces relinchó medrosamente y paró la oreja. –Es necesario comerla –dijo Balta, poniéndose de pie–.Cuando canta una gallina, mala suerte, mala suerte... Para que muera mi madre, una mañana, muchos días antes de la desgracia,cantó una gallina vieja, color de habas, que teníamos. –¿Y el espejo, Balta? ¡Ay Señor! Qué va a ser de nosotros...Adelaida sentose en el otro poyo, llevó ambas manos al rostro y se echó a sollozar. Silenciosamente lloraba. El marido estuvo meditando y callado algunos minutos.

Esposos felices hasta entonces. Muchacho aún, él adoraba tiernamente a su mujercita. Pálido, anguloso, de sana mirada agraria, diríase vegetal, y lapídea expresión en el vivaz continente, alto, fuerte y alegre siempre, Balta pasó su luna de miel lleno de delicias, rebosante de ilusión y muy confiado en los años futuros del hogar. Era agricultor. Era un buen campesino,más de la mitad oscuro aldeano de las campiñas. Adelaida era una dulce chola, riente, lloradora, dichosa en su reciente curva de esposa, y pura y amorosa para su caro varón.

Adelaida, además, era una verdadera mujer de su casa. Con el cantar del gallo se levantaba, casi siempre sin que la sintiera el marido; con suma cautela, callada persignábase, rezaba en voz baja su oración matinal, y a la húmeda luz de la aurora que acuchilladas penetraba por las rendijas de las ventanas, atravesaba de puntillas con sus zapatos llanos el largo dormitorio y salía. A la hora en que Balta abandonaba el lecho, ya Adelaida había ido a acarrear agua del chorro de la esquina, en sus dos grandes cántaros, el tiznado y el vidriado, que cabían por uno y medio delos corrientes. ¡Cuántos años tenía Adelaida aquellos cántaros! Se los regaló su tía abuela materna, doña Magdalena, cuando Adelaida era criatura, en gratitud al cariño y apasionada asistencia con que solía acompañarla día y noche, en su vejez achacosa y solitaria. A su vez, a la donante viejecita habíanle sido comprados y obsequiados por el tío Samuel, el día en que doña Magdalena, siendo aún señorita, obtuvo el honor de ingresar a la Sagrada Asociación del Corazón de Jesús del lugar, congregación de gran tono, formada solo por la gente visible de la aldea.

El cántaro que Adelaida nombraba el tiznado no tenía en verdad nada en sí de excepcional, sino era los años de servicio y su tradición gentilicia. En cambio, el vidriado tenía un mérito originalísimo y fantástico. Ello es que un día, cuando tales vasijas pertenecían a la abuela aún, Adelaida, que apenas tenía siete años, fue a traer agua de la poza en el vidriado. Bien lo recordaba Adelaida. No podía llevar los dos cántaros, porque era muy pequeña y se habría caído con ellos. La siguió "Picaflor", la faldera, blanca y sedosa. De repente, ingresado el cántaro al fondo de la oscura compuerta para colmarse, pasaron por allí algunos perros en encelada caravana; "Picaflor" entropose a ellos, y alejándose fue hasta perderse en la próxima esquina, a despecho de las llamadas y amonestaciones de Adelaida. Cuando volvió, el animal enardecido acezaba y gruñía. Al acercarse a la niña, pareció irritarse más, empezó a escarbar furiosamente con las patas traseras y desnudó los finos colmillos y las rojas encías,despidiendo rencor por todas las comisuras y contracciones de su máscara. Ladró, enfureciéndose más y más. Adelaida la llamaba: "¡Picaflor! To... To... ¡Picaflor!". Y la can ingrata jadeaba sofocada, parapetada en una piedra, pronta al mordisco; algunas veces husmeaba agitadamente el suelo, buscando, echando de menos algo, con amoroso ahínco. Después volvía a Adelaida el hocico amenazador, y hasta hubo momentos en que saltaba e hincaba los dientes en el traje. La niña se puso a llorar, asiéndose a unos rocosos y grandes pedruscos y pateando inocentemente a la bestia rabiosa.

El torrente seguía resonando en la oscura gruta.

De improviso "Picaflor" frunció las ventanillas de la nariz y las hizo latir con creciente alborozo y con no sé qué mohín cordial en sus ojillos húmedos, color de bilis muerta. Dejó bruscamente de ladrar, fue acercándose al borde de la compuerta, y he allí que, como llamada por invisible mano, metió toda la cabeza dentro de la sombría profundidad, lamió adentro la vaga figura del vidriado y empezó a mover el rabo con loco regocijo. Volvió de un salto hacia Adelaida y, encabritándose ante ella, dobló las manitos esclavas, como pidiendo perdón, y lamía los desnudos y tostados brazos de su pequeña ama, con su ciego y jubiloso cariño de animal que reconoce a su dueño...