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Fortunata y Jacinta: 1.07.01

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I
Parte Primera (Capitulo VII)

de Benito Pérez Galdós
De cuantas personas entraban en aquella casa, la más agasajada por toda la familia de Santa Cruz era Guillermina Pacheco, que vivía en la inmediata, tía de Moreno Isla y prima de Ruiz-Ochoa, los dos socios principales de la antigua banca de Moreno. Los miradores de las dos casas estaban tan próximos, que por ellos se comunicaba doña Bárbara con su amiga, y un toquecito en los cristales era suficiente para establecer la correspondencia.
Guillermina entraba en aquella casa como en la suya, sin etiqueta ni cumplimiento alguno. Ya tenía su lugar fijo en el gabinete de Barbarita, una silla baja; y lo mismo era sentarse que empezar a hacer media o a coser. Llevaba siempre consigo un gran lío o cesto de labor, calábase los anteojos, cogía las herramientas, y ya no paraba en toda la noche. Hubiera o no en las otras habitaciones gente de cumplido, ella no se movía de allí ni tenía que ver con nadie. Los amigos asiduos de la casa, como el marqués de Casa-Muñoz, Aparisi o Federico Ruiz, la miraban ya como se mira lo que está siempre en un mismo sitio y no puede estar en otro. Los de fuera y los de dentro trataban con respeto, casi con veneración, a la ilustre señora, que era como una figurita de nacimiento, menuda y agraciada, la cabellera con bastantes canas, aunque no tantas como la de Barbarita, las mejillas sonrosadas, la boca risueña, el habla tranquila y graciosa, y el vestido humildísimo.
Algunos días iba a comer allí, es decir, a sentarse a la mesa. Tomaba un poco de sopa, y en lo demás no hacía más que picar. D. Baldomero solía enfadarse y le decía: «Hija de mi alma, cuando quieras hacer penitencia no vengas a mi casa. Observo que no pruebas aquello que más te gusta. No me vengas a mí con cuentos. Yo tengo buena memoria. Te oí decir muchas veces en casa de mi padre que te gustaban las codornices, y ahora las tienes aquí y no las pruebas. ¡Que no tienes gana!... Para esto siempre hay gana. Y veo que no tocas el pan... Vamos, Guillermina, que perdemos las amistades...».
Barbarita, que conocía bien a su amiga, no machacaba como D. Baldomero, dejándola comer lo que quisiese o no comer nada. Si por acaso estaba en la mesa el gordo Arnaiz, se permitía algunas cuchufletas de buen género sobre aquellos antiquísimos estilos de santidad, consistentes en no comer. «Lo que entra por la boca no daña al alma. Lo ha dicho San Francisco de Sales nada menos». La de Pacheco, que tenía buenas despachaderas, no se quedaba callada, y respondía con donaire a todas las bromas sin enojarse nunca. Concluida la comida, se diseminaban los comensales, unos a tomar café al despacho y a jugar al tresillo, otros a formar grupos más o menos animados y chismosos, y Guillermina a su sillita baja y al teje maneje de las agujas. Jacinta se le ponía al lado y tomaba muy a menudo parte en aquellas tareas, tan simpáticas a su corazón. Guillermina hacía camisolas, calzones y chambritas para sus ciento y pico de hijos de ambos sexos.
Lo referente a esta insigne dama lo sabe mejor que nadie Zalamero, que está casado con una de las chicas de Ruiz-Ochoa. Nos ha prometido escribir la biografía de su excelsa pariente cuando se muera, y entretanto no tiene reparo en dar cuantos datos se le pidan, ni en rectificar a ciencia cierta las versiones que el criterio vulgar ha hecho correr sobre las causas que determinaron en Guillermina, hace veinticinco años, la pasión de la beneficencia. Alguien ha dicho que amores desgraciados la empujaron a la devoción primero, a la caridad propagandista y militante después. Mas Zalamero asegura que esta opinión es tan tonta como falsa. Guillermina, que fue bonita y aun un poquillo presumida, no tuvo nunca amores, y si los tuvo no se sabe absolutamente nada de ellos. Es un secreto guardado con sepulcral reserva en su corazón. Lo que la familia admite es que la muerte de su madre la impresionó tan vivamente, que hubo de proponerse, como el otro, no servir a más señores que se le pudieran morir. No nació aquella sin igual mujer para la vida contemplativa. Era un temperamento soñador, activo y emprendedor; un espíritu con ideas propias y con iniciativas varoniles. No se le hacía cuesta arriba la disciplina en el terreno espiritual; pero en el material sí, por lo cual no pensó nunca en afiliarse a ninguna de las órdenes religiosas más o menos severas que hay en el orbe católico. No se reconocía con bastante paciencia para encerrarse y estar todo el santo día bostezando el gori gori, ni para ser soldado en los valientes escuadrones de Hermanas de la Caridad. La llama vivísima que en su pecho ardía no le inspiraba la sumisión pasiva, sino actividades iniciadoras que debían desarrollarse en la libertad. Tenía un carácter inflexible y un tesoro de dotes de mando y de facultades de organización que ya quisieran para sí algunos de los hombres que dirigen los destinos del mundo. Era mujer que cuando se proponía algo iba a su fin derecha como una bala, con perseverancia grandiosa sin torcerse nunca ni desmayar un momento, inflexible y serena. Si en este camino recto encontraba espinas, las pisaba y adelante, con los pies ensangrentados.
Empezó por unirse a unas cuantas señoras nobles amigas suyas que habían establecido asociaciones para socorros domiciliarios, y al poco tiempo Guillermina sobrepujó a sus compañeras. Estas lo hacían por vanidad, a veces de mala gana; aquella trabajaba con ardiente energía, y en esto se le fue la mitad de su legítima. A los dos años de vivir así, se la vio renunciar por completo a vestirse y ataviarse como manda la moda que se atavíen las señoras. Adoptó el traje liso de merino negro, el manto, pañolón oscuro cuando hacía frío, y unos zapatones de paño holgados y feos. Tal había de ser su empaque en todo el resto de sus días.
La asociación benéfica a que pertenecía no se acomodaba al ánimo emprendedor de Guillermina, pues quería ella picar más alto, intentando cosas verdaderamente difíciles y tenidas por imposibles. Sus talentos de fundadora se revelaron entonces, asustando a todo aquel señorío que no sabía salir de ciertas rutinas. Algunas amigas suyas aseguraron que estaba loca, porque demencia era pensar en la fundación de un asilo para huerfanitos, y mayor locura dotarle de recursos permanentes. Pero la infatigable iniciadora no desmayaba, y el asilo fue hecho, sosteniéndose en los tres primeros años de su difícil existencia con parte de la renta que le quedaba a Guillermina y con los donativos de sus parientes ricos. Pero de pronto la institución empezó a crecer; se hinchaba y cundía como las miserias humanas, y sus necesidades subían en proporciones aterradoras. La dama pignoró los restos de su legítima; después tuvo que venderlos. Gracias a sus parientes, no se vio en el trance fatal de tener que mandar a la calle a los asilados a que pidieran limosna para sí y para la fundadora. Y al propio tiempo repartía periódicamente cuantiosas limosnas entre la gente pobre de los distritos de la Inclusa y Hospital; vestía muchos niños, daba ropa a los viejos, medicinas a los enfermos, alimentos y socorros diversos a todos. Para no suspender estos auxilios y seguir sosteniendo el asilo era forzoso buscar nuevos recursos. ¿Dónde y cómo? Ya las amistades y parentescos estaban tan explotados, que si se tiraba un poco más de la cuerda, era fácil que se rompiera. Los más generosos empezaban a poner mala cara, y los cicateros, cuando se les iba a cobrar la cuota, decían que no estaban en casa.
«Llegó un día -dijo Guillermina, suspendiendo su labor, para contar el caso a varios amigos de Barbarita-, en que las cosas se pusieron muy feas. Amaneció aquel día, y los veintitrés pequeñuelos de Dios que yo había recogido y que estaban en una casucha baja y húmeda de la calle de Zarzal, aposentados como conejos, no tenían qué comer. Tirando de aquí y de allá, podían pasar aquel día; pero ¿y el siguiente? Yo no tenía ya ni dinero ni quien me lo diera. Debía no sé cuántas fanegas de judías, doce docenas de alpargatas, tantísimas arrobas de aceite; no me quedaba que empeñar o que vender más que el rosario. Los primos, que me sacaban de tantos apuros, ya habían hecho los imposibles... Me daba vergüenza de volver a pedirles. Mi sobrino Manolo, que solía ser mi paño de lágrimas, estaba en Londres. Y suponiendo que mi primo Valeriano me tapase mis veintitrés bocas (y la mía veinticuatro) por unos cuantos días, ¿cómo me arreglaría después? Nada, nada, era indispensable arañar la tierra y buscar cuartos de otra manera y por otros medios.
»El día aquel fue día de pruebas para mí. Era un viernes de Dolores, y las siete espadas, señores míos, estaban clavadas aquí... Me pasaban como unos rayos por la frente. Una idea era lo que yo necesitaba, y más que una idea, valor, sí, valor para lanzarme... De repente noté que aquel valor tan deseado entraba en mí, pero un valor tremendo, como el de los soldados cuando se arrojan sobre los cañones enemigos... Trinqué la mantilla y me eché a la calle. Ya estaba decidida, y no crean, alegre como unas Pascuas, porque sabía lo que tenía que hacer. Hasta entonces yo había pedido a los amigos; desde aquel momento pediría a todo bicho viviente, iría de puerta en puerta con la mano así... Del primer tirón me planté en casa de una duquesa extranjera, a quien no había visto en mi vida. Recibiome con cierto recelo; me tomó por una trapisondista; pero a mí, ¿qué me importaba? Diome la limosna y, en seguida, para alentarme y apurar el cáliz de una vez, estuve dos días sin parar subiendo escaleras y tirando de las campanillas. Una familia me recomendaba a otra, y no quiero decir a ustedes las humillaciones, los portazos y los desaires que recibí. Pero el dichoso maná iba cayendo a gotitas a gotitas... Al poco tiempo vi que el negocio iba mejor de lo que yo esperaba. Algunos me recibían casi con palio; pero la mayor parte se quedaban fríos, mascullando excusas y buscando pretextos para no darme un céntimo. 'Ya ve usted, hay tantas atenciones... no se cobra... el Gobierno se lo lleva todo con las contribuciones...'. Yo les tranquilizaba. 'Un perro chico, un perro chico es lo que me hace falta'. Y aquí me daban el perro, allá el duro, en otra parte el billetito de cinco o de diez... o nada. Pero yo tan campante. ¡Ah!, señores, este oficio tiene muchas quiebras. Un día subí a un cuarto segundo, que me había recomendado no sé quién. La tal recomendación fue una broma estúpida. Pues señor, llamo, entro, y me salen tres o cuatro tarascas... ¡Ay, Dios mío, eran mujeres de mala vida!... Yo, que veo aquello... lo primero que me ocurrió fue echar a correr. 'Pero no -me dije-, no me voy. Veremos si les saco algo'. Hija, me llenaron de injurias, y una de ellas se fue hacia dentro y volvió con una escoba para pegarme. ¿Qué creen ustedes que hice? ¿Acobardarme? Quia. Me metí más adentro y les dije cuatro frescas... pero bien dichas... ¡bonito genio tengo yo...! ¡Pues creerán ustedes que les saqué dinero! Pásmense, pásmense... la más desvergonzada, la que me salió con la escoba fue a los dos días a mi casa a llevarme un napoleón.
»Bueno... pues verán ustedes. La costumbre de pedir me ha ido dando esta bendita cara de vaqueta que tengo ahora. Conmigo no valen desaires ni sé ya lo que son sonrojos. He perdido la vergüenza. Mi piel no sabe ya lo que es ruborizarse, ni mis oídos se escandalizan por una palabra más o menos fina. Ya me pueden llamar perra judía; lo mismo que si me llamaran la perla de Oriente; todo me suena igual... No veo más que mi objeto, y me voy derechita a él sin hacer caso de nada. Esto me da tantos ánimos que me atrevo con todo. Lo mismo le pido al Rey que al último de los obreros. Oigan ustedes este golpe: Un día dije: 'Voy a ver a D. Amadeo'. Pido mi audiencia, llego, entro, me recibe muy serio. Yo imperturbable, le hablé de mi asilo y le dije que esperaba algún auxilio de su real munificencia. '¿Un asilo de ancianos?' -me preguntó. 'No señor, de niños'. -'¿Son muchos?'. Y no dijo más. Me miraba con afabilidad. ¡Qué hombre!, ¡qué bocaza! Mandó que me dieran seis mil guealés... Luego vi a doña María Victoria, ¡qué excelente señora! Hízome sentar a su lado; tratábame como su igual; tuve que darle mil noticias del asilo, explicarle todo... Quería saber lo que comen los pequeños, qué ropa les pongo... En fin, que nos hicimos amigas... Empeñada en que fuera yo allá todos los días... A la semana siguiente me mandó montones de ropa, piezas de tela y suscribió a sus niños por una cantidad mensual.
»Con que ya ven ustedes cómo así, a lo tonto a lo tonto, ha venido sobre mi asilo el pan de cada día. La suscripción fija creció tanto que al año pude tomar la casa de la calle de Alburquerque, que tiene un gran patio y mucho desahogo. He puesto una zapatería para que los muchachos grandecitos trabajen, y dos escuelas para que aprendan. El año pasado eran sesenta y ya llegan a ciento diez. Se pasan apuros; pero vamos viviendo. Un día andamos mal y al otro llueven provisiones. Cuando veo la despensa vacía, me echo a la calle, como dicen los revolucionarios, y por la noche ya llevo a casa la libreta para tantas bocas. Y hay días en que no les falta su extraordinario, ¿qué creían ustedes? Hoy les he dado un arroz con leche, que no lo comen mejor los que me oyen. Veremos si al fin me salgo con la mía, que es un grano de anís, nada menos que levantarles un edificio de nueva planta, un verdadero palacio con la holgura y la distribución convenientes, todo muy propio, con departamento de esto, departamento de lo otro, de modo que me quepan allí doscientos o trescientos huérfanos, y puedan vivir bien y educarse y ser buenos cristianos».
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