Facundo (Güiraldes)

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Cuentos de muerte y de sangre:
Facundo​
 de Ricardo Güiraldes


Traspuestas las penurias del viaje, cayó al campamento una noche de invierno agudo.

Era un inconsciente de veinte años, proyecto tal vez de caudillo; impetuoso, sin temores e insolente, ante toda autoridad. De esos hombres nacían a diario en aquella época, encargados luego de eliminarse entre ellos, limpiando el campo a la ambición del más fuerte.

Apersonado al jefe, mostró la carta de presentación. Cambiaron cordiales recuerdos de amistad familiar y Quiroga recibió a su nuevo ayudante con hospitalidad de verdadero gaucho.

Concluida la cena, al ir y venir del asistente cebador, el mocito recordó cosas de su vivir ciudadano. Atropellos y bufonadas sangrientas, que aplaudía con meneos de cabeza el patilludo Tigre.

Contó también cómo se llenaba de plata merced a su habilidad para trampear en el monte.

El Tigre pareció de pronto hostil:

-¡Jugará con sonsos!

Insolente, el mocito respondía:

-No siempre, general..., y pa probarle, le jugaría una partidita a trampa limpia.

Quiroga accedió.

Los naipes obedecían dóciles, y el Tigre perdía sin pillar falta. En su gloria, el joven, besaba de vez en cuando el gollete de un porrón medianero, y no olvidaba chiste, entre los lucidos fraseos de barajar.

Inesperadamente, Quiroga se puso en pie.

-Bueno amigo, me ha ganao todo.

Recién el mozo miró hacia el montón, escamoso, de pesos fuertes, que plateaba delante suyo.

El general se retiraba.

Entonces, un horrible terror desvencijó la audacia del ganador. Las leyendas brutales ensoberbecieron la estampa, hirsuta, del melenudo.

-¡General, le doy desquite!

-Vaya, amigo, vaya, que podría perder lo ganado y algo encima...

-No le hace, general; es justo que también usted talle.

-¿Se empeña?

-¿Cómo ha de ser?

Las mandíbulas le castañeteaban de miedo.

Quiroga arremangó la baraja, que chasqueó en sus dedos toscos.

-¡Bueno, mis estribos contra cien pesos!

Y mandó al asistente traer las prendas.

Facundo comenzó a recuperar; cuando igualaron pesos, sonrió diciendo al huésped:

-Bueno, amigo, a recoger, y hasta mañana.

Pero el mocito, queriendo apaciguar al que creía herido, había de cinchar hacia su desgracia. Balbuceó estúpidas excusas de terror.

Facundo volvió a sentarse, con esta advertencia:

-No culpe sino a su empeño lo que suceda... al hombre sonso la espina'el peje... voy a jugarle hasta lo último, ya que así quiere... Si gana, ensille al amanecer, y no cruce más mi camino...; si pierde, ha de ser más de lo que usted cree.

-¿Y es, mi general?

-¡Bah!, cualquier cosa.

Volvió a fallar el naipe inconsciente.

Quiroga trampeaba con descaro ante la pasividad del contrario, que miraba, como al través del delirio, la figura irreal, agrandada de leyenda.

Cuando el último peso fue suyo, llamó al asistente, ordenándole con una seña explicativa:

-Llévelo a dormir al mocito... y que descanse mucho, ¿no?

El muchacho quiso arrojarse de rodillas e intentar súplicas, pero Quiroga, indiferente, juntaba las barajas, y el asistente era más fuerte.