Fecundidad (Daireaux)

De Wikisource, la biblioteca libre.
Ir a la navegación Ir a la búsqueda


Fecundidad[editar]

En el talud de la zanja que circunda el corral, cubierto de punta a punta con un pastito bien verde y reluciente, recién lavado por el aguacero bienhechor, juegan a la mancha un centenar de corderos.

Blancos como nieve los ha dejado el agua; secos, así mismo, ya, pues su lana cortita no puede disputar por mucho tiempo la humedad al Pampero; alegres, llenos de salud, de vida exuberante, retozan y corren. La majada esparcida, aprovecha los últimos momentos de la tarde para llenarse de prisa, tratando de recuperar el tiempo que le ha hecho perder la lluvia; y, cuando un corderito, de los más chicos, bala, extraviado, llamando a la madre, ésta, sin despegar del pasto el hocico, tartamudea: «Aquí estoy,» con la boca llena.

De punta a punta del talud, carrera; descanso, y ¡volver! y así van y vienen los corderitos, llenando de alegría el ojo del amo, recostado sonriente en el caballo. Los mayores, buenos mozos de dos meses, encabezan la partida; con pie firme, ligero, disparan, y llegados a la punta, se paran, arrogantes; dan un brinco, bajando la cabecita donde asoman ya las astitas, alzando las patas o encabritándose y pegando dos, tres saltos seguidos, en las manos tiesas, saltos que pocos jinetes resistirían, si fueran de potro: y, de repente, otra vez a todo correr por el talud, seguidos de una caterva de hermanitos que van de mayor a menor, corriendo también y retozando, y dejando por detrás a algunos chicuelos, casi recién nacidos, que también, bamboleando en sus patas largas, se han querido agregar... ¡mocosos!

Y así, hasta que siendo ya de noche, el pastor, al tranquito, arrima despacio la majada balante y que los corderos vuelven a buscar las madres, conociéndolas entre mil, cada uno la suya, por la voz, por el olor, por el instinto, y de rodillas, buscando la teta, chupan con avidez la savia vital...

Detrás de unas pajas de penacho plateado, están escondidos, echados de barriga, tres terneros, recién llegados en este mundo de penas; el pelo como terciopelo, liso, lustroso, brillante; los ojos como grandes perlas de azabache; el pescuezo tendido en el suelo, no se mueven, convencidos de que nadie los ve, pues sus madres los han dejado ahí, con recomendación estricta de no moverse, ni seguir a nadie; y aquí están, y no se mueven.

Las madres andan por allá, engavillando con la lengua, cortando con los dientes, y almacenando en la panza las suculentas yerbas de la Pampa. Cuando nadie las vea, volverán apuradas, al tranco largo, hacia el lugar secreto donde han dejado escondida la prole, y le propinarán a grandes tragos, la leche de sus tetas generosas.

Y el rodeo se va llenando de nuevos seres que balan, corren, retozan y maman, dando grandes cabezazos en la panza materna, para conseguir apoyo.

¿Y ese bicho raro, de cabeza tan grande, de patas tan largas, que parece mirar con tanto asombro todo lo que pasa al rededor suyo? Dejen pasar unos días y será más bonito, más elegante que la madre, esa yegua vieja, panzona, que lo está llamando. Los potrillos, sus hermanos, lo están incitando ya a que se mezcle con ellos y venga a correr, para aprender el oficio.



Así se complace la naturaleza en renovar las generaciones que se van, con generaciones más numerosas que llenan las soledades con su alegría y su juventud, haciendo el desierto cada vez menos solo, multiplicando las majadas, los rodeos y las manadas.

Se ríe de la destrucción con que los persigue el hombre; parece ayudarlo, a veces, como en burla, con alguna mortandad inesperada; pero ella misma pronto llena los vacíos, como si la población en la pampa fértil, tuviese que buscar su nivel, como lo busca el agua de sus llanuras en las lagunas y los ríos.

¡Y en la puerta de este rancho! ¡miren, vean! También se multiplica el hombre: una mujer da el pecho a una criatura; un niño la tiene agarrada del vestido; gatea otro más, en el patio, mientras éste, algo mayor, espanta con los brazos levantados y los gritos de su boquita toda sucia, unos patos atrevidos que le querían robar la papa que está comiendo. Y otros hay, más grandes, parados contra la pared, mirando al hermano que se trepa como mono, en un mancarrón viejo, para ir a repuntar la majada paterna.

Son muchos aquí; en otro rancho, son más, y en cada rancho, pululan. Cada olla pare diez cucharas, aumentándose el número de los futuros pastores, por lo menos en proporción del aumento de los rebaños.

En la Pampa, no le hubieran faltado modelos a Zola para escribir su obra Fecundidad. Si allá es casualidad encontrar una familia numerosa, aquí es lo común; y lo raro es hallar a alguna que no haya puesto en práctica el mandamiento bíblico: «¡crescáis y multiplicad!»

Del mucho pasto, los muchos terneros; el estómago lleno hace contento el corazón, y el corazón contento es el gran procreador.

¿Lo dudan? Pues vean a todas estas mujeres santiagueñas, paradas en la orilla del camino, esperando, para saludarlo a la pasada, al dueño del ingenio donde trabajan.

Una que otra, contadas, tiene criatura en los brazos, pero llama la atención que todas, jóvenes y viejas, parezcan tan igualmente... abultadas.

-«Tuvimos, este otoño, explicó uno de la comitiva, mucha fruta de algarrobo.»

¡Tierra fecunda, tierra feliz! a la cual basta una buena cosecha de fruta silvestre para facilitar en este grado la tarea a sus gobernantes, ya que, como lo dijo Alberdi, gobernar es poblar.