Feudalismo

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Feudalismo[editar]

Por calzadas anchas, de declive suave, baja del castillo feudal, cuya masa sombría de torres altas y macizas se diseña en la cima del cerro, la brillante comitiva del señor y dueño de las diez cuadradas de campos cultivados, bosques y llanuras, que rodean la soberbia mansión.

En caballos magníficos, suntuosamente enjaezados, desfilan, caracoleando, los caballos y gentilhombres, cubiertos de ricas armaduras o de túnicas de seda, con su numeroso séquito de palafreneros, escuderos y pajes, en el derroche chillón de los mil colores de sus trajes llamativos.

Las trompas suenan, los galgos, heráldicos, ladran impacientes; gallardetes y banderas flamean al viento matutino, con chasquidos alegres. El pueblo aclama a su señor, y desde las gradas de piedra de la escalera monumental, saludan, en gestos elegantes, las nobles damas, regiamente ataviadas, con sus vestidos de brocatela y sus birretes altos, envueltos en una nube de gasa. Los ojos están de fiesta.

Vasallo de algún rey, pero tan rey, en su tierra, como el rey en su reino, el señor, ocupado sólo en cazar o guerrear, aprovecha, de padre en hijo, la riqueza creada en sus dominios, por el trabajo de generaciones de paisanos, atados al suelo también, de padre en hijo; y seguirán haciendo lo mismo los hijos del señor como los hijos del paisano.

Así lo permite el régimen feudal de la Edad Media, y diez leguas cuadradas de campos cultivados, de bosques y llanuras, inagotable fuente de recursos, bastan para costear la guerra o embellecer la paz, al señor feudal europeo de hace dos mil años...

Diez leguas cuadradas de campo pelado, sin población, cultivo, ni bosques, simple tajada de desierto crudo, rodean el rancho de barro y paja, castillo del señor moderno, en el dominio pampeano.

Montado en un mancarrón overo, modestamente aperado, sale del palenque de la estancia, para el campo, a parar rodeo o a repuntar la hacienda, el señor, con su séquito. Con el lazo en el anca, lo acompañan los peones, capataces y puesteros, luciendo sus sombreros sucios y sus boinas descoloridas; los corceles llevan recados más o menos descompaginados, y el único objeto de lujo que, en el desfile, pueda llamar la atención, es la tricota nueva, de lana, que, por primera vez, endosó hoy el patrón; y este anda al tranquito, prendiendo el cigarrillo, rodeado de una perrada que parece bandada de lobos. Pasa cerca de una hilera de calzoncillos y camisas, recién lavados, que flamean al viento matutino, hinchándose y deshinchándose, en medio de chasquidos húmedos y sin alegría: y la dama, su esposa, ocupada en aumentar el número de banderas y gallardetes, un pañuelo atado en la cabeza, el vestido de percal arremangado, lo saluda a la pasada:

-«¡Ché! José; no te olvides que el almuerzo es a las doce».

Y don José López y González, señor y dueño de las diez leguas cuadradas de campo pelado, sin población, cultivo ni bosques, que rodean su rancho de barro y paja, azota al caballo para irse ajuntar con su gente, y apurar el trabajo, deseoso de hacerle el gusto a la señora, con quien comparte el odio que, cocinera puntual, le tiene al puchero recocido y al asado reseco...

En los vastos dominios de don José, pacen, a millares, ovejas y vacas; humildes y sumisos vasallos que trabajan y producen, de generación en generación, para enriquecer al amo y permitirle cambiar su rancho por una casa decente y su tricota por traje de saco.

Y don José López y González, campesino español inmigrado, enriquecido en la cría de ovejas, sin haber visto jamás en los libros, como trataban en el año mil, al rebaño de sus siervos, los señores feudales, perfectamente sabe exprimir, con su mano de plebeyo, corta, vigorosa y repleta, el jugo del trabajo ajeno, sin proporcionar a sus inferiores estrujados, arrendatarios, peones y puesteros, la protección que, siquiera, los de antaño daban a sus vasallos.