Figuras americanas/02

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FRANKLIN


Fué uno de los hombres más notables de su siglo. Era hijo de un fabricante de velas y nació cerca de Boston en 1706.

Á la edad de doce años fué colocado como aprendiz en una imprenta de Boston. Aprendiendo el oficio, no descuidaba el estudio; cuantos libros ó manuscritos pasaban por sus manos, los leía con la mayor avidez. Por las noches, en las horas debidas al descanso, devoraba cuantas obras conseguía sin reparar el género.

Desde muy joven compuso poesías, y en 1720 colaboraba en un periódico fundado por un hermano suyo de más edad que él. Era el menor de seis hermanos.

El joven Benjamín se trasladó á Filadelfia en 1722. Su objeto era fundar una imprenta, para lo cual hizo un viaje á Londres en 1723, á fin de adquirir el material necesario.

Habiendo fracasado sus proyectos, regresó de Londres á Filadelfia en 1726. En Filadelfia tuvo una existencia de las más penosas, trabajando como cajista, siendo tenedor de libros en alguna casa y no dejando por eso de estudiar con ahinco las letras y las ciencias.

Pero no tardó en encontrar amigos generosos que le facilitaran los recursos precisos para adquirir una imprenta, conseguido lo cual se dió á conocer como escritor político. Sus artículos eran leídos con gusto y sus negocios marchaban perfectamente. Se dedicaba al comercio de papel, vendía objetos de escritorio y no dejaba por eso de escribir. Su popularidad y consideración aumentaban cada día, pues todos veían en él un modelo de ciudadano, y un hombre verdaderamente útil.

Publicaba á la vez un diario y un almanaque, siendo este último la obra más nueva, más original y acaso la más célebre que se publicó en América en su siglo. Encierra el almanaque de Franklin preciosas lecciones de moral social y de economía doméstica, máximas provechosas y sentencias que no ha olvidado, por fortuna suya, el gran pueblo de los Estados Unidos. Los pensamientos de Franklin, traducidos á todos los idiomas y conocidos en todo el universo, están tomados del almanaque antedicho.

Algún crítico asegura que los Proverbios del viejo Enrique ó ciencia del buen Ricardo (Filadelfia, 1757), es por su forma y su fondo la obra maestra de los libros populares.

Es indudable que las obras de Franklin ejercieron poderoso influjo en sus compatriotas y en su época; se puede decir que él formó una generación laboriosa y varonil, la que conquistó y consolidó la independencia y lá libertad de América. Los enciclopedistas franceses están considerados como precursores de la Revolución; Franklin fué también enciclopedista y precursor, no sólo de la revolución francesa, sino de la americana. Los derechos del hombre fueron reconocidos y practicados en la América libre antes que se escribieran en Francia.

Ocupábase Franklin preferentemente en el estudio de la física, descifrando los misterios de la atmósfera. Él inventó el volantín eléctrico y el pararrayos, hizo estudios muy serios sobre el calórico y resolvió problemas difíciles de hidrodinámica. La física experimental le debe ensayos útiles que Franklin hizo antes que nadie.

Era un hombre de ciencia, pero al mismo tiempo era hombre práctico, dos cosas que rara vez se ven juntas. Franklin organizó en Filadelfia, en 1738, la primera compañía de seguros contra incendios.

Lo más admirable que hay en los ensayos físicos y en los experimentos mecánicos de Franklin, es que los hacía con aparatos imperfectos; carecía de instrumentos ad hoc, no tenía péndulo para medir el tiempo y se valía para esto de una vara que movía cantando como los músicos. Comunicó sus trabajos y descubrimientos sobre la electricidad á un amigo de Londres (Cóllinson), el cual amigo á su vez lo puso todo en conocimiento de los sabios de Europa. El nombre de Franklin fué desde entonces conocido en ambos hemisferios. No hubo informe científico ni memoria académica donde no se le citara, ya para discutir sus grandes descubrimientos, ya para invocar su nombre como una autoridad. La universidad de Oxford le confería en 1762 el título de doctor en derecho. El gobierno de la metrópoli, por su parte, le nombraba director general de correos de las colonias angloamericanas.

Las distinciones del gobierno inglés no le hicieron olvidar que había nacido americano; jamás echó en olvido lo que debía á sus compatriotas; por eso, cuando la Cámara de los Comunes abrió una información parlamentaria con motivo de las quejas que formulaban las colonias, Franklin hizo un viaje á Londres como delegado de Pensilvania y expuso francamente la situación de las cosas. En 1775, habiendo expirado su mandato, regresó á América. Nada había conseguido en favor de su querida patria, ni en obsequio de la justicia que es ante todo. Los ingleses persistían en su política tirante, pretendiendo que la actitud rebelde de los americanos dificultaban toda concesión; los americanos hablaban ya de romper con la metrópoli separándose completamente de la madre patria, fundándose en la obstinación de los ingleses: era un verdadero círculo vicioso. La culpa, entre tanto, no era de unos ni de otros, sino del tiempo. No en balde marchan y se suceden los siglos; no en vano progresan las sociedades; no impunemente se trata á un pueblo viril como á colonia primitiva ó sociedad naciente. En la sociedad humana como en la naturaleza todo se modifica y se transforma; lo que no se renueva se petrifica, lo que no adelanta retrocede, lo que no se agita sucumbe. No hay sociedades en el quietismo, no hay entidades en la inercia, todo marcha en el mundo, desde el universo que tiene movimientos regulares y exactamente medidos por el cosmógrafo, hasta el pensamiento incalculable que abraza la eternidad y abarca lo infinito.

El movimiento separatista se había propagado en las colonias de América, y Franklin al regresar de Europa se asoció con toda su voluntad al incontrastable movimiento. Había visto por sus propios ojos la estrechez de miras de los poderes británicos, y sabía perfectamente que lo que no progresa regresa, que para su patria no había salvación sin libertad y que la libertad es incompatible con toda dependencia.

Una confederación de las colonias con la madre patria, moviéndose ésta y aquéllas con entera libertad en la esfera de sus intereses y en el círculo de sus funciones propias ó de sus atribuciones esenciales, habría sido una buena y digna solución del conflicto colonial. Pero Inglaterra no quería ceder en mengua de su autoridad ó en menoscabo de su prestigio, y por no conceder algo lo perdió todo. Las colonias británicas se hicieron independientes.

Franklin fué uno de los que coadyuvaron á la obra magna de la emancipación, figurando desde entonces como hombre público tanto como sabio. En 1775 llegó á París como embajador de las colonias inglesas y fué admitido en Versalles como tal embajador. La reina que compartía con Luis XVI el tálamo real, muchos príncipes y cortesanos que como ella habían de perecer más tarde en la guillotina, se burlaron de Franklin y de sus maneras, pues el ilustre sabio no conocía las reglas de la etiqueta y mucho menos los procedimientos de la cortesana adulación; pero el ilustre plebeyo, el cajista americano desdeñó la pequenez de seres tan inútiles y tan mezquinos y acabó por hacerse respetar de todos.

Su permanencia en París se prolongó diez años, hasta el de 1785. Durante ellos consiguió más de lo que esperaba, acaso más de lo que se proponía, pues no sólo obtuvo recursos materiales y apoyo efectivo para la causa de América y el reconocimiento por parte de Francia de la independencia de los Estados Unidos, sino que los mismos ingleses trataron con él en París los preliminares de la paz. El 20 de enero de 1782 firmó Franklin un tratado con Inglaterra, mediante el cual la metrópoli reconocía de hecho la independencia norte-americana.

Á su vuelta á la patria recibió mil testimonios del cariño y respeto de sus conciudadanos y fué nombrado presidente del congreso de Pensilvania reunido en Filadelfia. Era casi octogenario; con todo, ni su edad ni sus deberes políticos le impidieron continuar trabajando en el campo de la ciencia. La agricultura, señaladamente, le debió nuevos progresos en los últimos años de su aprovechada y laboriosa vida.

Franklin murió el 17 de abril de 1790 á la edad de ochenticuatro años. El Congreso Federal acordó que los Estados Unidos llevaran luto por la muerte del ciudadano insigne, que representaba á Pensilvania en el Congreso y á la América entera en el mundo científico y filosófico. El luto oficial duró dos meses; el particular de cada ciudadano fué más largo todavía.

La Asambea nacional de Francia tributó su homenaje á la memoria de Franklin, llevando tres días de luto por acuerdo unánime de aquella ilustre Asamblea, que fué la Asamblea de la Revolución.

El viejo Franklin moría; su obra no perecerá. Fué uno de los hombres más ilustres de su siglo, con ser el siglo más grande de la historia; fué, sobre todo, un hombre bueno, título más noble, más raro, más apetecible que el de grande. En las luchas de la pasión y en las tempestades de la vida conservó siempre su ingénita bondad; su envidiable grandeza fué la grandeza de los bienhechores.