Fabla salvaje/VIII

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VIII

Por la tarde de aquel mismo día, en la casa de la aldea, Adelaida, ignorante aún del espantoso fin de su marido, yacía en el lecho, descarnada y llorando. Doña Antuca, sentada en el umbral del dormitorio, velaba el sueño del nieto, que acababa de nacer esa mañana. El niño, de vez en vez, sobresaltábase sin causa y berreaba dolorosamente.

Un cirio que ardía ante el ara empezó a chorrearse; su pabilo giraba a pausas y en círculo, chisporroteando, y, cuando la mano trémula de la abuela fue a despavesarlo y a arreglarlo, hallolo mirando largamente a la puerta que permanecía entornada al corredor. Llorando salía por allí la triste lumbre religiosa, hincábase a duras penas en los fríos pañales del poniente y ganaba por fin hacia lo lejos.

Era el mes de marzo y empezó a llover.

FIN