Facundo (1874)/Capítulo VI
Capítulo VI
La Rioja
By little and little the scanty vegetation languishes and dies; and mosses disappear,
and a red-burning hue succeeds.
Roussel.
Palestine
El Comandante De Campaña
En un documento tan antiguo como el año de 1560, he visto consignado el nombre de Mendoza con este aditamento: Mendoza del valle de La Rioja. Pero La Rioja actual es una provincia argentina que está al norte de San Juan, del cual la separan varias travesías, aunque interrumpidas por valles poblados. De los Andes se desprenden ramificaciones que cortan la parte occidental en líneas paralelas, en cuyos valles están Los Pueblos y Chilecito, así llamado por los mineros chilenos que acudieron a la fama de las ricas minas de Famatina. Más hacia el Oriente se extiende una llanura arenisca, desierta y agostada por los ardores del sol, en cuya extremidad norte, y a las inmediaciones de una montaña cubierta hasta su cima de lozana y alta vegetación, yace el esqueleto de La Rioja, ciudad solitaria, sin arrabales, y marchita como Jerusalén, al pie del Monte de los Olivos. Al sur y a larga distancia, limitan esta llanura arenisca los Colorados, montes de greda petrificada, cuyos cortes regulares asumen las formas más pintorescas y fantásticas: a veces es una muralla lisa con bastiones avanzados; a veces créese ver torreones y castillos almenados en ruinas. Ultimamente, al sudeste y rodeados de extensas travesías, están los Llanos, país quebrado y montañoso, a despecho de su nombre, oasis de vegetación pastosa, que alimentó en otro tiempo millares de rebaños.
El aspecto del país es por lo general desolado, el clima abrasador, la tierra seca y sin aguas corrientes. El campesino hace represas para recoger el agua de las lluvias y dar de beber a sus ganados. He tenido siempre la preocupación de que el aspecto de Palestina es parecido al de La Rioja, hasta en el color rojizo u ocre de la tierra, la sequedad de algunas partes, y sus cisternas; hasta en sus naranjos, vides e higueras de exquisitos y abultados frutos, que se crían donde corre algún cenagoso y limitado Jordán. Hay una extraña combinación de montañas y llanuras, de fertilidad y aridez, de montes adustos y erizados, y colinas verdinegras tapizadas de vegetación tan colosal como los cedros del Líbano. Lo que más me trae a la imaginación estas reminiscencias orientales es el aspecto verdaderamente patriarcal de los campesinos de La Rioja. Hoy, gracias a los caprichos de la moda, no causa novedad el ver hombres con la barba entera, a la manera inmemorial de los pueblos de Oriente; pero aún no dejaría de sorprender por eso la vista de un pueblo que habla español y lleva y ha llevado siempre la barba completa, cayendo muchas veces hasta el pecho; un pueblo de aspecto triste, taciturno, grave y taimado; árabe, que cabalga en burros, y viste a veces de cueros de cabra, como el ermitaño de Enggaddy. Lugares hay en que la población se alimenta exclusivamente de miel silvestre y de algarroba, como de langostas San Juan en el desierto. El llanista es el único que ignora que es el ser más desgraciado, más miserable y más bárbaro; y gracias a esto, vive contento y feliz cuando el hambre no le acosa.
Dije al principio que había montañas rojizas que tenían a lo lejos el aspecto de torreones y castillos feudales arruinados; pues para que los recuerdos de la Edad Media vengan a mezclarse a aquellos matices orientales, La Rioja ha presentado por más de un siglo, la lucha de dos familias hostiles, señoriales, ilustres, ni más ni menos que en los feudos italianos donde figuran Ursinos, Colonnas y Médicis. Las querellas de Ocampos y Dávilas forman la historia culta de La Rioja. Ambas familias antiguas, ricas, tituladas, se disputan el poder largo tiempo, dividen la población en bandos, como los güelfos y gibelinos, aun mucho antes de la Revolución de la Independencia. De estas dos familias ha salido una multitud de hombres notables en las armas, en el foro y en la industria; porque Dávilas y Ocampos trataron siempre de sobrepasarse por todos los medios de valer que tiene consagrados la civilización. Apagar estos rencores hereditarios entró no pocas veces en la política de los patriotas de Buenos Aires. La logia de Lautaro llevó a las dos familias a enlazar un Ocampo con una señorita Doria y Dávila, para reconciliarlas. Todos saben que ésta era la práctica en Italia; pero Romeo y Julieta fueron aquí más felices. Hacia los años 1817 el Gobierno de Buenos Aires, a fin de poner término también a los odios de aquellas casas, mandó un gobernador de fuera de la provincia, un señor Barnachea, que no tardó mucho en caer bajo la influencia del partido de los Dávilas, que contaban con el apoyo de D. Prudencio Quiroga, residente en los Llanos y muy querido de los habitantes, y que a causa de esto fue llamado a la ciudad, y hecho tesorero y alcalde. Nótese que aunque de un modo legítimo y noble, con D. Prudencio Quiroga, padre de Facundo, entra ya la campaña pastora a figurar como elemento político en los partidos civiles. Los Llanos, como ya llevo dicho, son un oasis montañoso de pasto, enclavados en el centro de una extensa travesía: sus habitantes, pastores exclusivamente, viven en la vida patriarcal y primitiva que aquel aislamiento conserva toda su pureza bárbara y hostil a las ciudades. La hospitalidad es allí un deber común; y entre los deberes del peón entra el defender a su patrón en cualquier peligro aun a riesgo de su vida. Estas costumbres explicarán ya un poco los fenómenos que vamos a presenciar.
Después del suceso de San Luis, Facundo se presentó en los Llanos revestido del prestigio de la reciente hazaña y premunido de una recomendación del Gobierno. Los partidos que dividían La Rioja no tardaron mucho en solicitar la adhesión de un hombre que todos miraban con el respeto y asombro que inspiran siempre las acciones arrojadas. Los Ocampos, que obtuvieron el gobierno en 1820, le dieron el título de Sargento Mayor de las Milicias de los Llanos, con la influencia y autoridad de Comandante de Campaña.
Desde este momento principia la vida pública de Facundo. El elemento pastoril, bárbaro, de aquella provincia, aquella tercera entidad que aparece en el sitio de Montevideo con Artigas, va a presentarse en La Rioja con Quiroga, llamado en su apoyo por uno de los partidos de la ciudad. Este es un momento solemne y crítico en la historia de todos los pueblos pastores de la República Argentina: hay en todos ellos un día en que por necesidad de apoyo exterior, o por el temor que ya inspira un hombre audaz, se le elige Comandante de Campaña. Es éste el caballo de los griegos, que los Troyanos se apresuran a introducir en la ciudad.
Por este tiempo ocurría en San Juan la desgraciada sublevación del número 1 de los Andes, que había vuelto de Chile a rehacerse. Frustrados en los objetos del motín, Francisco Aldao y Corro, emprendieron una retirada desastrosa al norte, a reunirse a Güemes, caudillo de Salta. El general Ocampo, gobernador de La Rioja, se dispone a cerrarles el paso, y al efecto convoca todas las fuerzas de la provincia, y se prepara a dar una batalla. Facundo se presenta con sus llanistas. Las fuerzas vienen a las manos, y pocos minutos bastaron al número 1 para mostrar que con la rebelión no había perdido nada de su antiguo brillo en los campos de batalla. Corro y Aldao se dirigieron a la ciudad, y los dispersos trataron de rehacerse dirigiéndose hacia los Llanos, donde podían aguardar las fuerzas que de San Juan y Mendoza venían en persecución de los fugitivos. Facundo en tanto abandona el punto de reunión, cae sobre la retaguardia de los vencedores, los tirotea, los importuna, les mata y hace prisioneros a los rezagados. Facundo es el único que está dotado de vida propia, que no espera órdenes, que obra de su propio motu. Se ha sentido llamado a la acción, y no espera que lo empujen. Más todavía, habla con desdén del Gobierno y del General, y anuncia su disposición de obrar en adelante según su dictamen, y de echar abajo al Gobierno. Dícese que un Consejo de los principales del ejército instaba al general Ocampo para que lo prendiese, juzgase y fusilase; pero el general no consintió en ello, menos acaso por moderación que por sentir que Quiroga era ya, no tanto un súbdito, cuanto un aliado temible.
Un arreglo definitivo entre Aldao y el Gobierno dejó acordado que aquél se dirigiera a San Luis, por no querer seguir a Corro, proveyéndole el Gobierno de medios hasta salir del territorio por un itinerario que pasaba por los Llanos. Facundo fue encargado de la ejecución de esta parte de lo estipulado, y regresó a los Llanos con Aldao. Quiroga lleva ya la conciencia de su fuerza; y cuando vuelve la espalda a La Rioja, ha podido decirle en despedida: "¡ay de ti, ciudad! En verdad os digo que dentro de poco no quedará piedra sobre piedra."
Aldao, llegado a los Llanos y conociendo el descontento de Quiroga, le ofrece cien hombres de línea para apoderarse de La Rioja, a trueque de aliarse para futuras empresas. Quiroga acepta con ardor, encamínase a la ciudad, la toma, prende a los individuos del Gobierno, les manda confesores y orden de prepararse para morir. ¿Qué objeto tiene para él esta revolución? Ninguno: se ha sentido con fuerzas: ha estirado los brazos, y ha derrocado la ciudad. ¿Es culpa suya?
Los antiguos patriotas chilenos no han olvidado sin duda las proezas del sargento Araya de Granaderos a caballo; porque entre aquellos veteranos la aureola de gloria solía descender hasta el simple soldado. Contábame el presbítero Meneses, cura que fue de los Andes, que después de la derrota de Cancha Rayada, el sargento Araya iba encaminándose a Mendoza con siete granaderos. Ibasele el alma a los patriotas al ver alejarse y repasar los Andes a los soldados más valientes del ejército, mientras que Las Heras tenía todavía un tercio bajo sus órdenes, dispuesto a hacer frente a los españoles. Tratábase de detener al sargento Araya; pero una dificultad ocurría. ¿Quién se le acercaba? Una partida de sesenta hombres de milicias estaba a la mano; pero todos los soldados sabían que el prófugo era el sargento Araya, y habrían preferido mil veces atacar a los españoles, que a este león de los Granaderos. D. José María Meneses, entonces, se adelanta solo y desarmado, alcanza a Araya, le ataja el paso, le recuerda sus glorias pasadas y la vergüenza de una fuga sin motivo; Araya se deja conmover y no opone resistencia a las súplicas y órdenes de un buen paisano; se entusiasma en seguida, corre a detener otros grupos de Granaderos que le precedían en la fuga, y gracias a su diligencia y reputación, vuelve a incorporarse al ejército con sesenta compañeros de armas, que se lavaron en Maipú de la mancha momentánea que había caído sobre sus laureles.
Este sargento Araya, y un Lorca, también un valiente conocido en Chile, mandaban la fuerza que Aldao había puesto a las órdenes de Facundo. Los reos de La Rioja, entre los que se hallaba el Doctor don Gabriel Ocampo, ex ministro de Gobierno, solicitaron la protección de Lorca para que intercediese por ellos. Facundo, aún no seguro de su momentánea elevación, consintió en otorgarles la vida; pero esta restricción puesta a su poder le hizo sentir otra necesidad. Era preciso poseer esa fuerza veterana, para no encontrar contradicciones en lo sucesivo. De regreso a los Llanos, se entiende con Araya, y poniéndose ambos de acuerdo, caen sobre el resto de la fuerza de Aldao, la sorprenden, y Facundo se halla en seguida jefe de cuatrocientos hombres de línea, de cuyas filas salieron después los oficiales de sus primeros ejércitos.
Facundo acordóse de que D. Nicolás Dávila estaba en Tucumán expatriado y le hizo venir para encargarle de las molestias del gobierno de La Rioja, reservándose él tan sólo el poder real que lo seguía a los Llanos. El abismo que mediaba entre él y los Dávilas era tan ancho, tan brusca la transición, que no era posible por entonces hacerla de un golpe; el espíritu de ciudad era demasiado poderoso todavía, para sobreponerle el de la campaña; todavía un Doctor en leyes valía más para el gobierno que un peón cualquiera. Después ha cambiado todo esto.
Dávila se hizo cargo del gobierno bajo el patrocinio de Facundo, y por entonces pareció alejado todo motivo de zozobra. Las haciendas y propiedades de los Dávila estaban situadas en las inmediaciones de Chilecito, y allí por tanto, en sus deudos y amigos, se hallaba reconcentrada la fuerza física y moral que debía apoyarlo en el gobierno. Habiéndose además acrecentado la población de Chilecito con la provechosa explotación de las minas, y reunídose caudales cuantiosos, el gobierno estableció una casa de moneda provincial, y trasladó su residencia a aquel pueblecillo, ya fuese para llevar a cabo la empresa, ya para alejarse de los Llanos, y sustraerse de la sujeción incómoda que Quiroga quería ejercer sobre él. Dávila no tardó mucho en pasar de estas medidas puramente defensivas, a una actitud más decidida, y aprovechando la temporaria ausencia de Facundo, que andaba en San Juan, se concertó con el capitán Araya para que le prendiese a su llegada. Facundo tuvo aviso de las medidas que contra él se preparaban, e introduciéndose secretamente en los Llanos, mandó asesinar a Araya. El gobierno, cuya autoridad era contenida de una manera tan indigna, intimó a Facundo que se presentase a responder a los cargos que se le hacían sobre el asesinato. ¡Parodia ridícula! No quedaba otro medio que apelar a las armas, y encender la guerra civil entre el gobierno y Quiroga, entre la ciudad y los Llanos. Facundo manda a su vez una comisión a la Junta de Representantes, pidiéndole que depusiese a Dávila. La Junta había llamado al gobernador, con instancia, para que desde allí, y con el apoyo de todos los ciudadanos, invadiese los Llanos y desarmase a Quiroga. Había en esto un interés local, y era hacer que la Casa de Moneda fuese trasladada a la ciudad de La Rioja; pero como Dávila persistiese en residir en Chilecito, la Junta, accediendo a la solicitud de Quiroga, lo declaró depuesto. El gobernador Dávila había reunido bajo las órdenes de don Miguel Dávila muchos soldados de los de Aldao, poseía un buen armamento, muchos adictos que querían salvar la provincia del dominio del caudillo que se estaba levantando en los Llanos, y varios oficiales de línea para poner a la cabeza de las fuerzas. Los preparativos de guerra empezaron, pues, con igual ardor en Chilecito y en los Llanos; y el rumor de los aciagos sucesos que se preparaban llegó hasta San Juan y Mendoza, cuyos gobiernos mandaron un comisionado para procurar un arreglo entre los beligerantes, que ya estaban a punto de venir a las manos. Corbalán, ese mismo que hoy sirve de ordenanza a Rosas, se presentó en el campo de Quiroga a interponer la mediación de que venía encargado, y que fue aceptada por el caudillo; pasó en seguida al campo enemigo, donde obtuvo la misma cordial acogida: regresa al campo de Quiroga para arreglar el convenio definitivo; pero éste, dejándolo allí, se puso en movimiento sobre su enemigo, cuyas fuerzas desapercibidas por las seguridades dadas por el enviado, fueron fácilmente derrotadas y dispersas. D. Miguel Dávila, reuniendo algunos de los suyos, acometió denodadamente a Quiroga, a quien alcanzó a herir en un muslo antes que una bala le llevase a él mismo la muñeca; en seguida fue rodeado y muerto por los soldados. Hay en este suceso una cosa muy característica del espíritu gaucho. Un soldado se complace en enseñar sus cicatrices; el gaucho las oculta y disimula cuando son de arma blanca, porque prueban su poca destreza; y Facundo, fiel a estas ideas del honor, jamás recordó la herida que Dávila le había abierto antes de morir.
Aquí termina la historia de los Ocampo y de los Dávila, y la de La Rioja también. Lo que sigue es la historia de Quiroga. Este día es también uno de los nefastos de las ciudades pastoras; día aciago que al fin llega. Este día corresponde en la historia de Buenos Aires al de abril de 1835, en que su Comandante de Campaña, su Héroe del Desierto, se apodera de la ciudad.
Hay una circunstancia curiosa (1823) que no debo omitir, porque hace honor a Quiroga. En esta noche negra que vamos a atravesar, no debe perderse la más débil lucecilla: Facundo, al entrar triunfante a La Rioja, hizo cesar los repiques de las campanas, y después de mandar dar el pésame a la viuda del General muerto, ordenó pomposas exequias para honrar sus cenizas. Nombró o hizo nombrar por gobernador a un español vulgar, un Blanco, y con él principió el nuevo orden de cosas que debía realizar el bello ideal del gobierno que había concebido Quiroga; porque Quiroga, en su larga carrera en los diversos pueblos que ha conquistado, jamás se ha encargado del gobierno organizado, que abandonaba siempre a otros. Momento grande y digno de atención para los pueblos es siempre aquél en que una mano vigorosa se apodera de sus destinos. Las instituciones se afirman, o ceden su lugar a otras nuevas más fecundas en resultados, o más conformes con las ideas que predominan. De aquel foco parten muchas veces los hilos que, entretejiéndose con el tiempo, llegan a cambiar la tela de que se compone la historia. No así cuando predomina una fuerza extraña a la civilización, cuando Atila se apodera de Roma, o Tamerlán recorre las llanuras asiáticas: los escombros quedan, pero en vano iría después a removerles la mano de la filosofía para buscar debajo de ellos las plantas vigorosas que nacieran con el abono nutritivo de la sangre humana. Facundo, genio bárbaro, se apodera de su país; las tradiciones de gobierno desaparecen, las formas se degradan, las leyes son un juguete en manos torpes; y en medio de esta destrucción efectuada por las pisadas de los caballos, nada se sustituye, nada se establece. El desahogo, la desocupación y la incuria son el bien supremo del gaucho. Si La Rioja, como tenía doctores, hubiera tenido estatuas, éstas habrían servido para amarrar los caballos.
Facundo deseaba poseer, e incapaz de crear un sistema de rentas, acude a lo que acuden siempre los gobiernos torpes e imbéciles; mas aquí el monopolio llevará el sello de la vida pastoril, la expoliación y la violencia. Rematábanse los diezmos de La Rioja en aquella época en diez mil pesos anuales; éste era por lo menos el término medio. Facundo se presenta en la mesa del remate, y ya su asistencia, hasta entonces inusitada, impone respeto a los postores. "Doy dos mil pesos", dice, "y uno más sobre la mejor postura." El escribano repite la propuesta tres veces, y nadie fija más alto. Era que todos los concurrentes se habían escurrido uno a uno, al leer en la mirada siniestra de Quiroga, que aquélla era la última postura. Al año siguiente se contentó con mandar al remate una cedulilla concebida así:
- "Doy dos mil pesos, y uno más sobre la mejor postura.- Facundo Quiroga."
Al tercer año se suprimió la ceremonia del remate, y el año 1831 Quiroga mandaba todavía a La Rioja dos mil pesos, valor fijado a los diezmos.
Pero le faltaba un paso que dar para hacer redituar al diezmo un ciento por uno, y Facundo desde el segundo año no quiso recibir el de animales, sino que distribuyó su marca a todos los hacendados, a fin de que herrasen el diezmo, y se le guardase en las estancias hasta que él lo reclamara. Las crías se aumentaban, los diezmos nuevos acrecentaban el piño de ganado, y a la vuelta de diez años se pudo calcular que la mitad del ganado de las estancias de una provincia pastora pertenecía al Comandante General de Armas, y llevaba su marca.
Una costumbre inmemorial en La Rioja hacía que los ganados mostrencos o no marcados a cierta edad, perteneciesen de derecho al fisco, que mandaba sus agentes a recoger estas espigas perdidas, y sacaba de la colecta una renta no despreciable, si bien su recaudación se hacía intolerable para los estancieros. Facundo pidió que se le adjudicase este ganado en resarcimiento de los gastos que le había demandado la invasión a la ciudad; gastos que se reducían a convocar las milicias, que concurren en sus caballos y viven siempre de lo que encuentran. Poseedor ya de partidas de seis mil novillos al año, mandaba a las ciudades sus abastecedores, y ¡desgraciado el que entrase a competir con él! Este negocio de abastecer los mercados de carne lo ha practicado dondequiera que sus armas se presentaron, en San Juan, en Mendoza, en Tucumán; cuidando siempre de monopolizarlo en su favor por algún bando o un simple anuncio. Da asco y vergüenza sin duda tener que descender a estos pormenores indignos de ser recordados. Pero ¿qué remedio? En seguida de una batalla sangrienta que le ha abierto la entrada a una ciudad, ¡lo primero que el General ordena es que nadie pueda abastecer de carnes el mercado...! En Tucumán supo que un vecino, contraviniendo la orden, mataba reses en su casa. El general del ejército de los Andes, el vencedor de la Ciudadela, no creyó deber confiar a nadie la pesquisa de delito tan horrendo. Va él en persona, da recios golpes a la puerta de la casa, que permanecía cerrada, y que atónitos los de adentro no aciertan a abrir. Una patada del ilustre General la echa abajo, y expone a su vista esta escena: una res muerta que desollaba el dueño de la casa, que a su vez cae también muerto ¡a la vista terrífica del General ofendido! [1]
No me detengo en estos pormenores a designio. ¡Cuántas páginas omito! ¡Cuántas iniquidades comprobadas y de todos sabidas callo! Pero hago la historia del gobierno bárbaro, y necesito hacer conocer sus resortes. Mehemet Alí, dueño del Egipto por los mismos medios que Facundo, se entrega a una rapacidad sin ejemplo aun en la Turquía; constituye el monopolio en todos los ramos, y los explota en su beneficio; pero Mehemet Alí sale del seno de una nación bárbara, y se eleva hasta desear la civilización europea e injertarda en las venas del pueblo que oprime: Facundo, por el contrario, rechaza todos los medios civilizados que ya son conocidos, los destruye y desmoraliza; Facundo, que no gobierna, porque el gobierno es ya un trabajo en beneficio ajeno, se abandona a los instintos de una avaricia sin medida, sin escrúpulos. El egoísmo es el fondo de casi todos los grandes caracteres históricos; el egoísmo es el muelle real que hace ejecutar todas las grandes acciones. Quiroga poseía este don político en un grado eminente, y lo ejercitaba en reconcentrar en torno suyo todo lo que veía diseminado en la sociedad inculta que lo rodeaba; fortuna, poder, autoridad, todo está con él; todo lo que no puede adquirir, maneras, instrucción, respetabilidad fundada, eso lo persigue, lo destruye en las personas que lo poseen.
Su encono contra la gente decente, contra la ciudad, es cada día más visible, y el Gobernador de La Rioja, puesto por él, renuncia al fin a fuerza de ser vejado diariamente. Un día está de buen humor Quiroga, y se juega con un joven, como el gato juega con la tímida rata; juega a si lo mata o no lo mata; el terror de la víctima ha sido tan ridículo, que el verdugo se ha puesto de buen humor, se ha reído a carcajadas, contra su costumbre habitual. Su buen humor no debe quedar ignorado, necesita explayarse, extenderlo sobre una gran superficie. Suena la generala en La Rioja, y los ciudadanos salen a las calles armados al rumor de alarma. Facundo, que ha hecho tocar la generala para divertirse, forma los vecinos en la plaza a las once de la noche, despide de las filas a la plebe, y deja sólo a los vecinos padres de familia, acomodados, y a los jóvenes que aún conservan visos de cultura. Hácelos marchar y contramarchar toda la noche, hacer alto, alinearse, marchar de frente, de flanco. Es un cabo de instrucción que enseña a unos reclutas, y la vara del cabo anda por la cabeza de los torpes, por el pecho de los que no se alinean bien; ¿qué quieren? ¡así se enseña! El día sobreviene, y los semblantes pálidos de los reclutas, su fatiga y extenuación revelan todo lo que se ha aprendido en la noche. Al fin da descanso a su tropa, y lleva la generosidad hasta comprar empanadas y distribuir a cada uno la suya, que se apresuran a comer, porque ésta es parte de la diversión.
Lecciones de este género no son inútiles para ciudades, y el hábil político que en Buenos Aires ha elevado a sistema estos procedimientos, los ha refinado y hecho producir efectos maravillosos. Por ejemplo: desde 1835 hasta 1840 casi toda la ciudad de Buenos Aires ha pasado por las cárceles. Había a veces ciento cincuenta ciudadanos que permanecían presos, dos, tres meses, para ceder su lugar a un repuesto de doscientos que permanecían seis meses. ¿Por qué?, ¿qué habían hecho?..., ¿qué habían dicho?... ¡Imbéciles! ¿no veis que se está disciplinando la ciudad? ¿No recordáis que Rosas decía a Quiroga que no era posible constituir la República, porque no había costumbres? Es que está acostumbrando a la ciudad a ser gobernada: ¡él concluirá la obra, y en 1844 podrá presentar al mundo un pueblo que no tiene sino un pensamiento, una opinión, una voz, un entusiasmo sin límites por la persona y por la voluntad de Rosas! ¡Ahora sí que se puede constituir una República! Pero volvamos a La Rioja. Habíase excitado en Inglaterra un movimiento febril de empresa sobre las minas de los nuevos Estados americanos: compañías poderosas se proponían explotar las de México y las del Perú; y Rivadavia, residente entonces en Londres, estimuló a los empresarios a traer sus capitales a la República Argentina. Las minas de Famatina se prestaban a las grandes empresas. Especuladores de Buenos Aires obtienen al mismo tiempo privilegios exclusivos para la explotación, con el designio de venderlos a las compañías inglesas por sumas enormes. Estas dos especulaciones, la de la Inglaterra y la de Buenos Aires, se cruzaron en sus planes y no pudieron entenderse. Al fin hubo una transacción con otra casa inglesa que debía suministrar fondos, y que en efecto mandó directores y mineros ingleses. Más tarde se especuló en establecer una Casa de Moneda en La Rioja, que cuando el Gobierno nacional se organizase, debía serle vendida en una gran suma. Facundo solicitado, entró con un gran número de acciones, que pagó con el Colegio de Jesuitas, que se hizo adjudicar en pago de sus sueldos de General. Una comisión de accionistas de Buenos Aires vino a La Rioja para realizar esta empresa, y desde luego manifestó su deseo de ser presentada a Quiroga, cuyo nombre misterioso y terrífico empezaba a resonar por todas partes. Facundo se les presenta en su alojamiento con media de seda de patente, calzón de jergón, y un poncho de tela ruin. No obstante lo grotesco de esta figura, a ninguno de los ciudadanos elegantes de Buenos Aires le ocurrió reírse; porque eran demasiado avisados para no descifrar el enigma. Quería humillar a los hombres cultos, y mostrarles el caso que hacía de sus trajes europeos.
Ultimamente, derechos exorbitantes sobre la extracción de ganados que no fuesen los suyos, completaron el sistema de administración establecido en su provincia. Pero a más de estos medios directos de fortuna, hay uno que me apresuro a exponer, por desembarazarme de una vez de un hecho que abraza toda la vida pública de Facundo. ¡El juego! Facundo tenía la rabia del juego, como otros la de los licores, como otros la del rapé. Un alma poderosa, pero incapaz de abrazar una grande esfera de ideas, necesitaba esta ocupación facticia en que una pasión está en continuo ejercicio, contrariada y halagada a la vez, irritada, excitada, atormentada. Siempre he creído que la pasión del juego es en los más casos una buena cualidad de espíritu que está ociosa por la mala organización de una sociedad. Estas fuerzas de voluntad, de abnegación y de constancia son las mismas que forman las fortunas del comerciante emprendedor, del banquero, y del conquistador que juega imperios a las batallas. Facundo ha jugado desde la infancia; el juego ha sido su único goce, su desahogo, su vida entera. ¿Pero sabéis lo que es un tallador que tiene en fondos el poder, el terror y la vida de sus compañeros de mesa? Esta es una cosa de que nadie ha podido formarse idea, sino después de haberlo visto durante veinte años. Facundo jugaba sin lealtad, dicen sus enemigos... Yo no doy fe a este cargo, porque la mala fe le era inútil, y porque perseguía de muerte a los que la usaban. Pero Facundo jugaba con fondos ilimitados; no permitió jamás que nadie levantase de la mesa el dinero con que jugaba; no era posible dejar de jugar, sin que él lo dispusiese; él jugaba cuarenta horas y más consecutivas; él no estaba turbado por el terror, y él podía mandar azotar o fusilar a compañeros de carpeta, que muchas veces eran hombres comprometidos. He aquí el secreto de la buena fortuna de Quiroga. Son raros los que le han ganado sumas considerables, aunque sean muchos los que en momentos dados de una partida de juego han tenido delante de sí pirámides de onzas ganadas a Quiroga: el juego ha seguido, porque al ganancioso no le era permitido levantarse, y al fin sólo le ha quedado la gloria de contar que tenía ganado ya tanto y lo perdió en seguida.
El juego fue, pues, para Quiroga una diversión favorita y un sistema de expoliación. Nadie recibía dinero de él en La Rioja, nadie lo poseía sin ser invitado inmediatamente a jugar, y a dejarlo en poder del caudillo. La mayor parte de los comerciantes de La Rioja quiebran, desaparecen, porque el dinero ha ido a parar a la bolsa del General; y no es porque no les dé lecciones de prudencia. Un joven había ganado a Facundo cuatro mil pesos, y Facundo no quería jugar más. El joven cree que es una red que le tienden, que su vida está en peligro. Facundo repite que no juega más; insiste el joven atolondrado, y Facundo condescendiendo le gana los cuatro mil pesos y le manda dar doscientos azotes por bárbaro.
Me fatigo de leer infamias, contestes en todos los manuscritos que consulto. Sacrifico la relación de ellas a la vanidad de autor, a la pretensión literaria. Diciendo más, los cuadros saldrían recargados, innobles, repulsivos.
Hasta aquí llega la vida del Comandante de Campaña, después que ha abolido la ciudad y la ha suprimido. Facundo hasta aquí es como Rosas en su estancia, aunque ni el juego ni la satisfacción brutal de todas las pasiones lo deshonrasen tanto antes de llegar al poder. Pero Facundo va a entrar en una nueva esfera, y tendremos luego que seguirlo por toda la República, que ir a buscarlo en los campos de batalla.
¿Qué consecuencias trajo para La Rioja la destrucción del orden civil? Sobre esto no se razona, no se discurre. Se va a ver el teatro en que estos sucesos se desenvolvieron, y se tiende la vista sobre él: ahí está la respuesta. Los Llanos de La Rioja están hoy desiertos; la población ha emigrado a San Juan; los aljibes que daban de beber a millares de rebaños se han secado. En esos Llanos donde ahora veinte años pacían tantos millares de rebaños, vaga tranquilo el tigre que ha reconquistado su dominio, algunas familias de pordioseros recogen algarroba para mantenerse. Así han pagado los Llanos los males que extendieron sobre la República. ¡Ay de ti, Betsaida y Corozain! En verdad os digo que Sodoma y Gomorra fueron mejor tratadas que lo que debíais serlo vosotras.
Notas del autor
- ↑ A consecuencia de la presente ley, el Gobierno de la Provincia ha estipulado con S.E. el Sr. general D. Juan Facundo Quiroga los artículos siguientes, conforme a su nota de 14 de setiembre de 1833.
1° que abonará al Exmo. Gobierno de Buenos Aires, la cantidad que ha invertido en dichas haciendas.
2° Que suplirá cinco mil pesos a la Provincia sin pensión de rédito, para la urgencia en que se halla de abonar la tropa que tiene en campaña dando tres mil pesos al contado, y el resto del producto del ganado, a cuyo pago quedará afecto exclusivamente el ramo de degolladuras.
3° Que se le ha de permitir abastecer por sí solo, dando al pueblo a cinco reales arroba de carne, que hoy se halla a seis y de mala calidad y a tres al Estado sin aumentar el precio corriente de la gordura.
4° Que se le ha de dar libre el ramo de degolladura desde el 18 del presente hasta el 10 de enero inclusive y pastos de cuenta del Estado al precio de dos reales al mes por cabeza que abonará el 1° de octubre próximo. - San Juan, setiembre 13 de 1833. - Ruiz Vicente Atienzo.
(Registro oficial de la Provincia de San Juan.)