Fortunata y Jacinta: 1.11.02
Santa Cruz estaba algo aturdido. Oyose la voz de Barbarita, que entraba con su nuera.
«Salí de estampía... -siguió Villalonga- a anunciar a los amigos que había empezado la votación... A los pies de usted, Barbarita... Yo bien, ¿y usted? Aquí estaba contando... Pues decía que eché a correr...».
-Hacia la calle de la Greda.
-No... los amigos se habían trasladado a una casa de la calle de Alcalá, la de Casa-Irujo, que tiene ventanas al parque del ministerio de la Guerra... Subo y me les encuentro muy desanimados. Me asomé con ellos a las ventanas que dan a Buenavista, y no vi nada... «¿Pero a cuándo esperan? ¿En qué están pensando?...». Francamente, yo creí que el golpe se había chafado y que Pavía no se atrevía a echar las tropas a la calle. Serrano, impaciente, limpiaba los cristales empañados, para mirar, y abajo no se veía nada. «Mi general -le dije-, yo veo una faja negra, que así de pronto, en la oscuridad de la noche, parece un zócalo... Mire usted bien, ¿no será una fila de hombres?». -«¿Y qué hacen ahí pegados a la pared?». -«Vea usted, vea usted, el zócalo se mueve. Parece una culebra que rodea todo el edificio y que ahora se desenrosca... ¿Ve usted?... la punta se extiende hacia las rampas». -« Soldados son -dijo en voz baja el general, y en el mismo instante entró Zalamero con medio palmo de lengua fuera, diciendo: «La votación sigue: la ventaja que llevaba al principio Salmerón, la lleva ahora Castelar... nueve votos... Pero aún falta por votar la mitad del Congreso...». Ansiedad en todas las caras... A mí me tocaba entonces ir allá, para traer el resultado final de la votación... Tras, tras... cojo mi calle del Turco, y entrando en el Congreso, me encontré a un periodista que salía: «La proposición lleva diez votos de ventaja. Tendremos ministerio Palanca». ¡Pobre Emilio!... Entré. En el salón estaban votando ya las filas de arriba. Eché un vistazo y salí. Di la vuelta por la curva, pensando lo que acababa de ver en Buenavista, la cinta negra enroscada en el edificio... Figueras salió por la escalerilla del reloj, y me dijo: «Usted qué cree, ¿habrá trifulca esta noche?». Y le respondí: «Váyase usted tranquilo, maestro, que no habrá nada...». «Me parece -dijo con socarronería- que esto se lo lleva Pateta». Yo me reí. Y a poco pasa un portero, y me dice con la mayor tranquilidad del mundo, que por la calle del Florín había tropa. «¿De veras? Visiones de usted. ¡Qué tropa ni qué niño muerto!». Yo me hacía de nuevas. Asomé la jeta por la puerta del reloj. «No me muevo de aquí -pensé, mirando la mesa-. Ahora veréis lo que es canela...». Estaban leyendo el resultado de la votación. Leían los nombres de todos los votantes sin omitir uno. De repente aparecen por la puerta del rincón de Fernando el Católico varios quintos mandados por un oficial, y se plantan junto a la escalera de la mesa. Parecían comparsas de teatro. Por la otra puerta entró un coronel viejo de la Guardia Civil.
«El coronel Iglesias -dijo Barbarita, que deseaba terminase el relato-. De buena escapó el país... Bien, Jacinto, supongo que almorzará usted con nosotros».
-Pues ya lo creo -dijo el Delfín-. Hoy no le suelto; y pronto mamá, que es tarde.
Barbarita y Jacinta salieron.
«¿Y Salmerón qué hizo?».
-Yo puse toda mi atención en Castelar, y le vi llevarse la mano a los ojos y decir: ¡qué ignominia! En la mesa se armó un barullo espantoso... gritos, protestas. Desde el reloj vi una masa de gente, todos en pie... No distinguía al presidente. Los quintos inmóviles... De repente ¡pum!, sonó un tiro en el pasillo...
-Y empezó la desbandada... Pero dime otra cosa, chico. No puedo apartar de mi pensamiento... ¿Decías que llevaba sombrero?
-¿Quién?... ¡Ah, aquella!
-Sí, sombrero, y de muchísimo gusto -dijo el compinche con tanto énfasis como si continuara narrando el suceso histórico-, y vestido azul elegantísimo y abrigo de terciopelo...
-¿Tú estás de guasa? Abrigo de terciopelo.
-Vaya... y con pieles, un abrigo soberbio. Le caía tan bien... que...
Entró Jacinta sin anunciarse ni con ruido de pasos ni de ninguna otra manera. Villalonga giró sobre el último concepto como una veleta impulsada por fuerte racha de viento.
«El abrigo que yo llevaba... mi gabán de pieles... quiero decir, que en aquella marimorena me arrancaron una solapa... la piel de una solapa quiero decir...».
-Cuando se metió usted debajo del banco.
-Yo no me metí debajo de ningún banco, tocaya. Lo que hice fue ponerme en salvo como los demás por lo que pudiera tronar.
-Mira, mira, querida esposa -dijo Santa Cruz, mostrando a su mujer el chaleco, que se quitó apenas puesto-. Mira cómo cuelga ese último botón de abajo. Hazme el favor de pegárselo o decirle a Rafaela que se lo pegue, o en último caso llamar al coronel Iglesias.
-Venga acá -dijo Jacinta con mal humor, saliendo otra vez.
-En buen apuro me vi, camaraíta -dijo Villalonga conteniendo la risa-. ¿Se enteraría? Pues verás; otro detalle. Llevaba unos pendientes de turquesas, que eran la gracia divina sobre aquel cutis moreno pálido. ¡Ay, qué orejitas de Dios y qué turquesas! Te las hubieras comido. Cuando les vimos levantarse, nos propusimos seguir a la pareja para averiguar dónde vivía. Toda la gente que había en Praga la miraba, y ella más parecía corrida que orgullosa. Salimos... tras, tras... calle de Alcalá, Peligros, Caballero de Gracia, ellos delante, nosotros detrás. Por fin dieron fondo en la calle del Colmillo. Llamaron al sereno, les abrió, entraron. En una casa que está en la acera del Norte entre la tienda de figuras de yeso y el establecimiento de burras de leche... allí.
Entró Jacinta con el chaleco.
-Vamos... a ver... ¿Manda usía otra cosa?
-Nada más, hijita; muchas gracias. Dice este monstruo que no tuvo miedo y que se salió tan tranquilo... yo no lo creo.
-¿Pero miedo a qué?... Si yo estaba en el ajo... Os diré el último detalle para que os asombréis. Los cañones que puso Pavía en las boca-calles estaban descargados. Y ya veis los que pasó dentro. Dos tiros al aire, y lo mismo que se desbandan los pájaros posados en un árbol cuando dais debajo de él dos palmadas, así se desbandó la asamblea de la República.
-El almuerzo está en la mesa. Ya pueden ustedes venir -dijo la esposa, que salió delante de ellos muy preocupada.
-¡Estómagos, a defenderse!
Algunas palabras había cogido la Delfina al vuelo que no tenían, a su parecer, ninguna relación con aquello de las Cortes, el coronel Iglesias y el ministerio Palanca. Indudablemente había moros por la costa. Era preciso descubrir, perseguir y aniquilar al corsario a todo trance. En la mesa versó la conversación sobre el mismo asunto, y Villalonga, después de volver a contar el caso con todos sus pelos y señales para que lo oyera D. Baldomero, añadió diferentes pormenores que daban color a la historia.
-¡Ah! Castelar tuvo golpes admirables. «¿Y la Constitución federal?...». -«La quemasteis en Cartagena».
-¡Qué bien dicho!
-El único que se resistía a dejar el local fue Díaz Quintero, que empezó a pegar gritos y a forcejear con los guardias civiles... Los diputados y el presidente abandonaron el salón por la puerta del reloj y aguardaron en la biblioteca a que les dejaran salir. Castelar se fue con dos amigos por la calle del Florín, y retirose a su casa, donde tuvo un fuerte ataque de bilis.
Estas referencias o noticias sueltas eran en aquella triste historia como las uvas desgranadas que quedan en el fondo del cesto después de sacar los racimos. Eran las más maduras, y quizás por esto las más sabrosas.